Por: Equipo Jurídico Pueblos y Gearóid Ó Loingsigh
En la noche del 21 de marzo y la madrugada del 22, las fuerzas del Estado colombiano entraron por la fuerza a la cárcel La Modelo de Bogotá, asesinando a 23 presos e hiriendo a 83 como respuesta a las protestas y peticiones de los reclusos ante el pésimo estado sanitario que reina en los establecimientos penitenciarios y que hacen temer por un futuro brote de COVID-19. El director del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (Inpec), general Norberto Mujica, y la ministra de Justicia, Margarita Cabello, intentaron justificar la masacre alegando que no se buscaba reprimir las protestas legítimas de los presos sino evitar un plan de fuga masivo que había sido detectado días antes.
Esa mentira se repitió por todos los medios sin cuestionarla. Hasta Noticias Caracol publicó unos audios de internos hablando por celular. No obstante, cualquiera que conozca las dinámicas carcelarias y escuche los diálogos fragmentados filtrados a la prensa sabrá que no es posible concluir de estos que existiera un plan de fuga en curso, pero, si ello fuera cierto, surgen más interrogantes que claridades.
Primero, si el Estado conocía desde antes comunicaciones en las que se dice que el martes a las 7:30 am, antes de la contada, se llevaría a cabo una acción coordinada –una fuga, según la ministra– en varios establecimientos y se advierte incluso con vehemencia que “no se vayan a adelantar porque la cagan”, ¿por qué razón el operativo militar y policial simultáneo que se desarrolló en varios establecimientos fue ejecutado en un día y hora distintos? ¿De dónde infieren las autoridades que la fecha del presunto plan de fuga –de 5.000 personas, según el director del Inpec, el general Mujica–, se había anticipado? Es más, ¿cuál plan de fuga, tan descomunal como el que supuestamente habían detectado, puede ser adelantado a última hora por sus mentores sin que se haya detectado ni un solo cruce de mensajes informándose entre los partícipes sobre el intempestivo cambio?
Segundo, si sabían de un plan de fuga varios días antes, ¿por qué no tomaron medidas para evitarlo y así impedir la pérdida de vidas humanas? El Inpec suele trasladar a los presos lejos de sus domicilios por cualquier infracción a la normativa carcelaria o simplemente como medio de retaliación o forma de silenciamiento. Esta es una de las quejas más recurrentes en las prisiones colombianas. ¿No podían hacer lo mismo para evitar una fuga?
Tercero, en los audios se escucha: “Listo mis hermanitos, Alcatraz, Picaleña, Barne, Cómbita, Tramcúa, Modelo, ahí estamos mis hermanos. Dios me los bendiga. Ya saben, martes en la mañana: contada, siete y media de la mañana”. Si de lo que hablaran fuera en realidad de un plan de fuga, ¿por qué el presunto intento de esta solo se dio en La Modelo de Bogotá? ¿Por qué en la Tramacúa o el Barne, por ejemplo, la población ni siquiera se sumó a la jornada de protesta convocada mediante un cacerolazo, es decir, no se registró ningún tipo de movimiento al interior de esos penales en la noche del 21 de marzo?
Ahora bien, lo que sí estaba públicamente anunciado era la realización de un cacerolazo nacional en varios establecimientos penitenciarios, lo que sí estaba coordinado, como fue evidente. En la convocatoria, que rotó por muchas redes sociales, se había indicado lugar y hora del inicio: el 21 de marzo a las 9:00 pm, el mismo día y hora en que se dispuso de fuerza oficial –incluido el Inpec– para sitiar La Picota, realizar sobrevuelos y lanzar gases lacrimógenos sobre Pedregal o tomar represalias contra las manifestantes de la reclusión de mujeres El Buen Pastor de Bogotá. Luego, es evidente que sí hubo una intencionalidad estatal dirigida a silenciar la protesta de la población reclusa.
Claramente, las situaciones en la cárcel La Modelo se salieron de control y lo que ocurrió adentro merece ser esclarecido. Los audios con los que el Gobierno pretende justificar la masacre solo contribuyen a confundir y diluir responsabilidades.
¿Fue proporcional y constitucional el uso de la fuerza?
La versión de un plan de fuga frustrado que hubiera beneficiado a 5.000 personas representa sin duda un estratagema de defensa temprana del Estado. A pesar de las dudas iniciales que hemos planteado alrededor de esta versión y la reacción estatal, vamos de nuevo a suponer que dicho plan sí existió.
