Por: Juan Diego García – febrero 22 de 2008
La suspensión de las gestiones para el intercambio de prisioneros con las FARC no debería sorprender a nadie. En realidad, lo extraño hubiese sido que Uribe permitiera que el proceso culminase de forma feliz, al coste de un protagonismo enorme pero inevitable para la guerrilla, del aumento de la influencia de Hugo Chávez en la región y del desgaste de los argumentos sobre los cuales el presidente colombiano ha sustentado su estrategia de la ‘seguridad democrática’. Ni el intercambio de prisioneros ni, menos aún, una negociación del conflicto armado tienen cabida en la agenda de Uribe: lo eligieron precisamente por su promesa de no negociar y erradicar la guerrilla en pocos meses. En consecuencia, la liberación de los prisioneros en manos de los insurgentes sería, en todo caso, el resultado de exitosos operativos militares. La negación del conflicto –argumentando que no existen razones para alzarse en armas contra la democracia colombiana– y el rechazo sistemático al intercambio –sosteniendo que no se negocia con terroristas– han sido consignas permanentes de la actual administración. Tan sólo la presión de la opinión pública abogando por el intercambio humanitario ha conseguido variar, en ciertas coyunturas, la cerrada posición del gobierno, pero una y otra vez se ha encontrado la excusa apropiada –por ridícula que parezca– para sabotear cualquier iniciativa. La actual es tan sólo una entre muchas.
Menos suerte han tenido quienes sugieren la necesidad de reconocer la existencia del conflicto y sus raíces sociales, aviniéndose a la negociación que lleve a una solución pacífica. O se les acalla o, sencillamente, se les acusa de ser tontos útiles de la guerrilla. La atmósfera de intolerancia y agresividad, fomentada desde el mismo Palacio de Gobierno, lleva a no pocas destacadas figuras al exilio, si es que antes no las asesinan las huestes del paramilitarismo, tan activas hoy como siempre.
Cuando Uribe acepta el intercambio humanitario piensa en un canje en el cual la guerrilla entrega todo y no recibe nada a cambio –los guerrilleros liberados no volverían a filas–. Cuando el presidente colombiano admite la posibilidad de una salida negociada de la guerra está pensando en la rendición prácticamente incondicional de la guerrilla. No hay lugar para reformas ni, menos aún, para cambios en un modelo económico y social que mantiene intactas las líneas generales del Acuerdo de Washington.
Esta estrategia tendría algún sentido si se tratara de un movimiento guerrillero derrotado, pero, para su desgracia, eso no pasa de ser un deseo que poco se corresponde con la realidad del país. Y como la tozudez de los acontecimientos termina por minar el duro lenguaje y las declaraciones más solemnes de una victoria que nunca llega, se pasa de los triunfalismos iniciales a mensajes menos terminantes. Se aclara que en realidad no se busca la aniquilación de la guerrilla sino su debilitamiento para obligarle a una negociación a la baja y se termina por aceptar, inclusive, reunirse con la dirección de las FARC, buscar la salida pacífica del conflicto y hasta convocar una asamblea constituyente que introduzca los cambios que no sólo propone la guerrilla sino buena parte de la población –si hemos de dar por ciertas las declaraciones de Chávez en este sentido, no desmentidas por Uribe, que se sepa–. Estos cambios bruscos de rumbo en la política oficial se compensan entonces con un regreso abrupto al discurso más beligerante e intransigente.
Los más duros entre los duros clamaron siempre contra tales desvaríos de su primer mandatario. Desesperan en sus filas esos cambios de rumbo, esa improvisación que rompe el cuadro idílico de una administración responsable y seria, y, sobre todo, que permitan abrigar ilusiones en la opinión pública sobre un intercambio de prisioneros que, además de dar protagonismo a los insurgentes y mostrar la debilidad del Ejecutivo, abriría el peligroso camino a una negociación en serio que la clase dominante no desea. Por tal motivo, la vuelta al belicismo más radical se saluda con alborozo en los medios de comunicación, en los clubes distinguidos de la alta sociedad y en la embajada de marras. Tal parece que el presidente Uribe se empeñara en dar la razón al jefe guerrillero Manuel Marulanda, cuando sostiene que con este gobierno es imposible llegar a acuerdo alguno.
Cancelar las gestiones de Chávez afirmando que el presidente venezolano busca convertir a las FARC en un movimiento político y que existe la intención de expandir la revolución bolivariana por todo el continente apenas se sostiene con esos argumentos. Para cualquiera, el rol protagónico del presidente venezolano resultaba obvio desde el comienzo: sólo la complicada situación que atraviesa Uribe explica que haya tomado tal decisión, cometiendo un error tras otro. No faltará quién se pregunte: ¿por qué es malo para Colombia que las FARC dejen las armas y participen en política? Además, los aires frescos del proceso social colombiano no necesitan que Caracas los alimente: guardadas todas las proporciones del caso, en Colombia existen muchos –más de los que registran los medios de comunicación fieles al presidente– que desean emprender reformas profundas y cambios radicales, incluyendo una negociación que conduzca a la paz, precisamente el objetivo último de las gestiones del presidente venezolano. Insólito que se acuse a Chávez de ingerencia cuando miles de oficiales gringos y mercenarios extranjeros participan activamente en los combates, toman las decisiones principales en el rumbo de la guerra y se pasean por Colombia como Pedro por su casa. Todo un sarcasmo si se piensa en el rol de virreyes que tienen los embajadores gringos en Bogotá, interviniendo en los asuntos internos del país como si de una colonia se tratara, o en que una ocurrencia del hiperactivo Sarkozy sea convertida por el propio Uribe en “alto interés nacional”.
Son muchas las voces que exigen una rectificación urgente. Son muchos los que claman por el intercambio y la solución negociada del conflicto armado. No son pocos los que curados del nacionalismo ramplón temen por el deterioro en las relaciones con Venezuela y, vistos los acontecimientos recientes, se preguntan si no hay fuerzas oscuras que están preparando el ambiente para embarcar a Colombia en una aventura militar de las que tanto gustan a los calenturientos estrategas del Pentágono. Si hace falta una provocación, para eso están los muchachos de la CIA: para resolver el problema. Sólo eso faltaba a Colombia, que, además de su enorme cuota de sangre y sufrimientos, el país se viera convertido en punta de lanza del imperialismo estadounidense para agredir a un pueblo con el cual se comparte historia y destino. ¿Cuenta la embajada estadounidense con Uribe para reforzar la “Operación Tenaza”, denunciada ayer mismo por el gobierno de Venezuela como un plan desestabilizador de Washington contra su gobierno?
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