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Por: Maureén Maya – noviembre 22 de 2007

Creo que es ofensivo, ultrajante, desviado y perverso defender o pretender justificar la actuación de una Fuerzas Armadas violadoras de los derechos humanos, que, como bien ya se ha manifestado a través de diversas sentencias, nunca buscaron rescatar con vida a los rehenes del Palacio de Justicia; no atendieron los principios de proporcionalidad, limitación y distinción, claramente definidos en los derechos humanos; y, además, en una oscura, premeditada y mal calibrada operación intentaban no sólo acallar a los magistrados que los investigaban por violaciones a los derechos humanos, sino asesinar a los guerrilleros, violando todos los principios internacionales sobre derechos de los combatientes y de observancia frente a los no combatientes.

El presidente busca ahora congraciarse con las Fuerzas Armadas, escupir una vez más su irracional odio personal hacia todo lo que suene a subversión, sin siquiera reconocer los procesos y abismos de nuestra propia historia. No sólo pone de manifiesto, a través de su comunicado, su complaciente tolerancia con el militarismo salvaje, que tantas vidas inocentes ha cobrado en nuestro país, sino que envía una señal peligrosa a la sociedad, al afirmar y defender la tesis según la cual, en aras de obtener un triunfo militar –como el que erróneamente se adjudicaron los mandos en aquel entonces–, todo se puede sacrificar, incluso la vida de los más ilustres servidores de la justicia, con la perversa certeza que estos crímenes quedarán en la impunidad.

Los resultados de la toma, la destrucción de la edificación –según la CIA se cometieron 226 errores en el operativo militar–, la desaparición de civiles y guerrilleros torturados en los batallones militares y luego asesinados y sus restos desaparecidos, el silencio oficial cómplice, la manipulación del material probatorio, el desprecio y la re victimización de las víctimas, el incendio premeditado, la eliminación y el hurto de expedientes, la prescricpción presurosa y corrupta de varios procesos, la mentira convertida en memoria histórica y demás horrores, expresados con total nitidez durante estos días, marcaron de forma inescrutable el trágico destino de nuestro país. Aquí no hay nada para aplaudir, nada para emular: sí, en cambio, una lección de lo que nunca más puede volver a ocurrir.

Aunque en algo sí tiene razón el Presidente: la acción política militar –erróneamente llamada ataque terrorista–, llevada a cabo por el comando Iván Marino Ospina del M-19, no es comparable ética ni jurídicamente con la acción criminal y perversa librada por las Fuerzas Armadas, que no buscaban, a semejanza de la agrupación guerrillera producir un nuevo escenario de paz, reformas sociales de fondo y denunciar públicamente las traiciones a los acuerdos firmados, sino que, por el contrario, pretendían acabar con las máximas autoridades de la justicia colombiana, garantizar impunidad por los 1.800 procesos que cursaban ante el Consejo de Estado por sus violaciones a los derechos humanos, sostener un régimen militarista de chantaje, de coacción al Ejecutivo y de crímenes impunes, mientras se continuaba destrozando nuestros principios democráticos en asocio con las peores mafias del país. No es comparable una acción heroica, sí mal calibrada y de tremendas consecuencias, ejercida por un grupo alzado contra el Estado, que una deliberada acción homicida ejercida con premeditación por un Estado acostumbrado al crimen y a la impunidad.

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