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Por: Juan Diego García – marzo 4 de 2008

El próximo día 6 de marzo se realizará una marcha internacional para honrar a las víctimas del terrorismo de Estado y abogar por la salida negociada del conflicto armado en Colombia.

El gobierno condena el evento y acusa a sus organizadores de ser instrumentos de las guerrillas, a pesar de las múltiples adhesiones de personas y agrupaciones ajenas por completo a la insurgencia. Los grandes medios de comunicación, propiedad de monopolios nacionales e internacionales, han pasado de una cierta indiferencia inicial a subrayar que la marcha se limita a condenar a los paramilitares, excluyendo intencionadamente al Estado de toda responsabilidad. En línea con la versión oficial de siempre, el conflicto se presenta como el enfrentamiento entre el Estado y la sociedad, de una parte, y las guerrillas, los paramilitares y el narcotráfico, de otra.

La violencia aparece así como una especie de tumor, de cuerpo extraño a la sociedad y al Estado, ambos tan sólo víctimas de estos malos colombianos. El terrorismo gubernamental, cuando resulta imposible de ocultar, se presenta como un accidente infortunado, como una excepción, como algo ajeno a la institucionalidad por el que sus autores habrán de asumir la responsabilidad individual que les quepa.

Pero la peregrina teoría de la ‘manzana podrida y el cesto impoluto’ ya no se sostiene. Las cifras escalofriantes de asesinatos, secuestros, desapariciones, ejecuciones extrajudiciales, desplazamientos y demás formas de la violencia en el país, cuando no son responsabilidad directa de funcionarios del Estado –soldados, policías y otros agentes– se deben a la acción de grupos paramilitares que han sido, en unos casos, creados directamente por iniciativa gubernamental, en otros, tolerados y hasta justificados como un mal menor, de suerte que éste y los anteriores gobiernos no pueden eludir su responsabilidad por acción u omisión. Más que un hecho tangencial se trata de terrorismo de Estado, ejecutado de forma directa o por mano interpuesta –los ‘paras’–. Tampoco representa una elaboración puramente criolla, pues el Pentágono y otras agencias extranjeras –israelíes, en particular– han venido participando activamente en su diseño y ejecución. El terrorismo de Estado en Colombia es una estrategia contrainsurgente que cuenta con el respaldo de Washington y con la complicidad de la Unión Europea.

Obviamente, detrás del gobierno se mueven los intereses de la clase dominante del país. Cuando se marche contra el terrorismo estatal se marchará, igualmente, contra una política de amplio apoyo entre finqueros, comerciantes y gamonales, politiqueros de provincia, grandes multinacionales, destacados empresarios y no pocos sectores de las llamadas clases medias. Que en Colombia exista hoy un sector social nada desdeñable que apoya sin tapujos la violación masiva de derechos humanos como instrumento idóneo para combatir a las guerrillas no sólo no resta sino que acrecienta la responsabilidad política y jurídica de éste y anteriores gobiernos.

La cadena de responsabilidades por el terrorismo de Estado empieza, entonces, en los elegantes clubes del gran empresariado, se convierte luego en política oficial y alcanza su forma más espuria en el paramilitarismo y el narcotráfico –inseparablemente unidos desde el principio–. Ahora bien, considerado desde una perspectiva más amplia, el terrorismo de Estado constituye un elemento clave del engranaje estratégico de los Estados Unidos y sus aliados europeos, en aplicación de las políticas de ‘guerra al terrorismo’. Sin exculpar entonces a los ejecutores materiales –‘paras’, militares, policías, etc.– es indispensable, para ser justos, señalar a los verdaderos responsables del engendro y a sus mayores beneficiarios nacionales y extranjeros. Como suele ocurrir con cualquier crimen, los autores intelectuales son siempre mucho más culpables que quienes sólo actúan como instrumentos.

La marcha del jueves 6 de marzo será, pues, un acto de público reconocimiento a las víctimas del terrorismo de Estado, de solidaridad con sus familiares –esas víctimas silenciosas de las que apenas se habla y para las que no hay compensaciones, ni morales ni materiales–. Será, al mismo tiempo, un acto de repudio a una política criminal que deslegitima al Estado colombiano y pone en tela de juicio el sistema social mismo. No es posible reducir el fenómeno paramilitar y el mismo terrorismo de Estado a sus manifestaciones más grotescas y evidentes sin preguntarse primero quién fomenta el terror y quién se beneficia del mismo.

Aunque el objetivo sea rendir un homenaje a las víctimas, la marcha tendría que rendir también un homenaje sentido a quienes luchan por alcanzar el fin pacífico del conflicto, empezando por el intercambio humanitario: la Senadora liberal Piedad Córdoba, en primer lugar, pero con ella también las miles de personas anónimas que se exponen a diario a la furia del fascismo criollo cuando convocan a la sensatez, a la promoción de la paz y abogan por el desmantelamiento del terrorismo de Estado. Colombia necesita un sistema político diferente, sin exclusiones ni violencia, de tal manera que la ciudadanía pueda realmente expresar sus reivindicaciones sin temor a la amenaza o al asesinato impune. El país necesita que las elecciones conciten de verdad la participación de la ciudadanía para no sustentar la legitimidad de los gobiernos en votaciones raquíticas y sometidas al miedo, lastradas por una abstención abrumadora y manchadas por unos políticos que, en proporción tan vergonzosa, tienen que desfilar ante los tribunales porque los votos que les han elegido están invalidados por el terror paramilitar o los dineros criminales del narcotráfico –los llamados parapolíticos–. Sobre todo, si esos políticos son, en su inmensa mayoría, los apoyos electorales del presidente de la República. Tampoco aquí vale la eterna excusa de las “manzanas podridas”.

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