Por: Javier Orozco Peñaranda, Yuveli Muñoz Pardo, Yuri Neira Salamanca – junio 12 de 2012
Treinta mil soldados colombianos, que juraron defender la patria y los intereses de los ciudadanos, recorren sudorosos y cargados de armas, compradas en Estados Unidos, España o Israel, las selvas y territorios donde las empresas extranjeras extraen petróleo oro, carbón, plata o maderas. Algunos consiguen ser enviados como mercenarios a proteger los pozos de las mismas compañías en el Medio Oriente. Allá hacen lo mismo, pero reciben la paga en dólares: cuidan oleoductos para evitar atentados, vigilan a los nativos siempre inconformes, siempre dispuestos a sublevarse contra el saqueo.
En las ciudades colombianas un ejército privado, compuesto por medio millón de vigilantes de seguridad conocidos como ‘guachimanes’, custodian junto a cuatrocientos mil soldados y policías los bancos, en su mayoría de capital español, las universidades, los hospitales, las sedes oficiales, los almacenes de cadena, las mansiones y los prostíbulos. No hay calle de los centros turísticos y de negocios que no esté tomada por patrullas de exmilitares reconvertidos en vigilantes privados, contratados por oficiales dueños de empresas de seguridad, hombres y mujeres bien armados y entrenados, comunicados por radioteléfonos con la Policía y con sus centrales, provistos de armas de fuego, porras y fieros perros dóberman y rottweiler.
Sin embargo, en medio de tanta seguridad siguen cayendo impunemente asesinados los sindicalistas que exigen a las multinacionales el respeto a los trabajadores y a sus derechos, los indígenas, los negros, los homosexuales y, sobre todo, los campesinos que reclaman la restitución de las tierras que los empresarios de la palma aceitera, la ganadería, las bananeras y las empresas mineras les arrebataron tras despojarlos mediante el terror paramilitar.
El desplazamiento masivo y forzado de cinco millones de personas no es sólo un serio problema de derechos humanos que convirtió a Colombia en el país del mundo con más desplazados internos. Es, ante todo, una estrategia de guerra para limpiar de gente que estorba las zonas donde se proyectan las inversiones del capital internacional que, según el gobierno, traerán la ‘prosperidad para todos’.
Medio millón de colombianos huyeron de la persecución en forma de amenazas, asesinatos y terror y residen en otros países. Unos doce mil colombianos lograron pasar el año pasado los ríos San Miguel y Putumayo y llegaron angustiados, pidiendo asilo, a Ecuador. Decenas de miles más huyen hacia Venezuela o Panamá. Menos de la mitad lograrán el estatus de refugiados.
La mayoría de las personas desplazadas por el conflicto armado interno y por los proyectos de inversión están desamparadas en los países a donde lograron llegar. Son población vulnerable: las mujeres y las niñas parecieran destinadas a las redes de explotación sexual, los hombres y niños a la explotación laboral en los agro negocios, cuando no son captados por las redes de la delincuencia común o reclutados para la guerra por los grupos armados ilegales.
En el día del refugiado afirmamos que Colombia es hoy un país seguro para los inversionistas, pero no para la población empobrecida de campesinos, indígenas, negros, sindicalistas o integrantes de otras ‘minorías’, para las que la consigna del desarrollo y la prosperidad se convirtió en sinónimo de armamentismo, terror y destierro.
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