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Por: Óscar Gutiérrez – junio 25 de 2007

“Prefiero perder un amigo que una tripa” – mi abuelo Jesús María Flórez.

Veinticuatro de noviembre de mil novecientos noventa. Hacía un año o dos que había caído el muro de Berlín, y con él, como un castillo de naipes, se vino abajo el imperio ruso que conformaban los países de la llamada ‘Cortina de Hierro’: Hungría, Polonia, Rumania, Eslovenia, Yugoslavia, Checoslovaquia, etc. Se convertía en gas lo que antes parecía tan sólido como el hierro y yo, testigo de excepción, me encontraba en un palco, contemplando con mis ojos –todavía de niño– cómo cambiaba el mundo.

Habíamos llegado a Praga quizás un año o un año y medio antes, para acompañar a mi Papá, que completaba allí casi tres años. Había tenido que exiliarse para no forzar más a la suerte que lo había asistido en los tres atentados que le hicieron en Colombia. Siempre salió milagrosamente ileso, pero ya no podía seguir arriesgando su vida.

Vivíamos en Deiviska Pa De Sa De Va, un conjunto cerrado, profundamente gris, de edificios tan uniformes y silenciosos que deprimían. Afuera hacía un frío que trituraba los huesos, pues la nieve no paraba de caer con monotonía y un viento gélido soplaba como un enjambre de minúsculas cuchillas. En los noticieros habían reportado ya varios casos de personas con hipotermia, la famosa ‘muerte dulce’. Dentro del apartamento, sin embargo, reinaba la agradable calidez que irradiaba la calefacción de carbón.

Mi papá estaba reunido con algunos dirigentes comunistas checos, miembros del Comité Central del Partido. Se estaban acordando los trámites para nuestro regreso a Colombia, barajando fechas para una última reunión de despedida. Acabado el sueño comunista, cada uno para su casita.

Los checos intercambiaban algunas palabras de su precario español con un grupo de marxistas latinos que nos acompañaban: Ornel Mosquera; su esposa, Leonela, y sus hijos, Alexander Ilich y Farabundo. Ornel era, sobre todo, un cómico costeño fantástico: tocaba el piano con mucha gracia y cantaba alternando todo tipo de voces. Al final de sus payasadas todos terminábamos muertos de risa. Recuerdo que siempre que me veía, le daba por cantar: “Oscarín, chiquitín, toca el violín y baila cha cha cha”, y esa simple tonada me hacía sentir importante, querido.

También estaba en la reunión Ociel Perdomo, un chileno allendista que vivía en Praga desde hacía veinte años. Ociel era poeta y escritor, devoto incondicional de la bohemia. Cuando se pasaba de tragos, que era más o menos cada vez que le ofrecían un trago, empezaba a dedicarle poemas a su patria, a su ideología y a las mujeres que lo rodeaban. Acompañaba ese fervor lírico con lágrimas vivas, que conseguían conmover a su audiencia, por más checos que fueran. Ese día había venido con su hija Isabela y su esposa María.

Y también estaba Margarita, la bella Margarita Olmos, una uruguaya soltera, sin hijos, a quien yo pretendía con la fascinación inagotable que sólo puede fermentar un niño. Margarita tenía su nariz respingada, una cabellera crespa que le llegaba más allá de los hombros, la piel blanca, los labios rojos, tan rojos como la bandera de sus ideales. Sus ojos eran azules, pequeños, achinados, y los coronaban unas cejas frondosas.

Estos eran, pues, los tres amigos latinos, camaradas de la familia Gutiérrez, amenazados también “por buenas razones”, como decían ellos, parafraseando un poema de Bertolt Brecht.

Ahora tengo que añadir que esa tarde me había dado un banquete fenomenal: había comido una enorme ensalada de frutas, con tres porciones de helado, y un sandwich. En consecuencia, me costaba moverme con el estómago tan lleno. De poca o nula ayuda habían sido los dos Alka-Seltzer que me tomé buscando alivio. Seguía hinchado, con una barriga como de seis meses de gestación. Tampoco habían conseguido mejorarme los remedios caseros de mi Mamá, que conocía un buen número de recetas con plantas medicinales. Quizás, si hubiéramos estado en Colombia, mi caso no hubiera resultado tan difícil, porque una buena taza de infusión de yerbabuena hubiera bastado.

