Por: Juan Diego García – julio 3 de 2013
El levantamiento campesino en la región del Catatumbo, ubicada en la frontera entre Colombia y Venezuela, ya deja cuatro muertos, decenas de heridos y múltiples detenciones. Miles de labriegos resisten desde hace casi un mes la acometida de fuerzas combinadas de la policía antidisturbios y el ejército regular. Campesinos pobres, muy pobres, ‘armados’ con palos, machetes y piedras intentan defenderse de la acción combinada de estas ‘fuerzas del orden’ que buscan sofocar una protesta silenciada por los medios de comunicación, pero, por fortuna, divulgada al mundo entero en las redes sociales.
Las peticiones de los campesinos no podrían ser más justas: que el gobierno cumpla con las promesas hechas a una población carente de los más elementales servicios públicos, que se proceda sin violencia en la erradicación de los cultivos ilícitos y que se haga realidad la sustitución de los mismos, que se han convertido en la única forma de supervivencia de gentes empobrecidas en extremo, desplazadas a las zonas selváticas y, ahora, nuevamente amenazadas cuando en sus tierras se proyectan grandes inversiones. Entonces, y de nuevo, los campesinos sobran.
La región del Catatumbo fue primero ‘limpiada’ por paramilitares mediante masacres, desapariciones, desplazamientos y robo masivo de tierras. Luego llegaron los militares y aseguraron la zona mediante el Plan Consolidación, tras lo cual aparecen los grandes empresarios nacionales –y sobre todo extranjeros– a comprar tierra a precios de saldo e invertir en grandes proyectos mineros, agroindustriales o sencillamente a acaparar tierras para especular. Pero, a pesar de los golpes recibidos la comunidad campesina ha logrado mantener la resistencia, tal como se demuestra de manera fehaciente con la actual movilización que ha obligado al gobierno a aceptar una negociación.
El asunto tiene mucha significación porque los campesinos no solicitan nada que no haya sido anteriormente pactado con la administración, es decir, piden que se cumpla con lo que en su día el gobierno prometió a la comunidad. Además, paradójicamente, todo lo solicitado está contendido en los acuerdos sobre el primer punto en los diálogos de La Habana entre el gobierno y la insurgencia, arrojando entonces serias dudas sobre la voluntad del presidente Santos o, peor aún, sobre su capacidad real para atenerse a la palabra dada.
En Colombia es normal que a un movimiento de protesta ciudadana se responda primero con medidas de violencia extrema. Se empieza por deslegitimarlo para convertirlo en un acto criminal, justificando así la violencia de militares, policías y paramilitares, acciones que van en contravía de cualquier Estado de derecho que lo tomaría como una expresión normal del conflicto social. Tras la represión vendrá la oferta de diálogo, las promesas que jamás se cumplirán, la desactivación programada del movimiento y nuevas medidas de represión, esta vez de forma selectiva para eliminar la dirección del mismo. Y así, hasta que las condiciones objetivas que han producido el conflicto vuelvan a generar la explosión ciudadana.
Seguramente, tales tácticas son bastante comunes pero su uso reiterado en Colombia pone en entredicho la supuesta naturaleza democrática del país y ayuda a comprender mejor las raíces del conflicto armado. En este país andino tales tácticas son toda una tradición desde la época colonial. En efecto, al mayor levantamiento popular contra la Corona española, la Insurrección Comunera de 1781, las autoridades, incapaces de detener mediante la represión militar la marcha de los insurgentes sobre Bogotá, envían al Puente del Común, a la misma entrada de la ciudad, a monseñor Caballero y Góngora para conseguir mediante promesas que los insurrectos desistieran de su intención de tomar la capital. El arzobispo alcanzó su propósito y los rebelados se retiraron, confiando en unas promesas que, por supuesto, nunca se cumplieron. Dispersadas las fuerzas populares, los principales dirigentes de la revuelta fueron ajusticiados, descuartizados y sus restos repartidos por aquellos lugares de los cuales había partido el levantamiento para ‘escarmiento de ésta y futuras generaciones’.
La estrategia funcionó, pero fue la semilla del levantamiento posterior que dará fin al impero colonial español en este país. No se pierde la legitimidad en vano, algo que debería considerar el presidente Santos, quien en un acto de absoluta irresponsabilidad ha acusado públicamente a los campesinos, sin prueba alguna, de estar dirigidos por la guerrilla de las FARC, insurgencia que hace presencia activa desde hace décadas en esa región. Sin embargo, Santos ha desconocido la naturaleza legal de las organizaciones campesinas y, sobre todo, ha dado carta blanca a los gatillos fáciles de militares y policías para que hagan uso de sus armas, con el resultado conocido de la muerte de cuatro labriegos y de graves heridas a varias decenas más. Un reportero captó a los militares emboscados, disparando sus fusiles contra gentes desarmadas, envalentonados seguramente por las declaraciones de su jefe máximo, el señor presidente de la República, don Juan Manuel Santos.
Si el gobierno no quiere solucionar de otra forma problemas tan sencillos como éste del Catatumbo, donde las peticiones no pueden ser más modestas, arroja con ello serias dudas sobre su voluntad real de llevar a la práctica lo acordado con la insurgencia en La Habana. Si es que no puede, la cosa es aún peor: en Cuba las FARC estarían dialogando en vano al tratar con quien no representa el poder efectivo. En cada caso, no sólo ellos sino la sociedad toda y, en particular, los movimientos sociales tienen toda la legitimidad del mundo para exigir al gobierno una posición clara y el fin de las ambivalencias de hablar de paz y al mismo tiempo disparar sobre gentes indefensas.
Los Comuneros no entraron entonces a Santa Fé de Bogotá, pero un par de años después el mismo pueblo se encargó de poner las cosas en su sitio. Ojalá Humberto De la Calle, negociador del gobierno en La Habana, no quiera hacer de moderno Caballero y Góngora, quien de negociador y traidor pasó luego a ser virrey, pues nada indica que los insurgentes se vayan a contentar con meras promesas. Tampoco los movimientos sociales están dispuestos a ver, como aquellos Comuneros, las cabezas de sus dirigentes puestas como escarmiento en las plazas públicas.
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