Abstención - Foto: Daniel Lobo

Abstención - Foto: Daniel Lobo

Por: Juan Diego García – diciembre 3 de 2012

La enorme abstención electoral registrada en recientes elecciones en Chile y Galicia (España), igual o superior al 60%, no parece ya un fenómeno anecdótico y, si bien no alcanza siempre cifras tan elevadas, constituye una tendencia que amerita un análisis serio, en contraste con la actitud de minimizar o simplemente ignorar el fenómeno tan común en analistas y medios de comunicación.

El elevado porcentaje de abstención registrado en ambos casos pone de manifiesto, en primer lugar, la enorme crisis de credibilidad en la llamada ‘clase política’ y, en no menor medida, la insatisfacción ciudadana y el desencanto creciente respecto al sistema de representación. No se trata tan sólo del desgaste de unos políticos profesionales a los que se otorga poca o ninguna credibilidad sino del deterioro de la misma legitimidad del sistema. Lo acontecido en Chile y en España resulta muy llamativo por sus dimensiones, pero en manera alguna puede considerarse un asunto excepcional.

En efecto, diversos estudios comprueban que los políticos son vistos como personajes en los que no se puede confiar. Se los asocia –no siempre con acierto– a la corrupción galopante que infecta las instituciones o sencillamente se los considera figuras inanes, simples marionetas utilizadas para dar sustento a la fachada de una democracia cada vez más apartada de los problemas reales de la población, una democracia representativa cada vez más deteriorada e inoperante.

Crece la sensación de que quienes mandan realmente y deciden no son aquellos a quienes la voluntad ciudadana delega para tal fin sino oscuros grupos minoritarios de grandes capitalistas que gobiernan desde la sombra –y, de manera creciente, también de forma abierta y sin tapujos–. Si el voto de un banquero vale en la práctica mil veces más que el voto de los ciudadanos del común no sorprende que éstos empiecen a manifestar su indignación, entre otras cosas, absteniéndose de acudir a las urnas, un acto que considero la mayor expresión del orden democrático.

Y la decadencia de los políticos es, al propio tiempo, la decadencia de los partidos. El total abandono de los proyectos reformistas por las mayores corrientes ideológicas en Europa –de mucha maneras proyectadas también al mundo periférico, en especial a América Latina– y su plena claudicación ante el pensamiento neoliberal explicarían la crisis profunda de estos partidos, especialmente de la socialdemocracia.

Desterrada por completo la idea del consenso social y de la gestión civilizada de las tendencias dañinas del capital –un ideario compartido en su día con las corrientes socialcristianas–, abandonada la intención de establecer controles al funcionamiento del capitalismo, no queda espacio apenas para la acción política en una democracia burguesa. No al menos de la manera institucional. Quedan, entonces, la protesta en calles y plazas, la acción directa, la búsqueda desesperada de soluciones a cualquier precio, y cómo no, la abstención. En tales condiciones sobran partidos, políticos y parlamentos, más aún cuando se entrega abiertamente del manejo de los asuntos públicos a banqueros sin escrúpulos y a técnicos al servicio del capital, a los que nadie ha elegido. ¿Qué sentido tiene, entonces, participar en los eventos electorales?

El actual modelo de capitalismo salvaje –con su expresión más patológica, el capitalismo de casino de la especulación a escala mundial–, sin el lastre de incómodas pretensiones reformistas coincide plenamente con el viejo ideario de los partidos liberales del Viejo Continente –por lo general minoritarios clubes de banqueros–. No hay mayores contradicciones entre la prédica a ultranza de la libertad individual y las expresiones más groseras de la intolerancia, el racismo y la xenofobia. De esta suerte, se hace compatible el neoliberalismo económico, el fundamentalismo conservador en lo social y el extremismo de derecha en lo político: todos caben sin mayores dificultades en la fórmula actual del capitalismo sin controles.

