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Por: Juan Diego García – septiembre 11 de 2007

La captura en Brasil del buscado narcotraficante colombiano conocido como ‘Chupeta’ será, sin duda, un enorme éxito para los funcionarios policiales que han participado en la operación, pero tiene, al mismo tiempo, una lectura menos optimista: a pesar de la muerte o prisión de los grandes jefes de estas mafias, el fenómeno se reproduce indefinidamente y habrá sido cosa de horas hasta que las familias mafiosas de Cali hayan reemplazado a este siniestro personaje por otro igual o peor.

Que las cosas ocurran de esta manera sólo se explica porque la llamada guerra contra el narcotráfico se está perdiendo, a pesar de los ingentes recursos de todo tipo que se han invertido. En parte, porque las estrategias son equivocadas; en parte, porque los objetivos reales son otros, y, en parte, porque el mismo orden social es el mejor caldo de cultivo para estas actividades, de suerte que, mientras no se emprendan cambios significativos, el tráfico ilegal de sustancias alucinógenas no va a cesar. De hecho, después de tantos años de combate al narcotráfico, el balance no puede ser más desalentador si nos atenemos a las cifras de producción y consumo que registran los organismos internacionales concernientes.

Lo primero que salta a la vista es la enorme debilidad e impotencia del Estado frente a la mafia de las drogas, no tanto por la falta de recursos sino por la infiltración profunda del narcotráfico en las instituciones de policía y justicia. Los casos de Colombia o México resultan paradigmáticos, pero no son los únicos afectados ni el fenómeno se presenta solamente en los países pobres del planeta.

El escándalo más reciente destapa los vínculos de la misma oficina de reclutamiento del ejército colombiano con un grupo mafioso, precisamente de Cali, al cual se le ofrecían especialistas en protección, después de minucioso estudio de hojas de vida, la entrevista de rigor y el ‘pase’ de las filas de las fuerzas armadas a la delincuencia organizada. También un juez aparece implicado en la puesta en libertad del mayor cabecilla del escándalo, desmintiendo la versión oficial, que se escuda en la conocida teoría de la ‘manzana podrida’. Esta ‘teoría’ resulta ya insostenible, dada la reiteración y la extensión de los escándalos, que llevan a pensar que, aunque esta versión oficial fuese cierta, estos ‘casos aislados’ resultan ya suficientes para paralizar y anular la acción de la justicia. Y, al paso que avanzan los acontecimientos, no está lejano el momento en que sea necesario decretar que la cesta está podrida y tan sólo algunas manzanas son salvables.

Pero no es sólo la impotencia de los instrumentos estatales. También se falla en el enfoque global, pues en lugar de emprender acciones decididas contra los principales protagonistas el combate se dirige a el eslabón más débil: el campesino pobre que produce la materia prima. Es aparentemente inexplicable que las operaciones del Plan Colombia –iniciado por Clinton y Pastrana Arango– y las sucesivas extensiones de este inmenso y millonario operativo no sólo tengan un carácter casi exclusivamente militar sino que se reducen a fumigar, provocar desplazamientos de población, amedrentar y perseguir comunidades enteras en aquellas áreas que se suponen las mayores productoras de hoja de coca y amapola. Contrasta tanta dedicación con los esfuerzos, muy inferiores, destinados a perseguir laboratorios, interceptar los medios de transporte de la droga, incautar envíos y, sobre todo, poner coto al inmenso tráfico de dineros ilegales que, ya como depósitos bancarios, ya como inversiones directas, constituyen un porcentaje decisivo de la economía nacional e igualan o superan las remesas enviadas por los emigrantes. Seguramente, los campesinos pobres de la frontera agrícola del país apenas cuentan con apoyos sociales y políticos. No parece ser el caso, sin embargo, de las mafias, tan bien incrustadas en todo el entramado social del país. Ésta sería una de las razones principales para decidirse a combatir ante todo al eslabón más débil de la cadena.

No menos escandalosa resulta la actitud de los países que apoyan estas ‘operaciones’. En particular, pero no solamente, de los Estados Unidos, quienes asumen como correcta la estrategia de “golpear en origen” –si no hay producción, no hay consumo–, mientras resultan remisos incurables a la hora de ejecutar sus propios controles. Si asumieran su responsabilidad, en los países ricos se controlaría la venta de los llamados “precursores químicos”, indispensables para elaborar las drogas y que sólo producen algunos países desarrollados. Así mismo, se afanarían sinceramente por terminar el tráfico de armas, equipos de transporte y sofisticados sistemas de comunicación destinados a las mafias del narcotráfico. Tampoco parece que exista una diligencia destacada en controlar los flujos del dinero producto del tráfico de drogas. Algunos analistas calculan que a países productores –como Colombia– tan sólo llega un porcentaje pequeño (¿5%?) del monto total de las transacciones, mientras en bancos, empresas y paraísos fiscales del Occidente rico se queda la parte de león del narcotráfico, haciendo bueno el refrán según el cual “el dinero no huele”.

