Por: Mauricio Rodríguez – marzo 4 de 2008
Ya nadie espera, el miedo se fractura y la esperanza crece. Aquellos que callaron por tantos años, presos del dolor de la muerte, el terror del retorno de los homicidas y los recuerdos detenidos en el tiempo, han tomado la decisión de no guardar silencio, han recuperado el ímpetu para torcerle la cola a la historia. Se cansaron de la impunidad y las vagas promesas de reparaciones futuras, ‘siempre y cuando olviden o perdonen a los asesinos’.
En el siglo X de nuestra era, los condenados por herejía eran quemados vivos para que no sobreviviera el alma. En América, a partir del siglo XV, los indios eran lacerados hasta morir o los negros morían de hambre y físico cansancio, después de repetir cien veces el rosario. En el siglo XX, en África, los franceses dejaban morir a los niños de algunas tribus, para que se incrementara la ayuda humanitaria, con la cual se construían canchas deportivas en Lion o en París.
Y, sin embargo, en Colombia, la historia pasa por encima como si no tuviera nada que decirnos. En el preludio del siglo XXI, y antes de cumplirse su primera década, son más de cuatro millones de desplazados y desplazadas, más de la mitad menores de 14 años y un tercio de ellos niños que no conocen su tercera navidad. Son más de dos mil desaparecidos, miles de muertos que no conocieron un velorio propio, ni en grupo. Aún en las fosas los huesos permanecen amarrados, buscando evitar que las almas escaparan del tormento de la muerte.
En Colombia, los asesinos cuentan pero no denuncian. Reciben beneficios si declaran el sitio de las fosas, el número de muertos, la cantidad de tierras robadas y el terror producido. Pero no dicen el nombre de los jefes, los autores intelectuales o los verdaderos ‘comandantes’ de sombrero y gabán. En Colombia, van a la cárcel los paramilitares como presos políticos, porque descuartizar, violar o jugar balón con las cabezas son prácticas políticas de una clase dirigente que se acostumbró a gobernar gracias a los cortes de franela. En Colombia, los medios justifican y perdonan, muestran la valentía de los cobardes y esconden la voz incesante de las víctimas.
En Colombia, los senadores que viven de la muerte van a la cárcel y podrán recibir nuevos beneficios si declaran que son parte activa de los asesinos, si reconocen que su actividad delictiva está fuera del Estado y no como es en la realidad: que mandaron asesinar, arrasar y robar tierras para llegar al poder, aprovechándose de su lugar en la escala burocrática. En Colombia, los paramilitares gobiernan la mayor parte del Congreso, mandan a los congresistas, a los mismos que hace veinte años les dieron trabajo en grupos de limpieza, como celadores de fincas coqueras o como escoltas personales.
Pero, también en Colombia, la mayoría de los colombianos se cansó del silencio y el establecimiento otorga, porque callar es la mejor manera de mostrar su infamia. Y en medio del silencio cómplice de medios, empresarios y gobierno, el 6 de marzo se iniciará un nuevo capítulo en la lucha del pueblo por la dignidad, por la justicia y la reparación efectiva. En Colombia marcharemos miles y miles, y otros miles, por muchas circunstancias, no saldrán a las calles, pero en su espíritu resucitarán las ganas, se opacará el miedo y encenderá la luz de la esperanza. En Colombia casi nadie quiere seguir esperando el triunfo de la guerra fratricida. Por eso, el seis de marzo saldremos a las calles para exigir acuerdos humanitarios y la paz negociada.
En Colombia quiere ganar la vida y es nuestro deber acompañarla en esa lucha.
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