Por: Omar Alejandro Gutiérrez – julio 11 de 2013
Doña Ana Joaquina Pascagaza* es una mujer campesina locuaz, llena de historias y de amor, madre de siete que parió a diez y oriunda de la zona rural del municipio de La Uvita en el departamento de Boyacá, lugar donde parece que el tiempo se hubiera detenido porque todo es casi igual desde hace décadas, tal vez siglos. Cuenta como fue su primer encuentro con la pasión. Cercana a sus catorce años, comenzando el año 1959, entró en amores con un hombre doce años mayor que ella. Era él Leonidas Guatibonza, hombre de la tierra, trabajador como ninguno, con el lomo duro como el de un buey, de corazón grande, al igual que sus esperanzas.
Los novios decidieron formalizar los coqueteos y decidieron amancebarse o casarse, dependiendo de si el cura daba la bendición o no. Le contaron a los padres de doña Ana, cuál era su deseo. Aterrorizados, los progenitores les dijeron que lo mejor que podían hacer era irse de la zona y dejar su tierra, que no había escapatoria para el pago del derecho de pernada.
Intrigados, los novios se preguntaron qué era ese impuesto tan extraño. Ese macabro tributo constaba, o consta –nadie asegura que hoy no se practique–, de un ‘derecho natural’ que tenia el señor feudal o el terrateniente de acceder carnalmente a la mujer que se casaría con uno de sus siervos. En pocas palabras, don Lucas, dueño de buena parte de las tierras del municipio de La Uvita a mediados del siglo pasado, por ser el patrón de Leonidas y de los padres de Ana tenía derecho a sacrificar su virginidad, mejor dicho, a violarla.
Inmediatamente, Leonidas ideó un plan de escapatoria para hacer vida en el municipio de Soatá, la capital de la provincia del norte de Boyacá. Durante semanas calculó el momento y la ruta a tomar, meditando una y otra vez la coartada, y escogiendo muy bien quiénes serían sus cómplices.
Lamentablemente, llegado el día de la fuga, los matones de don Lucas atraparon a los novios y los llevaron ante su patrón. Como decenas de veces lo había hecho antes, con largas y duras palabras Lucas recordó a la pareja su obligación de servicio hacia el patrón y la imposibilidad de elegir otro destino, justo antes de que Leonidas fuera golpeado con brutalidad por sus hombres, que casi le arrebataron hasta el último suspiro de vida.
Tiempo después, el día del casorio no significó para los novios el jolgorio que habían imaginado sino que trajo para ellos un agasajo para la desdicha. Leonidas, aún recuperándose de sus heridas e impotente, contaba los minutos antes de que el cura del pueblo viniera a media tarde a juntar a la triste pareja, no como un par de recién casados sino como quien enlaza una yunta de bueyes. Mientras tanto, Ana no acababa de entender qué poder en el mundo le brindaba al patrón la providencia de poder decidir sobre las vidas de sus peones. Al final, dedujo que su condición de mujer pobre y campesina era la que le provocaba ese padecer.
Después de la ceremonia, se armó la fiesta que, por una cruel ironía, fue pagada por don Lucas. Los novios le jalaron al bailoteo, la bebida y el bitute como si fuera el Día del Juicio Final y, durante horas, los músicos no pararon de rasgar las cuerdas y soplar los cobres.
Llegada la noche, todos sabían cómo iba a ser la consumación de la boda. Leonidas prefierió perder el conocimiento a punta de chicha y por uno que otro garrotazo propinado por los golpeadores oficiales del propietario, quienes lo custodiaban fuertemente para evitar que en cualquier sollozo de locura pretendiera dañar la culminación del vil acto. A Ana, por su parte, no le quedaba más remedio que tomar aire y recordar los comentarios sobre las decenas de mujeres a las que don Lucas había ultrajado con el pasar de los años.
Intempestivamente, el patrón tomó la decisión de no ser él quien practicara el feudal rito sino su hijo varón mayor, Luis, un muchacho un poco mayor que la novia y amigo de juegos infantiles de ésta, a quien la idea de cobrar el amargo tributo no hacía gracia. Retraído y timorato, el hijo del patrón no había pasado desde los cuatro años más de dos semanas seguidas en las fincas de su padre y más que el dueño de las tierras parecía un turista en esa zona de Boyacá.
Al saber de la decisión de don Lucas, tanto Ana como Luis, inmersos en la más profunda tristeza, pasaron caminando ante los pocos invitados que quedaban por allí y parecían estar asistiendo a un funeral. Uno al lado del otro, daban sus pasos con el mentón bajo y los ojos casi cerrados, viéndose en ellos nada más que una delgada capa de lágrimas.
En realidad, nadie sabe que pasó exactamente en el lugar donde se ‘ejecutó’ la pernada. De lo que sí estamos seguros es de la realización de un pacto silencioso y de confianza, donde unos amigos de vieja data renovaron votos de confidencia, rebelándose contra el status quo. Ana y Luis pasaron toda la noche juntos, pero realmente no intimaron mucho más allá de contarse, durante horas, años de sus vidas. Fue un encuentro entre los más íntimos camaradas y aliados naturales en la más noble de las causas: ser libres.
Cuando cantó el gallo y los alcohólicos alientos empezaron a despejarse, Leonidas vio entrar a Ana a la casa designada por don Lucas para que vivieran. Le preguntó, con voz de dolor e indignación, cómo había resultado el vil acto. Ella, con una sonrisa y palabras de cariño, le dijo que podía estar tranquilo, que ‘el Leonidas’ era el hombre para ella, que toda la noche pensó en él y que la cosa no paso a mayores “porque a ese gallo no le gustan las pollitas”.
Años después, Ana se ha enterado de que Luis es un gran artista, de que sus pinturas hacen sonrojar a las damas en las galerías de arte y de que sus declaraciones generan la ira del fundamentalismo católico.
__________
Agradecemos especialmente a MAuricio Aguilera por su colaboración para ilustrar esta crónica.
Si encuentras un error, selecciónalo y presiona Shift + Enter o Haz clic aquí. para informarnos.
Ojalá hoy se multipliquen esos benditos Luises, como el de esta historia -pues, aunque no sean muchos, por fortuna todavía hoy los hay- que, revelados contra tantos y diversos “nuevos derechos de pernada” injustos y oprobiosos, deciden liberar de semejante yugo no solo a much@s otr@s Anas, sino, además, liberarse a ellos mismos y marcar la diferencia, haciendo mejor el mundo. Benditos Doña Ana Joaquina, que aceptó contar su historia, Omar Alejandro, que la hizo crónica para publicar, y Mauricio, que colaboró ilustrándola, para que muchos lectores la conociéramos y disfrutáramos.