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Por: Juan Diego García – julio 15 de 2007

Cuando al nuevo presidente de Francia le hablan de cultura, no saca su pistola pero sí se apresura a prometer que borrará del país toda huella de la herencia de Mayo del 68, aquel levantamiento obrero y estudiantil que revolucionó el país en paralelo con revueltas semejantes en México, China, Alemania y los Estados Unidos, y, en menor medida, en otras latitudes del planeta.

Aquella revolución cultural francesa tenía, en opinión de Sarkozy, el inaceptable veneno del antiautoritarismo, la mala semilla del desdén por la competencia, la perniciosa simiente de una relación emancipada y emancipadora con el trabajo y el consumo, la reivindicación del goce pagano, del sexo y de la desobediencia mental, en clara armonía con las consignas subversivas de Mao Tse Tung “la rebelión se justifica”; del Che Guevara “construir el hombre nuevo”; de Paul Lafargue, el yerno de Karl Marx, en su “derecho a la pereza”; y hasta de ese griego subversivo llamado Aristóteles que proponía “el ocio creador”.

Y no le faltan motivos a don Nicolás para emprender esa dura cruzada contra aquella cultura, que además convidaba a hacer el amor y no la guerra cuando el comunismo amenazaba devorarse Europa y la gentuza del Tercer Mundo ponía fin al dominio colonial, a golpe de revoluciones, y se atrevía a asaltar los cielos.

En lugar de tales despropósitos izquierdistas, Sarkozy promete devolver la autoridad y el orden a las escuelas, limpiar los barrios pobres de chusma, salvar al país de tanto extranjero indeseable que contamina la cultura autóctona, devolver a Francia su grandeza imperial, aunque sea como aliado menor del gran imperio americano del norte, y, sobre todo, resolver el estancamiento de la nación, cuyo dinamismo se ve entorpecido con tanto derecho laboral, tanta prerrogativa individual y tanta ‘negociación estéril’. Para que nadie abrigue dudas, el nuevo presidente inaugura su mandato enviando un paquete de leyes que buscan dinamitar la ley de las 35 horas semanales de trabajo, dificultar al máximo la reunificación familiar de los trabajadores extranjeros, limitar todo lo posible el derecho de asilo –en clara sintonía con las autoridades británicas y alemanas– y exigir a los nuevos inmigrantes el conocimiento del idioma y la cultura de Francia, algo que, por contraste, nadie exigió a sus padres, asilados de la revuelta húngara de 1956.

Abaratar costes laborales, favorecer al capital, hacer de Francia un mercado más apetecible a los especuladores internacionales. Eso significa, entonces, terminar con el espíritu de Mayo del 68, pues de aquel levantamiento, como se sabe, los obreros consiguieron sensibles mejoras en sus condiciones de trabajo y ampliaron sus derechos sociales y políticos, algo sumamente inconveniente en este mundo globalizado y sujeto a las leyes del mercado sin controles.

Acabar con el espíritu de Mayo del 68 significa, igualmente, socavar el pensamiento desobediente, la contestación y la rebeldía, desterrar el “prohibido prohibir” y, en su lugar, erigir como fundamento de la nueva Francia la obediencia mental, la sumisión a la autoridad, el miedo, la mojigatería y el sentimiento imperialista, xenófobo y hasta racista, una bandera que Sarkozy ha logrado arrebatar hábilmente al ultraderechista Le Pen.

En estas condiciones, resulta toda una paradoja la presencia de socialistas en el gobierno de Sarkozy, algunos de ellos fruto precisamente de Mayo del 68. Tan paradójico como ordenar que, a comienzos del curso escolar, se lea en todos los institutos la carta de despedida de un adolescente comunista, miembro de la Resistencia, fusilado por los nazis. Una maniobra demagógica, pues frente al invasor fueron precisamente los desobedientes, los libertarios, los comunistas los que llevaron a cabo la Resistencia, mientras los conservadores como Sarkozy rodearon con entusiasmo al gobierno colaboracionista. Nada extraño si se observa a Le Pen desgañitado cantando la Marsellesa o a los socialistas franceses entonando la Internacional.

Escuchando al nuevo gobernante se puede pensar que este joven apuesto, agresivo y abstemio –a quien dos tragos de vodka le hacen perder los papeles y la compostura– llega como enviado de los cielos a sacar al país del marasmo en que lo han dejado sucesivos gobiernos de derecha e izquierda. Pero no, él ha estado desde siempre en la política de los partidos de la derecha francesa, ha sido ministro clave de la anterior administración y comparte la responsabilidad de todo lo que hoy denuncia. En realidad, tras tanta operación de marketing político, tan sólo hay una verdad innegable: Sarkozy llevará las políticas neoliberales de los gobiernos anteriores, sin excepción notable, hasta sus últimas consecuencias, tanto en el plano nacional como internacional. Él llega como el rematador de una operación de desmonte del Estado del bienestar, para beneficio de los grandes capitales, y como el disipador de los sueños libertarios que hicieron de Francia un norte para todos los que han anhelado un mundo mejor.

Sarkozy se las promete muy felices, pero no hay que olvidar que media Francia votó contra él. Por otra parte, nada indica que los paraísos neoliberales prometidos satisfagan a la masa de asalariados decepcionados que ahora le han apoyado. Tampoco que cumpla las promesas a los llamados estratos medios que sueñan con ser felices en el capitalismo salvaje. La suerte de obreros y clases medias en los Estados Unidos puede servirles de espejo. El capitalismo neoliberal no se diseña para ampliar ni la democracia ni el bienestar. En realidad, su función es otra muy diferente: acrecentar al máximo la tasa de ganancia de los propietarios del capital, que siempre son una minoría.

Sarkozy no va a hacer nada radicalmente diferente de lo que ya hizo desde el gobierno anterior, pero sí va a dar una dinámica vigorosa a las peores tendencias que ya se manifiestan en la sociedad actual. Cuenta con la debilidad de los partidos de la oposición, pero ya se sabe que la sociedad francesa es mucho más que esos partidos y se toma en serio la cuestión de la responsabilidad ciudadana. No es precisamente un horizonte despejado y luminoso el que se presenta al nuevo inquilino del Elíseo, que haría bien no sólo en cuidar lo que bebe sino en no llamar “chusma” a quienes levantan indignados sus banderas y reivindicaciones.

Francia ha sido tradicionalmente el campo de grandes batallas sociales. Intentado erradicar el espíritu de Mayo del 68, Sarkozy podría provocar un nuevo movimiento de contestación radical del orden establecido, otra vez por fuera de los partidos pero siempre con la generosa entrega de sus jóvenes y la tradicional decisión de sus asalariados.

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