Por: Shirley Muñoz – julio 11 de 2013
En 2003, por referencia de un amigo, Mónica Montoya ingresó a trabajar como soldadora en la Comercializadora Delfín, empresa dedicada a la fabricación de artículos plásticos y herrajes metálicos. Fue toda una bendición, pues en ese momento ella se encontraba desempleada y con dos hijas para mantener.
Soldar, troquelar, pulir, ensamblar, hacer el aseo y manejar el taladro fueron algunas de las tareas que Mónica asumió en el taller, agotadoras sin duda, pero que ella afrontó sin desgano alguno. De las tres personas que trabajaban en el taller, era la única mujer y, sin embargo, nunca tuvo problema para realizar las mismas labores y mantener el mismo ritmo de producción de los hombres.
Su relación con sus jefes también era armónica y amistosa. Para cualquier situación, fuese laboral o personal, sabía que contaba con el apoyo de Carlos, el propietario de la empresa, y de Jorge, su yerno. Éstos —dice ella— fueron sus confidentes y consejeros cuando les confiaba sus problemas, y con su ayuda pudo salir de momentos económicamente difíciles.
“La relación con ellos era muy buena y el trabajo muy ameno. En una ocasión, Jorge me llegó a decir que me querían como si yo fuese de la familia, y así me sentía”, recuerda.
Con el paso de los años la empresa creció, incrementó la planta de personal y los lazos de amistad de Mónica con sus jefes se hicieron más fuertes. Pero, en 2007, las cosas comenzaron a cambiar. Ocurrió que, debido a las labores repetitivas que realiza en el puesto de soldadura, su salud se deterioró, comenzó a sentir dolores en los brazos y perdió fuerza en las manos. La médica que la examinó dictaminó epicondilitis lateral, que es la inflamación de los tendones del brazo, dolencia que la llevó a iniciar un tratamiento y a tener períodos de incapacidad. Sus jefes, preocupados por su situación, le ofrecieron total apoyo y estuvieron atentos a sus citas médicas y a su recuperación.
En 2008, su situación se complicó cuando una de las máquinas accidentalmente le troqueló el dedo índice de su mano derecha, lo que le generó más periodos de incapacidad, aumentó el dolor en los brazos y la obligó a intensificar las sesiones de terapia. Aunque su jefe Jorge nunca le negaba los permisos, ella se percató de que en su actitud algo había cambiado.
Se inicia el acoso laboral
A partir de ese momento, la actitud hacia ella por parte de los jefes de la empresa fue de alejamiento y frialdad, situación que empeoró a partir de 2011, cuando la salud de Mónica desmejoró: los dolores le aumentaron y entró en una fuerte crisis que la obligó a una incapacidad de más de un mes.
Sólo hasta entonces la aseguradora de riesgos profesionales comenzó a investigar la historia clínica e hizo filmaciones para verificar si la enfermedad había sido adquirida en el puesto de trabajo. Y, en efecto, se comprobó que se debía a la ausencia de pausas activas y al trabajo repetitivo que Mónica realizaba. En noviembre de 2011 la aseguradora calificó su dolencia como una enfermedad profesional.
Al recibir la notificación de la calificación, dice Mónica, el disgusto de su jefe Jorge fue mayor y pronto se trasformó en acoso laboral. El hombre la llamaba a su oficina hasta tres veces al día para recriminarla por su rendimiento laboral, dio la orden de llevarle todo el material a su puesto de trabajo para impedir que ella se levantara y se le prohibió contestar el teléfono de la empresa —algo que usualmente hacía—, lo mismo que recibir o hacer llamadas desde su teléfono personal. Llegaron al extremo de contabilizarle el tiempo que empleaba cada vez que se paraba para ir al baño.
En suma, el respaldo que otrora le brindaban repentinamente pasó a ser indiferencia y hostilidad. Eso tornó insoportable el ambiente laboral, más cuando veía que las prohibiciones y los llamados de atención eran sólo para ella. La presión terminó siendo más fuerte que su capacidad de resistencia y el estrés y la depresión no tardaron en aparecer. Comenzó a padecer de insomnio, dolores de cabeza, temblores y taquicardia, síntomas que se agravaban cuando escuchaba la voz de Jorge.
En abril de 2012 Mónica inició tratamiento psiquiátrico. Quería aprender a lidiar con la impotencia y el desengaño. De la mano del psiquiatra comprendió cuál era su verdadero lugar en la empresa: supo que ella sólo era importante en la medida en que era instrumento de producción. Así logró tener una mejor percepción del ambiente y se armó de valor para hacerle frente a su situación. En julio de ese año entabló una queja oficial en contra de su jefe por acoso laboral.