Para resolver el interrogante sobre la proporcionalidad y constitucionalidad del uso de la fuerza es bueno recordar, para empezar, que los “Principios y buenas prácticas sobre la protección de las personas privadas de libertad en las Américas” adoptados desde el Sistema Interamericano de Derechos Humanos preveen que los Estados deberán adoptar “medidas apropiadas y eficaces para prevenir todo tipo de violencia entre las personas privadas de libertad, y entre éstas y el personal de los establecimientos”, de conformidad con el Derecho Internacional de los Derechos Humanos. En su Principio XXIII, se contemplan entre estas “establecer mecanismos de alerta temprana para prevenir las crisis o emergencias […] promover la mediación y la resolución pacífica de conflictos internos”.
En este caso, la ministra de Justicia y el general Mujica dijeron que conocían y frustraron oportunamente el supuesto plan de fuga. Sin embargo, a la luz de los principios señalados, no exhibieron ninguna evidencia de que el Estado colombiano haya tomado acción alguna dirigida a prevenir la crisis que servía de trasfondo a quienes pretendía la huida de prisión. Al contrario, existen claras muestras del silencio institucional a las denuncias y llamados desesperados de la población reclusa y las organizaciones defensoras de derechos humanos para que se adoptaran medidas eficaces de contención de la COVID-19 en las prisiones, lo que hacía previsibles las jornadas de protesta que se anunciaron con anticipación al 21 de marzo.
En el caso de la masacre de Carandirú en Brasil, muy similar al que convoca este análisis, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos consideró su informe de fondo que el Estado violó su obligación de garantizar la vida e integridad de las personas bajo su custodia. Reprochó la Comisión en ese asunto que el desconocimiento del deber de garantía de los derechos humanos en prisión creó las condiciones para el desarrollo de amotinamientos cuyo escalamiento pudo prevenir el Estado brasilero al adoptar estrategias de prevención del escalamiento de la disconformidad de los reclusos y activando la capacidad negociadora del Estado (Párrafo 61).
En relación con la reacción estatal y el uso de la fuerza para el control del amotinamiento, que en Carandirú le costó la vida a 111 presos, la Comisión señaló:
El Estado tiene el derecho y el deber de debelar un motín carcelario […] La debelación del motín debe hacerse con las estrategias y acciones necesarias para sofocarlo con el mínimo daño para la vida e integridad física de los reclusos y con el mínimo de riesgo para las fuerzas policiales […] La acción de la Policía, tal como está descrita en la petición y confirmada por las investigaciones oficiales y la opinión de expertos, se llevó a cabo con absoluto desprecio por la vida de los reclusos y demostrando una actitud retaliatoria y punitiva, absolutamente contraria a las garantías que debe ofrecer la acción policial. La Comisión anota que las muertes no correspondieron a situaciones de legítima defensa ni de desarme de los recluidos, ya que las armas que estos tenían, de factura casera, habían sido arrojadas al patio al entrar los policías. No se comprobó la existencia de ningún arma de fuego en poder de los revoltosos ni que hayan efectuado disparo alguno de arma de fuego contra la Policía. Su actitud violenta inicial fue rápidamente superada por la entrada masiva de la Policía fuertemente pertrechada.
Estas consideraciones se acompasan con lo previsto en los “Principios y Buenas Prácticas sobre la Protección de las Personas Privadas de Libertad en las Américas”, específicamente en el numeral 2 del Principio XXIII, dentro del cual se considera que:
El personal de los lugares de privación de libertad no empleará la fuerza y otros medios coercitivos, salvo excepcionalmente, de manera proporcionada, en casos de gravedad, urgencia y necesidad, como último recurso después de haber agotado previamente las demás vías disponibles, y por el tiempo y en la medida indispensables para garantizar la seguridad, el orden interno, la protección de los derechos fundamentales de la población privada de libertad, del personal o de las visitas.
Se prohibirá al personal el uso de armas de fuego u otro tipo de armas letales al interior de los lugares de privación de libertad, salvo cuando sea estrictamente inevitable para proteger la vida de las personas.
En toda circunstancia, el uso de la fuerza y de armas de fuego o de cualquier otro medio o método utilizado en casos de violencia o situaciones de emergencia, será objeto de supervisión de autoridad competente.
