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Noviembre 28 de 2007

La decisión adoptada por el presidente Uribe la noche del pasado miércoles, 21 de noviembre, de terminar la facilitación de la senadora Piedad Córdoba y la mediación del presidente Hugo Chávez en las negociaciones por el acuerdo humanitario con las FARC, ha desatado todo un conflicto diplomático entre los países vecinos, desesperanzado a las familias de los secuestrados, enfocando la mirada internacional sobre el caso, pero, por sobre todo, ha dado cuenta de cuáles eran las verdaderas intenciones del gobierno colombiano.

Los verdaderos motivos

Es preciso preguntarse por qué Uribe, quien hasta hace unos meses criticaba la postura del profesor Moncayo –‘El Caminante’ que recorrió todo el país demandando el acuerdo humanitario–, mostraba ahora una postura más abierta frente al tema, al punto de permitir que su homólogo venezolano actuara como mediador frente a las FARC.

El cambio en su postura ni es tan radical ni es tan fortuito: la presión ejercida por el gobierno norteamericano para lograr la liberación de sus tres nacionales –hechos prisioneros por las FARC en el Departamento de Caquetá durante una misión de reconocimiento y recolección de inteligencia de la trasnacional Dyncorp–, ad portas de las elecciones primarias en ese país, y la presión del presidente francés Sarkozy para lograr la liberación de la excandidata presidencial Ingrid Betancourt tuvieron mucho que ver en el aparente cambio de postura de Uribe.

Sin embargo, lo que se examina a partir de los hechos recientes es que esa nueva postura era apenas un comodín del Gobierno Nacional para aplacar las presiones internacionales, usado con el ánimo de simular una voluntad política hacia una salida negociada al conflicto.

Tampoco fue casual que el gobierno acudiera a la figura del presidente Chávez, duro crítico de las políticas uribistas. En un esfuerzo por reforzar su aparente voluntad política, Uribe accedió para que el fracaso en las negociaciones afectara al mandatario venezolano éste antes que a él.


La piedra en el zapato

Pero lo que parecía ser una ventaja, pronto se convirtió en un obstáculo. Dos motivos impulsaban al presidente Chávez a intervenir: por una parte, el proyecto integracionista bolivariano, que comprende la colaboración en los asuntos propios de las naciones hermanas; y, por otra, el fortalecimiento de su imagen a nivel internacional. Esto nos permite las razones por las que Chávez era uno de los más interesados en llevar a buen término su empresa, por lo que resulta claro que tenía voluntad política de hacer un buen papel como mediador.

Sumado a esto, a favor de Chávez está su imagen ante la otra parte en el conflicto. Sin caer en análisis acríticos ni propagandísticos, Chávez ha reconocido el estatus político de las guerrillas comunistas colombianas, elemento importante a la hora de garantizar el éxito en este tipo de negociaciones.

Todos estos elementos facilitaron la aceleración del proceso en dimensiones inesperadas, lo cual puso a temblar al mandatario colombiano y, ante la amenaza de un posible acuerdo humanitario, Uribe se dispuso a buscar un punto de quiebre para finalizarlo. Como primera medida, optó por fijar un ultimátum al periodo de negociación. Fue así como, el pasado lunes 19 de noviembre, anunció a Chávez que tendría sólo hasta el 31 de diciembre para mostrar resultados en la mediación. Ésta es una de las principales demostraciones de la verdadera intención del gobierno: propuso al mediador venezolano que hiciera en un mes lo que el gobierno colombiano no ha podido lograr en 40 años, estando por fuera del territorio nacional, sin zona de despeje y sin los canales de comunicación adecuados.

En segundo lugar, avecinándose avances que permitieran legitimar la continuidad de la labor del presidente venezolano, se acudió a la excusa de una supuesta “violación de la soberanía nacional”, presuntamente provocada con la conversación establecida entre Chávez y el comandante del Ejército, general Mario Montoya, donde se hacían preguntas sobre los militares prisioneros de las FARC.