Mientras su queja hacía su lento trámite en la Oficina de Trabajo donde la interpuso el acoso en la empresa continuó. Jorge la llamó para leerle una carta de llamado de atención, porque, según él, ella se había ausentado de la empresa sin permiso. Se refería al día en que había salido a hacer unas diligencias con el permiso de él. No entendía por qué ahora se lo negaba. Así que se negó a firmar la carta. Olió ahí algo malintencionado, nada conveniente para ella.
Durante los días posteriores, recibió nuevos llamados a la oficina de Jorge y cada vez lo encontraba rodeado de otros trabajadores, a quienes ponía como testigos de que ella se negaba a firmar las cartas. Hasta que no soportó la presión y delante de todos le dijo:
—Mire Jorge, yo no le voy a firmar nada. Y este asunto lo vamos a arreglar en la Oficina de Trabajo, porque ya le entablé a usted una queja por acoso laboral.
De momento, Jorge no reaccionó. Le pidió a los trabajadores que abandonaran la oficina y, una vez se quedó solo con ella y su socio Carlos, le endilgó:
—Dígame, ¿qué es lo que usted pretende? Usted lo único que quiere es plata, ¿verdad? Pero si me toca darme por quebrado, me doy por quebrado, cierro esta empresa y no le doy un peso.
Al escuchar esas palabras el temblor se apoderó de su cuerpo, pero aun así sacó fuerzas para contestarle:
—Mire, Jorge, yo lo único que le he pedido muchas veces es que me dé la oportunidad de trabajar en paz. Yo plata no necesito, porque la salud física y mental no me la puede usted pagar con toda la plata del mundo.
Días después, todas las personas de la fábrica fueron llamadas a una reunión en la que Jorge les advirtió que la empresa iba a cerrar porque Mónica le había entablado una demanda. Aunque ella intentaba decir que en realidad era una queja que sólo tenía consecuencias para él, su jefe la ignoraba y seguía con su perorata de que la empresa estaba en riesgo de cerrar y que, además, todos deberían estar preparados porque serían llamados a atestiguar.
La ley del silencio
Cierto día, mientras Mónica conversaba con uno de sus compañeros de trabajo, éste de repente interrumpió la charla cuando vio que el jefe Jorge había llegado.
—¿Sabe qué, parcera? Mejor no hablemos que ya llegó Jorge y me regaña —dijo su compañero y se alejó de su lado.
Así, de un momento a otro, todos sus compañeros le dejaron de hablar. Hasta Mery, la persona encargada de los oficios varios, con quien mejor relación tenía. Tampoco pudo contar con su ayuda en labores de cargue y descargue de objetos pesados. De tal suerte que comenzó a sentirse excluida y, lo que es peor, a comportarse como excluida. En el comedor, en horas del almuerzo, era la única que guardaba silencio mientras los demás compañeros charlaban, hasta que decidió no volver al comedor y almorzar en su puesto. Aparte de eso, era la única a la que no invitaban a las reuniones de trabajo.
La exclusión llegó al punto que, en diciembre pasado, Mónica fue la única a la que no invitaron a la reunión de despedida del año y la única a la que se le negó el aguinaldo navideño. Además, la empresa les incrementó a todos el salario para este año, menos a ella.
Todo ese desdén y hostilidad hoy la embargan de un gran dolor, físico, moral y legal: piensa que con ella están cometiendo una gran injusticia y siente como un suplicio todo lo que tiene que hacer en el día, incluido soportar el ambiente opresivo del taller. Hace con alguna dificultad actividades cotidianas como bañarse, vestirse o peinarse, y las tareas en el taller ni se diga. Allí sus dolencias se agravan, pues, aunque intente descansar cada dos horas, sus movimientos siguen siendo repetitivos.
Aunque el aspecto psicológico ha mejorado con el tratamiento psiquiátrico, su parte física no. Según su médico, no existe ningún medicamento que pueda aliviar sus dolencias. Lo único que le garantizaría alguna mejora es dejar de tener actividad laboral, lo cual por ahora es imposible para ella.
Pero, a pesar de todos sus pesares, Mónica se esfuerza por mantener el ritmo y no bajar la producción. Lo hace para no tener confrontaciones con su jefe, pero también para cuidar su puesto. Sabe que, a sus 45 años y con una enfermedad crónica, las posibilidades de encontrar un buen empleo son bajas. Por eso, ha sacado fuerzas para soportar desde el acoso de su empleador hasta la indiferencia de sus compañeros.
Actualmente, con el apoyo del Centro de Atención Laboral, está reuniendo papelería y esperando la calificación para saber si puede aspirar a la pensión por invalidez, en caso de que su calificación sea igual o superior al 50% de pérdida de su capacidad laboral. Es lo que más desea en este momento: dejar de lidiar con la tensión laboral y alejarse de ese ambiente que tanto daño le ha hecho.
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* Publicado originalmente por la Agencia de Información Laboral de la ENS.
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