Estas disposiciones y consideraciones ventiladas en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos de la OEA, a las que está sujeto el Estado colombiano, nos llevan a cuestionar nuevamente la acción de fuerza en la cárcel La Modelo, pues no solo fueron creadas las condiciones que generaron la inconformidad –apenas justa– de los detenidos sino que el 21 de marzo no se agotaron los mecanismos de mediación. De hecho, ni siquiera se intentó utilizarlos. Claramente, en este caso la coerción no fue la excepción ni la última razón.
Ni bajo el supuesto de frustrar un supuesto plan de fuga se justifica el uso desproporcionado de la fuerza en la cárcel La Modelo. Ningún Estado puede abrir fuego contra los detenidos que intentan la huida del penal. La ministra de Justicia, el general Mujica y la Policía Nacional saben, pero no informan a la opinión pública, que la ejecución extrajudicial de presos en ese contexto está proscrita internacionalmente: “no existe justificación ética ni jurídica a la llamada ‘ley de fuga’ que legitime o faculte a los guardias penitenciarios a disparar automáticamente contra reos que intenten escapar”, según define la Comisión Interamericana en su “Informe sobre los Derechos de las Personas Privadas de Libertad en las Américas” de 2011.
De acuerdo con la información que ha circulado en medios y redes, cuando se produjo el ingreso de los cuerpos de choque del Inpec, los presos de La Modelo se encontraban desarmados. Sin embargo, fueron atacados con armamento letal y de letalidad reducida. En uno de los vídeos rotados a través de las redes sociales, se observa que algunos internos lograron tomar un fusil de dotación de la guardia y que, para ese momento, la situación había escalado a tal punto que ya habían varios muertos y heridos entre los internos y era imposible la mediación u otra forma de control de la situación.
Justamente por el curso que pueden tomar los acontecimientos es que la Comisión Interamericana reiteró en su “Informe Anual 2015” que:
Por lo irreversible de las consecuencias que podrían derivarse del uso de la fuerza, la CIDH la concibe como “un recurso último que, limitado cualitativa y cuantitativamente, pretende impedir un hecho de mayor gravedad que el que provoca la reacción estatal”.
En la mayoría de vídeos y audios procedentes del interior de la cárcel, los detenidos reclaman por el tratamiento militar a la protesta. Denuncian el desvalor que su vida merece para el Estado. No se observa un combate como se pretende mostrar. No habían fuerzas iguales enfrentadas. Se evidencia, eso sí, una indignación y angustia de los reclusos que pudo ser controlada por otros medios no coercitivos.
Además, muestran estos archivos, que el asesinato de los presos ocurre al interior del establecimiento y no afuera del mismo. Además, que a ninguno de los masacrados se le ve portando armamento alguno que justificara un ataque en su contra, menos en la proporción en que lo recibieron.
Las imágenes no dejan ver un plan de fuga en desarrollo del cual se esperaría identificar, al menos, a unos cuantos presos seguros de cómo proceder en medio del caos. Al contrario, se observa gente desesperada y confundida, intentando defenderse del ataque estatal. Se percibe también la sensación de desprotección y una evidente ansiedad colectiva por los efectos de una pandemia en lugares que realmente son depósitos de personas.
Esta sensación de abandono y pánico que se respira hoy en las cárceles es apenas natural y humana, y se vive hoy en otros penales del mundo, como en Sri Lanka, Italia y Brasil. No se puede cuestionar el estado de desespero en las prisiones y mal hace el Estado con reprimir y masacrar a los presos que sienten miedo de morir de COVID-19 en medio del absoluto abandono.
Aún quedan muchas dudas de lo ocurrido adentro de la cárcel La Modelo. De un buen trabajo de los médicos legistas dependerá gran parte del esclarecimiento de los hechos, pues al parecer la escena del crimen no fue tratada adecuadamente.
Un elemento adicional de análisis del caso es, sin duda, el hecho de que 11 de los detenidos masacrados en La Modelo cumplían condenas menores, de entre 2 y 8 años, asociadas con conductas punibles contra el patrimonio económico, particularmente hurtos, el típico delito de hambre. Asimismo, 7 de ellos no figuran con registro en la página oficial de los juzgados de ejecución de penas de Bogotá, lo que significa que ni siquiera habían sido condenados, es decir, no se ajustaban al perfil de los presos que buscan fugarse de prisión, pues, entre todos, eran los que tenían mayores probabilidades de ser beneficiados con medidas alternativas a la cárcel, justamente una de aquellas que los reos reivindicaban a través del cacerolazo programado para ese día.
