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Por: Juan Diego García – octubre 7 de 2007

Cuando se cumplen cuarenta años de la muerte del Che en Bolivia se multiplican  los escritos exaltando su memoria. Hasta le revista Times lo reconoce como una de las cien personalidades más destacadas del siglo pasado. Su figura cautiva y permanece como referente ético, en contraste con la imagen actual de los políticos a quienes cada vez más se asocia con la corrupción, la hipocresía o la complicidad con el gran capital. No hay movilización popular que no le recuerde, no hay lugar del planeta en el cual no se encuentre su rostro de guerrillero heroico que se resiste, inclusive, al asalto vulgar del marketing.

Para la gente sencilla y para los activistas, el Che se destaca, ante todo, como un revolucionario consecuente. Probablemente, su legado ético sea el elemento más atractivo de su figura. La decisión inquebrantable de luchar contra la opresión y la injusticia allí “donde se requiriese el concurso de su brazo”, a la manera de un moderno caballero andante, lo lleva a deambular por Los Andes como joven médico, descubriendo la miseria de sus gentes; a enrolarse, luego, en la frustrada revolución de Jacobo Árbenz en Guatemala; a recalar, más tarde, en México y alistarse en la no menos incierta aventura de un grupo de jóvenes rebeldes dirigidos por Fidel Castro; a luchar en Cuba y, por último, dirigirse a buscar nuevos campos de batalla en el Congo y en las selvas de Bolivia, donde le sorprende la muerte el 8 de octubre. Todos los intentos de envilecer su memoria, falsificar su diario guerrillero, esconder su cadáver, ocultar su pensamiento y hasta crear falsas divergencias con sus compañeros de lucha han sido vanos y, a pesar de los años transcurridos, el Che aparece cual ave fénix: renacido de sus propias cenizas.

En una sociedad caótica como la actual, carente de horizontes, plagada de injusticias, guerras y hambrunas, en la cual los valores de la solidaridad humana apenas sobreviven en medio de la avalancha del utilitarismo más feroz y de la competencia desenfrenada, el ideal revolucionario del Che resulta un atractivo irresistible para quienes se proponen desmantelar esta civilización enloquecida para construir otra, realmente humana, solidaria y justa. Aquel médico argentino, comunista heterodoxo, asmático y quijotesco que renuncia a todo para irse a combatir a tierras lejanas resulta un ejemplo moral de enorme permanencia e indiscutible valor.

La actualidad del Che nace también de su legado teórico. Hoy resulta muy pertinente su reflexión sobre los objetivos mismos de la revolución social, un proceso que, en su opinión, iba mucho más allá de la toma del poder político y del control de la economía. Su convencimiento sobre la necesidad de construir una nueva cultura, superando los valores del egoísmo y la competencia y promoviendo seres humanos nuevos, está en línea con el pensamiento genuino de Marx y con los ideales de los grandes pensadores del socialismo que entendieron que la emancipación del trabajo y la superación de la alienación constituían los verdaderos objetivos del proceso revolucionario. Las propuestas del Che sobre la moral social y la necesidad de un ser humano diferente, basado en principios diametralmente opuestos a los valores del capitalismo, confirman que, además de ser un hombre de acción, él había comprendido las limitaciones del ‘modelo estalinista’ y entendía los riesgos de construir el socialismo según el estilo soviético, aquel ‘socialismo realmente existente’ que ponía todo el énfasis en el desarrollo material descuidando la necesaria transformación de la cultura.

Entre los muchos méritos del Che, dos parecen entonces destacarse sobre los demás y explican su permanencia como figura emblemática a pesar del paso del tiempo. Uno es Guevara como referente moral que inspira a quienes se empeñan en superar el sombrío orden social que nos somete a la dinámica absurda del genocidio y la guerra como instrumento para tratar los conflictos, la destrucción sistemática de la naturaleza, el consumismo desaforado de unos pocos, el hambre de millones y el regreso a la ley de la selva como único referente ético. Otro, es el Che como teórico revolucionario, aportando ideas novedosas al debate sobre la construcción del socialismo, de gran pertinencia y actualidad para la Cuba de hoy, y, en general, para todas las fuerzas de izquierda.

Convertidas en verdaderos íconos de la rebeldía social, las imágenes del Che resultan llenas de mensajes y evocaciones. Una, la muy conocida fotografía de Alberto Korda que encabeza marchas y protestas como símbolo de la legitimidad de la rebelión contra el orden establecido, esa instantánea millones de veces repetida a lo largo del planeta es fuente de inspiración porque el Che representa al adalid de las luchas populares, al guerrero mítico, al justiciero, al mártir de una justa causa. La otra imagen, la última, aquella del Che muerto sobre una mesa improvisada en la escuelita de La Higuera, parece reafirmar su despedida enigmática con la consiga “¡hasta la victoria siempre!

En vano se intentó relegar al olvido su memoria. El Che sigue viviendo en quienes además del internacionalista que no conocía fronteras y cuya patria estaba allí, donde su aporte fuese necesario, ven en él al estudioso crítico, al teórico preocupado, al organizador incansable. Por contraste, la historia ha guardado un triste destino para los militares bolivianos y para el gobierno estadounidense que entonces decidieron su asesinato. Sólo produce repugnancia el recuerdo de los dictadores Barrientos y Ovando, de los agentes de la CIA y de quienes, desde Washington, ordenaron la ejecución. Unos y otros representan la ignominia y arrastran para siempre el baldón de la cobardía como los fríos asesinos de un prisionero herido y desarmado.

Por esas paradojas del destino aquel sargento –Mario Terán– que se prestó voluntario para asesinar al Che y a los demás guerrilleros capturados es ahora un anciano militar retirado y sumido en la pobreza, que sólo pudo operarse de cataratas como beneficiario de la Operación Milagro que, con auxilio de Cuba, llevó a Bolivia el gobierno de Evo Morales para atender gratuitamente a la población marginada. Un médico cubano le devolvió la vista. ¡Como si fuese la misma mano experta del médico Ernesto Guevara de la Serna quien le despertara a un nuevo amanecer, libre de las tinieblas de la ceguera! ¡Como si fuese el mismo combatiente cubano-argentino que, en su campaña militar en Bolivia, procuró atención médica a soldados y guerrilleros heridos sin hacer jamás la menor distinción!

Como escribe en reciente artículo Salim Lamrani: “en vísperas del cuadragésimo aniversario de su desaparición y a pesar de la execrable campaña mediática internacional destinada a empañar la imagen de uno de los más grandes revolucionarios de la historia del siglo XX, el ejemplo del Che permanece ‘grande, muy grande, enorme’ (como confiesa Mario Terán que vio al Che) y sigue brillando intensamente gracias al sacrificio de decenas de miles de médicos cubanos que, en el anonimato de su acción heroica por los cuatro puntos cardinales, persisten en la creencia de que otro mundo, menos cruel, es posible”.

Y con los médicos cubanos, muchos otros, miles, millones de seres humanos que en todo el planeta rendirán honores al combatiente Ramón y a sus compañeros de la aventura libertaria. Contra la muerte y el olvido, contra la injusticia y la pobreza el Che sigue ganando batallas. Nadie mejor que su compatriota, el cantor Atahualpa Yupanqui, para expresarlo en sencillo verso:

“Algunos hombres se mueren
para volver a nacer
y el que tenga alguna duda
que se lo pregunte al Che”.

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