Por: Malely Linares Sánchez – noviembre 15 de 2011
Claudia Guzmán camina presurosa por entre las calles del centro de la ciudad. Sabe que ese día se lo descontarán de su sueldo, pero el tema no le inquieta tanto como el de no participar en la marcha de los estudiantes del 10 de noviembre.
Claudia vive en un barrio del sur de la capital colombiana, junto a su madre y sus dos hermanas. El próximo año, la menor se graduará de bachiller en un colegio público y la mayor hace pocos meses obtuvo el título de licenciada en Lenguas de la Universidad Distrital, el mismo al que ella aspira.
Desde hace algún tiempo, sus angustias aumentaron al saber que se había radicado en el Congreso la reforma a la Ley 30 de 1992. Sabe muy bien que el proyecto contenía varios puntos cuyo único fin era la mercantilización y la privatización de la educación, así que se ha sumado a las diferentes acciones lideradas por los estudiantes de todo el país, en un comienzo de universidades públicas y luego también de universidades privadas, colegios y el SENA.
Esta joven de veinticinco años se ha hecho participe de estas movilizaciones, a las besatones, abrazatones, flashmobs y demas despliegues creativos con los que los estudiantes alimentan su movimiento, cuyo precedente más cercano se remonta a los años sesenta, cuando los estudiantes se enfrentaron al gobierno de Carlos Lleras Restrepo.
Es casi medio día y Claudia espera ansiosa a miles de estudiantes que llegan de otras regiones del país para tomarse las calles bogotanas y gritar al unísono, bajo las fuertes lluvias de esta temporada: “llueva o truene la marcha se mantiene”. Su universidad será la anfitriona que recibirá a los viajeros. Ella está feliz porque su madre decidió acompañarla y porque asegura que “la educación es lo único que le puedo dejar”, por eso se une a otros padres de familia que acompañan a los universitarios en su lucha.
Así, bajo la inclemente lluvia y el granizo, se congregan casi 200.000 mil estudiantes en la Toma a Bogotá convocada por la Mesa Amplia Nacional Estudiantil (MANE). La joven no deja de gritar, cantar y repetir los lemas de la protesta y alguno que otro chiste que corean los marchantes, que olvidan por unas horas el aguacero que castiga a Bogotá. Mientras tanto, mujeres y hombres desnudan sus torsos y hacen de él su mejor lienzo. Es todo un carnaval en pro de la educación, en el que docentes, sindicalistas, estudiantes y movimientos de izquierda se unen en un torrente humano que, ante la mirada de más de un desprevenido, causa la simpatía propia de una sonrisa que invita a unirse. Otros, un poco más apáticos, se preguntan las razones que los tienen marchando por las calles cuando, el día anterior, el presidente Santos había anunciado el retiro del proyecto de reforma a la Ley de Educación Superior.
Sin embargo, Claudia y todos los demás dicen que su movimiento no se queda en el retiro del proyecto del ley y que se mantendrán firmes hasta lograr una ley de educación que garantice sus derechos a las próximas generaciones, sin importar las estrategias del gobierno para fragmentar lo que han logrado.
La lluvia de agua y papeles picados no para. Tampoco disminuye el ánimo de los asistentes, quienes ponen más en alto sus pancartas y ven los eufóricos saludos de la gente que los observa desde los balcones y ventanas de los edificios ubicados a lo largo de la carrera Séptima.
Son las tres de la tarde y la joven se encuentra frente al edificio de Colpatria. Ve como algunos de sus compañeros, disfrazados de payasos, abrazan a los policías. David, con su equipo de reportero, les pregunta qué opinan de la marcha y algunos de los uniformados tapan sus rostros y dicen que les tienen prohibido hablar, pero otro dice que está de acuerdo, que su lucha es justa y que quiere educación gratuita y de calidad para sus hijos.
Para desconcierto de algunos medios masivos de comunicación, los estudiantes marcharon indignados, pero en calma. Pese a sus pronósticos, tuvieron que resaltar la magnitud del movimiento y su importancia en la historia del país. Se trata de una juventud crítica que no está sola y que no es indiferente a la realidad.
Son las cuatro de la tarde, Claudia le pregunta al amigo zanquero que va a su lado: “¿cómo se ve todo desde arriba?”. Casi a dos cuadras de la Plaza de Bolívar, el joven le responde que “está tetiado, pero vamos a entrar”. A una cuadra del lugar pudo ver la gigantesca estructura en forma de cono que será la base del árbol de navidad que se instalará en este lugar, pero que ese día se cubre de pancartas de todas las universidades y organizaciones presentes.
El piso tiembla entre los saltos de los marchantes. Claudia está frente a la tarima instalada para los discursos de los voceros del movimiento estudiantil y las delegaciones participantes en la marcha. Se siente emocionada, consternada, feliz con las tonadas musicales y la fiesta. Está cansada y tiene un poco de hambre: lo único que ha comido desde la mañana es un sándwich que vendían en una caja con un letrero que decía “sándwich antirreforma”.
Son las seis de la tarde. Claudia sabe que debe ir a preparar las clases del día siguiente del colegio privado donde trabaja, así que, con pasos lentos, tararea alguna canción junto a su mamá mientras camina rumbo a la carrera Décima, nuevamente camino al sur. En su mente, espera con alegría salir de nuevo el próximo 24 de noviembre, cuando a su voz se sumará la de los estudiantes de Chile, quienes llevan más de seis meses en paro, y de toda América Latina que, como ella, luchan por una educación gratuita y de calidad.
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