Por supuesto que una abstención tan clamorosa (60%) no es aún la norma. Sin embargo, es muy significativo que porcentajes inusuales de abstención aparecen con mayor frecuencia y que el fenómeno se produzca en el marco de una crisis económica general de evolución impredecible. Ya no es posible ocultar o minimizar el descontento y la indignación de la ciudadanía, menos aún si un número creciente de ciudadanos se niega a ratificar con su voto la legitimidad del orden social. El aumento de la abstención resulta significativo porque, inclusive, en países en donde este fenómeno siempre ha sido marginal empieza a producirse el distanciamiento del electorado, en particular de las nuevas generaciones y de los colectivos más golpeados por la crisis. Crece el porcentaje de quienes renuncian al voto, pero también de quienes optan por alternativas nuevas –incluyendo expresiones muy preocupantes de extrema derecha–, conformándose un bloque de descontento social, de contestación al sistema político del Viejo Continente, que pone en entredicho la democracia burguesa considerada más desarrollada y sólida.

En los Estados Unidos los altos índices de abstención constituyen la regla y una participación significativa, la excepción. En parte el fenómeno se explica por la misma conformación social de una país que tiene grandes colectivos de inmigración reciente, cuya escasa o relativa integración no incluye el derecho al voto. Más aún, el voto ni siquiera es un derecho constitucional para sus propios ciudadanos, quienes deben solicitarlo expresamente y no son pocas las situaciones en las cuales parece existir interés en impedir la participación de determinados colectivos, condenados así al ostracismo político –esto, sin detenernos a examinar otras causas, como el funcionamiento de los partidos, su dependencia grosera de los grandes centros del poder económico y la masiva manipulación de la opinión pública, algo que ya afecta en gran medida a los partidos políticos de las democracias europeas–. En contraste, tales anomalías no parecen afectar la opinión de tantos que consideran a los Estados Unidos como el mayor modelo de la democracia representativa.

El panorama en las regiones periféricas del sistema –el mundo pobre– es aún más desolador. La abstención es mayoritaria en muchos países, algunos de los cuales como ‘correctivo’ establecen la obligatoriedad de votar, so pena de diversas sanciones –sobre todo económicas, algo que se convierte en un severo castigo, habida cuenta de la pobreza generalizada de su población–.  La reciente abstención en las elecciones chilenas –donde en algunas mesas electorales no votó nadie– es aún más destacable porque, por primera vez, la votación no era obligatoria.

La participación electoral en estos países es casi siempre muy pobre, un mal endémico que sólo se rompe cuando ciertas coyunturas permiten una expresión auténtica del sentir de las mayorías. En Colombia, por ejemplo, prácticamente no se registra una votación que supere el 40% del censo electoral al menos en el último medio siglo. Sus instituciones, deterioradas en extremo por la corrupción, la ineficacia y unos vínculos ya imposibles de ocultar con las prácticas de la guerra sucia, tienen entonces una legitimidad bastante menguada. Para muchos políticos, sin embargo, la abstención es bienvenida: de esta forma se asegura su elección con inversiones menores en un país en el cual se practica masivamente la compra del voto. En el actual proceso de paz entre el gobierno y la insurgencia, la reforma del sistema político debe buscar que ese 60% de colombianos y colombianas que no creen en las urnas cambien de opinión y acudan entonces masivamente a dar  a las instituciones la legitimidad de la que hoy carecen.

En medio de este panorama, el contraste con otros países del área es bastante llamativo. Acaban de realizarse elecciones presidenciales en Venezuela y Hugo Chávez ha sido reelegido con más del 60% de los votos y una participación superior al 80% del electorado. Prácticamente todo mundo, incluyendo al candidato derrotado, reconoce la limpieza y transparencia de estos comicios. Mover a la ciudadanía a las urnas parece, entonces, que tiene una relación directa con el cumplimiento de las promesas electorales y con la promoción de una democracia efectiva.

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