Por: Juan Diego García
El acuerdo sobre la reforma política firmado entre el gobierno colombiano y las FARC-EP es, seguramente, más importante que el anterior sobre el desarrollo rural, despeja muchas dudas sobre el futuro de estas conversaciones y permite mirar con optimismo la solución de los puntos pendientes.
El acuerdo llega en un momento especialmente delicado porque se había incrementado la ofensiva de las fuerzas sociales y políticas opuestas a la salida negociada del conflicto armado. Coincide, además, con el inicio efectivo del proceso electoral y se produce cuando el presidente Santos atravesaba momentos de especial vulnerabilidad.
El acuerdo es tan sólo, y por ahora, una declaración de intenciones sobre la reforma política, ya que su puesta en marcha depende del acuerdo final sobre el total de la agenda y de su ratificación popular en las urnas. Sin embargo, esta circunstancia no le resta importancia en manera alguna. Así al menos lo sugieren las reacciones en favor y en contra, de amigos y adversarios del proceso de paz.
¿A quién disgusta este acuerdo?
El acuerdo molesta mucho al sector más primitivo de la clase dominante, encarnado en ganaderos y terratenientes tradicionales, no pocos de ellos directamente vinculados al narcotráfico –se lava dinero negro comprando grandes propiedades– y relacionados de mil formas con las bandas paramilitares que asolan el país desde hace décadas. El acuerdo también inquieta sobremanera a un sector de la administración pública que se beneficia de la guerra, desde ciertos grupos de las Fuerzas Armadas hasta funcionarios comprometidos hasta el cuello con la guerra sucia.
Por motivos similares, lo acordado en la Habana pone muy nerviosos a los gamonales y caciques que controlan de mil maneras –casi todas ilegales– las elecciones y tienen secuestrados los presupuestos locales. Lo mismo, seguramente, afecta a muchos políticos de orden nacional que sustentan su poder e influencia en sus vínculos mafiosos y en su protagonismo directo en la corrupción galopante que corroe las instituciones.
En la lista siniestra de los enemigos de la paz se destacan, por supuesto, grandes empresarios nacionales y extranjeros, beneficiarios mayores de un sistema político excluyente y primitivo que da carta de legalidad a prácticas económicas de apropiación y despojo mediante la violencia como forma principal de acumulación de riqueza, más allá de las formas normales de explotación capitalista.
En los cuarteles seguramente se mira con gran recelo este acuerdo sobre la reforma política, que abre tantas perspectivas para un acuerdo global y definitivo, pues no son pocos los militares comprometidos en la violación de derechos humanos. A estas alturas, ya es evidente que la guerra sucia es y ha sido una política estatal y no el comportamientos díscolo de algunos oficiales y tropas. Sin embargo, todos saben que a la hora de buscar culpables el mayor peso de la Ley caerá sobre los ejecutores y no sobre los verdaderos culpables: las clases dominantes, principales inspiradoras, gestoras y beneficiarias de la violencia.
En contraste, el acuerdo anunciado en La Habana ha sido saludado con entusiasmo por la inmensa mayoría de los habitantes de este país andino.
¿A quiénes beneficia lo acordado?
En primer lugar, sin duda, al presidente Santos y al sector de la clase dominante que le apoya y apuesta por la salida pacífica del conflicto. El acuerdo indicaría que Santos por fin apuesta de lleno por la paz, superando una política oficial plagada de ambigüedades, empezando por la misma conformación de su equipo de gobierno. La declaración ha mejorado mucho la opinión ciudadana sobre él y no faltan los analistas que ya dan por segura su reelección. De lograrse una salida pacífica al conflicto, Juan Manuel Santos pasaría como la persona que cerró un conflicto de más de medio siglo y que permitiría al país entrar de lleno en la modernidad, o al menos intentarlo.
Sin la paz, Colombia se arriesga a ser un paria en la región, un simple peón en las estrategias bélicas de una potencia decadente como los Estados Unidos. La nación sería tan sólo una enorme mina a cielo abierto, un exportador obligado de mano de obra barata a las metrópolis, una plantación inmensa de palma aceitera, un país sin industria y con una economía muy deformada, un pobre complemento de las economías ricas de Occidente y un consumidor obligado de sus excedentes materiales y de su basura cultural, un ‘país cloaca’ sin más y encima plagado de violencias de todo tipo. Los miembros de su Fuerza Pública –con aproximadamente medio millón de uniformados– estarían convertidos en mercenarios al servicio de las guerras que Occidente adelanta en su propio beneficio.
Los insurgentes también deben estar muy satisfechos por este avance en las conversaciones. Para la guerrilla ya ha sido una enorme victoria que las autoridades reconozcan la existencia del conflicto y se hayan avenido a buscar con ella una serie muy importante de reformas que, si bien no dan plena satisfacción a su programa, si permitirían abrir nuevos escenarios para su búsqueda en condiciones de paz.
Por otra parte, el lenguaje de los jefes guerrilleros y sus propuestas realistas y bien estructuradas contrastan con la imagen oficial que siempre se ha dado de estos insurgentes como bandidos o simples delincuentes comunes que no conocen la realidad nacional y tampoco tienen soluciones que ofrecer. Para el régimen debe ser muy incómodo que las propuestas que han llevado las FARC-EP a La Habana coincidan en líneas generales con las recomendaciones de los dos foros realizados por la academia, con el patrocinio de Naciones Unidas y con la participación de prácticamente todos los estamentos importantes de la sociedad colombiana, a excepción del gremio ganadero que se negó a asistir.
El acuerdo alcanzado en La Habana satisface igualmente a los movimientos populares y a la oposición política legal, ambos atados por los muchos mecanismos legales y no legales que hacen de la protesta –normal en toda democracia– un delito y una transgresión digna de la peor de las represiones y convierten la oposición un ejercicio casi estéril. Un sistema político como el actual, que convierte la participación popular y la disidencia política en un riesgo muchas veces letal o al menos de graves consecuencias, se contrasta con la versión oficial que presenta a este país como un dechado de democracia y de vigencia del derecho. El acuerdo sobre la reforma política afectaría de lleno y de forma muy positiva al sistema electoral y a las demás formas de participación social.
Sin duda que hay motivos para estar optimistas, si es que las cosas se ubican en su verdadero contexto: el acuerdo sólo puede ser una declaración de intenciones, pues todavía falta acordar el resto de la agenda y, más aún, refrendar su validez en las urnas y llevarlo a la práctica. Pero nada de esto le resta importancia. No se equivoca la extrema derecha cuando se declara indignada por este avance y pronostica para el país el peor de los escenarios, ya que ellos serán los principales perdedores si la guerra termina y se da comienzo a la construcción de la paz.
Por su parte, se equivocan en su diagnóstico los impacientes de buena fe o quienes no pueden ocultar la incomodidad que les produce no ser ellos quienes tengan el protagonismo en este proceso: unos y otros restan importancia a lo acordado porque sólo se trata de una declaración de intenciones. Deberían observar con más cuidado la furibunda reacción de la extrema derecha y preguntarse: si el acuerdo es inane, ¿por qué molesta tanto a los enemigos de la paz?
En una sociedad tan poco estructurada y tan profundamente afectada por la violencia y la corrupción, tan carente de cohesión social y sometida a la insensatez e indolencia de una clase dominante sin proyecto nacional puede ocurrir cualquier cosa. No hay que descartar que, en un arranque de delirio extremo, la derecha más belicosa busque con un golpe –militar o civil– abortar cualquier alternativa de paz. Por menos tumbaron ‘legalmente’ a Zelaya en Honduras y a Lugo en Paraguay.
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