Por lo pronto, me había refugiado en el cuarto que compartía con mis hermanas mayores. Era una pieza gigantesca, casi como otra sala o como otro apartamento. Y esa tarde no podía hacer otra cosa que aguantar el dolor que me producían las mil espinas que se me clavaban en el estómago.

Entonces, no sé por qué capricho, fui a la sala a recoger a mi mejor amigo, un títere que me había regalado Ornel para mi cumpleaños. Saludé a todos, uno por uno como era la costumbre en Colombia. Mientras pasaba por todos los puestos, una compacta y potente masa de gas se movió del estómago al colon. Estaba en ese momento saludando a Margarita y sentí, de repente, que la amenaza que me había mortificado toda la tarde había conseguido llegar al recto de manera definitiva, inatajable. No habría podido ocurrir esto en una ocasión más inoportuna. Margarita me decía con ese acento uruguayo que me parecía tan hermoso: “hola, mi gordito, tan lindo como siempre”, y me daba una apretón en el cachete, cuando tratrataratrataratara, rugió un pedo eterno.

Me ha quedado congelado en la memoria ese instante, como seguramente para otros será siempre memorable el instante en que la mano de un general les puso en el pecho una medalla, o como los que nunca podrán olvidar su primera comunión o su primer beso. Para mí, la vergüenza de ese instante se convirtió casi en el punto milimétrico en que empecé a sentirme adulto.

Dicen que los que no suenan son los más olorosos y los que suenan duro son los que no huelen a nada. Ahora sé que cada regla tiene su excepción, porque el mío hizo un escándalo apenas comparable con la fetidez que diseminó por toda la sala. Todos los compuestos azufrados que había generado mi digestión coparon hasta el último rincón de la sala en cuestión de segundos. Margarita me soltó asustada el cachete, en tanto que los demás se pusieron de pie instintivamente, buscando alejarse de mí. La cara de mi papá dibujó un creciente signo de interrogación y mi Mamá no sabía si reír, para disimular, o si fruncir el ceño, para quedar bien ante los demás. Las miradas cayeron sobre mí en alud y me sentí un conejillo de indias, un cerdo salvaje que había irrumpido en el salón más elegante de las cortes europeas.

Salí corriendo a mi cuarto, no tenía otra alternativa. Salté sobre la cama y, boca abajo, puse mi cara contra la almohada. Estaba tan asustado que no me atrevía a llorar. Quizás más tarde sí iba a llorar, cuando me dieran el peor regaño de mi vida, cuando me dieran la garrotera que me merecía.

No sé en qué terminó la reunión, mis papás nunca me contaron. Alejandra, mi hermana, dijo luego que los checos habían soltado al unísono una carcajada amable, gritando eufóricos: “¡Curva, curva, curva!”, que significa “hijo de mala madre”, aunque una traducción más colombiana sería algo así como: “¡qué pedo tan hijueputa!”. Los latinos, en cambio, dice Alejandra que se quedaron serios, petrificados, a lo mejor tratando de demostrar su civilidad ante los europeos.

Mis papás efectivamente me regañaron, pero no con la saña que yo me imaginaba. De hecho fue un diálogo, un diálogo muy propositivo. Eso sí, a partir de entonces me prohibieron las paletas de chocolate y coco que vendían en la esquina.

No volví a ver la cara de nuestros amigos sino hasta la fecha del regreso. Ese día no tuve dónde esconderme más. Cantamos por última vez el himno de la Unidad Popular de Chile y la Internacional Socialista, y en mi interior todo era un nudo, un vértigo, una incertidumbre con enormes alas de mariposa. Mi alivio llegó cuando todos nos dimos licencia para derramar unas cuantas lágrimas. Margarita me dijo entonces: “eso le pasa a cualquiera, yo también era pedorra. A cualquiera se le puede salir uno y más si eres un niño”. Fue lo último que supe de ella y me pareció que era un delicado manto de perdón.

Ahora, mientras escribo, me da por pensar que mi pedo no fue más que la despedida de un fantasma que recorrió Europa durante sesenta o más años, durante los cuales unos experimentaron una solidaridad verdadera, otros solamente una burocracia enrevesada y los demás se contentaron con mirar de lejos, llenos de miedo. Un fantasma que se esfumó como un gas azufrado, nada más.

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