El potro - Foto: Eduardo Amorim

El potro - Foto: Eduardo Amorim

Nuria Barbosa León* – 27 de enero de 2012

Fue un día a pleno sol, en el verano cubano donde las nubes se esconden, el calor se multiplica, la tierra hierve y el polvo se expande. Yunior, de cinco años, destellaba emoción: haría terapia con un caballo. Su ceguera congénita lo privó de conocer los animales y las plantas, pero tampoco distinguía los colores, las figuras, el brillo o la oscuridad. Necesitaba, entonces, palpar, oler o degustar.

Imaginó los caballos como héroes de guerra o compañeros de trabajo por las historias narradas y pensó a su corcel dócil, obediente, amigo en cualquier circunstancia, fiel y cariñoso.

Su maestra, los médicos y terapeutas de la escuela especial Abel Santamaría de la capital cubana explicaron en clase los beneficios de la equinoterapia, todo consistía en algunas horas de ejercicios junto a un caballo.

Al llegar al lugar, su agitación creció porque sintió el trote y le presentaron el animal nombrado Nevado, de raza Appaloosa. Fue suficiente que la mano infantil diera unas palmaditas en el lomo, acariciara el hocico y le dijera unas palabras cariñosas para que el caballo brindara amor.

El domador Luis Alfonso Cruz Rodríguez, en ese primer día, le enseñó la monta, pero para Yunior no era bastante: necesitaba más y el caballo le brindó confianza para que, sin que nadie lo percibiera, se pusiera de pie a todo trote, dejando confuso a los presentes.

Luego vinieron muchos días y largas sesiones, hubo una relación de afecto entre ambos. El niño jugaba y el caballo permitía todo tipo de acrobacia sobre su lomo.

No sería fácil explicar por la ciencia por qué, después de una estrecha relación que duró once años, el animal murió ciego y el niño se llenó de fortalezas.

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* Periodista de Granma y Radio Habana Cuba, colaboradora de El Turbión desde 2007.

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