Otro argumento sobre el cual se cimienta el gobierno es en la conversación sostenida por los dos mandatarios en la reunión de Santiago de Chile, dónde Uribe afirma haber advertido a Chávez que no se comunicara directamente con el Alto Mando institucional de Colombia. Frente a este punto, es necesario analizar que la conversación sostenida por Chávez no tiene las dimensiones que aparenta tener, pues sólo se preguntaba por un dato necesario para el desarrollo de sus labores, que no comprometía la opinión o el papel del general Montoya.

Debe recordarse quién es el general Montoya, antes de presumir que puede estar siendo influido por el mandatario venezolano o conducido a las filas del ‘fantasma’ continental del bolivarianismo. Mario Montoya ha sido uno de las principales fichas en la política de seguridad democrática y, en particular, se le reconoce por haber sido el artífice y coordinador de la operación Orión en la Comuna 13 de Medellín, cuyas múltiples extralimitaciones y violaciones de los derechos humanos aún están pendientes de investigación.


La tensión diplomática

La determinación de Uribe desencadenó la indignación del presidente venezolano, quien se sintió timado una vez descubiertos los verdaderos propósitos del mandatario: en una alocución efectuada el sábado 24 de noviembre, desde el Estado de Zulia en su país, señaló a Uribe de mentiroso, advirtiendo además la congelación de las relaciones entre los dos países.

La respuesta de Uribe no se hizo esperar: en la tarde del domingo 25, hizo público un comunicado en el que acusaba al presidente Chávez de tratar de imponer un proyecto expansionista contrario al propuesto por Simón Bolívar; de legitimar el terrorismo en Colombia, pretendiendo la imposición de un gobierno de transición con protagonismo de las FARC; de utilizar el problema colombiano con fines electorales, para garantizar su éxito en el referendo venezolano, a celebrarse próximamente; y de ser un “incendiario” del continente, por sus múltiples réplicas contra el Rey de España y los presidentes de México y Perú.

Igualmente, ante la amenaza por la obstaculización a las relaciones comerciales, Uribe indicó que existían otras formas de obtener recursos. Sin embargo, los gremios están seriamente preocupados, ya que con la caída del dólar las exportaciones al país vecino crecieron notablemente, por lo que la tensión diplomática les puede afectar seriamente.


Los quiebres del gobierno uribista

Si bien no es posible hablar de una crisis de gobernabilidad en Colombia, capítulos como el reciente dan cuenta de las debilidades del gobierno de Uribe. Como indicábamos en ocasiones anteriores, la inclinación por el acuerdo humanitario ha sido el fruto de una lucha popular de la cual el profesor Moncayo fue, en su momento, el principal representante, y su imposición a costa del interés del presidente informan no sólo de su maleabilidad por parte de agentes externos sino de un quiebre al proyecto de seguridad democrática que deposita en la fuerza toda la solución a la guerra que se vive en Colombia.

Ahora, contrario a lo que pretende Uribe, se habla del acuerdo humanitario no como una concesión inaudita a lo que él considera que es el ‘terrorismo’, sino como una fórmula válida para dar salida a una consecuencia particular del conflicto colombiano. Es así como se hace posible identificar distintos puntos de fuga, cuyo encubrimiento le resulta cada vez más complicado al gobierno. Tenemos, entonces, que con el acuerdo humanitario, el destape de la parapolítica, con la consecutiva aparición de pistas que cada vez apuntan más a comprometer al presidente Uribe, y la concientización internacional de la gravedad de la situación de derechos humanos en nuestro país, este gobierno muestra cada vez más su falibilidad.

Aunque por desconocimiento del problema de fondo, muchos no puedan criticar la decisión del mandatario colombiano, ya se escuchan fuertes críticas que ponen a tambalear el proyecto uribista. Su decisión no sólo indignó a los familiares de los secuestrados –y a los venezolanos–: provocó una nueva protesta de los miembros del comité de apoyo a Íngrid Betancourt, en Francia, y de activistas de izquierda en México, durante la XXI edición de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara.

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