No es posible conseguir vencer a las mafias de la droga si el orden social imperante resulta ser el mejor caldo de cultivo para su nacimiento y expansión. La pobreza de muchos en zonas marginales del campo y la ciudad constituye la mejor aliada del empresario mafioso a la hora de incitar a estos colectivos a participar en estas actividades ilegales. En la pobreza extrema recluta el narcotráfico sus peones y soldados. En la desesperanza de los llamados “sectores medios” se produce el cuerpo de administrativos y directores de la empresa delictiva. De esos sectores sale ‘Chupeta’, descrito por la policía como “culto, educado y todo un caballero”. Mientras tanto, en las clases altas se produce la discreta vinculación, la tolerancia calculada, la apertura de la puerta trasera para que estos nuevos ricos ingresen en la sociedad. Si el lema de los tiempos no es otro que el “enriquecerse a cualquier precio”, si la vieja ética del trabajo duro, la honradez, el gasto sistemático, la inversión productiva y la sobriedad –la versión criolla del calvinismo– se abandona en favor del “todo vale con tal de triunfar” no debe extrañar lo inútil que resulta combatir una actividad que propicia el rápido enriquecimiento, la casi total impunidad, el triunfo seguro, la ostentación, el derroche y una vida “a la americana” –símbolo del mayor prestigio–, es decir, qué tan bien coincide con el mensaje que recibe toda la sociedad y se expone como el ideal para estas y futuras generaciones.

La clase dominante colombiana tiene, evidentemente, la principal responsabilidad y de nada valen los intentos de eludirla atribuyéndola a todos, de la misma forma que ahora se quiere diluir en cada colombiano la culpa no sólo del narcotráfico sino del paramilitarismo.

En el caso colombiano la cuestión se complica aún más por el empeño de las autoridades de convertir la guerra contra las drogas en una guerra contra los insurgentes, considerados un cartel más –el “mayor del mundo” según Washington–. De hecho, los recursos militares (más del 90%) del Plan Colombia y sus continuaciones se dedican fundamentalmente a combatir guerrilleros, eludiendo el camino de la negociación política y la salida pacífica de un conflicto armado con claras raíces sociales y políticas. Como resultado, los operativos se concentran en las áreas de influencia de las guerrillas pero apenas tocan las zonas de control paramilitar, en las cuales florece frenéticamente el narcotráfico. Toda una paradoja, si se piensa que el vínculo de narcotráfico y paramilitarismo no sólo es evidente sino reconocido por ellos mismos: sus principales cabecillas tienen juicios pendientes en Estados Unidos por tráfico de estupefacientes y están solicitados en extradición, mientras no se conoce de captura alguna de droga perteneciente a la guerrilla, que reconoce “cobrar impuesto” a todas las actividades económicas en las regiones bajo su control –incluida la producción de materia prima para la elaboración de la droga–, pero niega rotundamente que plante, produzca o comercialice el producto.

El resultado ha sido pobre para la estrategia de Uribe Vélez: ni ha conseguido éxitos destacables en la lucha contra el tráfico de drogas, ni consigue debilitar al movimiento guerrillero

En realidad, y echando mano de la experiencia, parece más probable que las mafias de la droga terminen siendo asumidas en el orden social que exterminadas por la acción de las autoridades. Se disolverán ellas mismas en la medida en que su condición de grandes capitalistas les reserve un puesto en el sistema. De hecho, han tenido y tienen una enorme influencia política, manipulando a su antojo muchas leyes y promoviendo otras en su favor; han infiltrado las instituciones públicas en una medida tan grave que las paraliza; hacen presencia activa en la economía del país y en su vida social, y demuestran no sólo un enorme sentido de los negocios sino una capacidad enorme para reproducirse y mantenerse.

No será, sin embargo, la primera vez que la parte mafiosa del capitalismo termine por integrarse en el sistema. Primero, de forma discreta y por la puerta trasera; luego, tras algunas generaciones, por la pomposa entrada principal, con todos los honores. Aquellos que no entienden estas reglas de juego suelen cometer el error de querer entrar de inmediato, haciendo gala de su mal gusto y altanería, tratando de cobrar con torpeza todos los favores que le deben políticos, jueces, obispos, policías y empresarios. Estos son los incautos que deliran de grandeza y de convierten en estorbo para los mismos intereses generales de la mafia. Eso es el ‘Chupeta’, uno más que irá –si no escapa– a purgar sus delitos de por vida en una cárcel gringa, mientras los listos saben que haciendo las cosas bien pueden esperar que si no sus hijos, al menos si sus nietos lleguen inclusive a la Presidencia de la República, como confesaba cierto traficante irlandés que de haber vivido algunos años más hubiese alcanzado a ver cumplido su sueño.

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