Medidas eficaces de contención: un recurso válido antes que la fuerza
La ministra Cabello negó en su intervención la existencia de un problema sanitario en las cárceles de Colombia. La Corte Constitucional opina todo lo contrario, al punto que en la Sentencia T-388 de 2013 y luego en la T-762 de 2015 declaró un estado inconstitucional de cosas que aún es objeto de seguimiento, toda vez que no se ha logrado su superación.
De otra parte, a lo largo de los años las entidades de control sanitario en más de una ocasión han cerrado las cocinas y hasta los puestos de salud en cárceles colombianas por representar un peligro para el bienestar de los presos. Cualquier visitante a una cárcel, incluyendo las cárceles relativamente modernas como La Picota en Bogotá, ve ratas por todos lados. Estas y otras tantas situaciones, como la falta de agua potable, por ejemplo, hablan de una verdadera crisis sanitaria en los penales. Dice mucho que la delegada del Gobierno para asuntos de política criminal y penitenciaria pretenda negarla para minimizar la gravedad de la masacre perpetrada el 21 de marzo en la cárcel La Modelo.
Es cierto que hasta el momento no se ha detectado ningún caso de COVID-19 en las cárceles, pero esto no implica que no habrán contagios por el virus. Al 23 de marzo, un día después de la rueda de prensa de la ministra Cabello, se habían reportado 277 casos en todo Colombia, 175 de personas que habían estado fuera del país, 87 relacionadas con ellas y unas 15 personas cuya ruta de infección es desconocida. Esto significa que estamos al principio del brote en el territorio nacional, por lo que aun es prematuro asegurar si hay o no positivos en las prisiones.
Sin embargo, y la ministra Cabello lo sabe, cualquier cárcel del mundo, inclusive una bien mantenida, se presta para brotes de enfermedades. Según la OMS, la prevalencia de tuberculosis, por nombrar una sola enfermedad, es a veces hasta 100 veces mayor en contextos de encierro que en la población no encarcelada y las muertes por esta enfermedad pueden llegar a representar el 25% de la carga de morbilidad por esta enfermedad en un país. Es decir, es aceptado por todo el mundo que las cárceles son problemáticas para el control de enfermedades. Los presos que participan en las protestas lo saben por experiencia propia: ven como se propagan las enfermedades entre ellos y por eso el temor ante la llegada de la COVID-19.
En la protesta del 21 de marzo, los presos pedían cosas básicas como desinfectantes, tapabocas, guantes y mayor control sobre los guardianes, quienes son un punto peligroso de contagio, debido a sus frecuentes entradas y salidas de la cárcel y su movilidad por todo el complejo sin mayores restricciones. También pedían algo lógico en tiempos normales: el deshacinamiento de las cárceles, lo cual se convierte en algo apremiante en el contexto de la COVID-19.
La población carcelaria en Colombia es diversa: de 121.274 presos en el país 4,7% son mayores de 60 años, 34,6% cumplen penas menores a cinco años y 36.334 son sindicados, varios de ellos por delitos no violentos.
Hay maneras para reducir el hacinamiento carcelario. Para contener el COVID-19, en Irán liberaron a 54.000 presos, incluyendo algunos presos políticos, y en Estados Unidos, el país con más reclusos en el mundo donde los reos intramurales superan los 2,5 millones, se comienza a aplicar medidas para reducir el hacinamiento. Entre las medidas tomadas por ese último país está la de reducir y hasta eliminar el uso de la detención preventiva para sindicados de delitos menores, incluyendo posesión de drogas, libertad para las personas a las que les queda poco tiempo para cumplir con su pena, el uso de sanciones alternativas, anulación de órdenes de detención por el no pago de multas, etc. Además, como en otras partes, cancelaron las visitas e implementaron un sistema de llamadas gratuitas para los presos, algo que en nuestra opinión se debe aplicar siempre dentro de la política penitenciaria.
Con esas medidas sencillas se puede reducir el hacinamiento y hacer de la cárcel un lugar algo más tolerable para el preso. Aunque, para contextos como el colombiano, lo que debería superarse son las causas sociales de tipo estructural que originan que muchas personas atenten contra la propiedad privada y que cese el encarcelamiento a opositores políticos que disienten del sistema hegemónico. El gobierno colombiano, sin embargo, optó como siempre por la vía de la represión y el asesinato.
Publicado originalmente por el Equipo Jurídico Pueblos.
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Con los congresistas amigos hacerle el debate público a la ministra y al polocho del Inpec.
Hacer también la denuncia internacional!