Abril 29 de 2013
“Radio Machete”, un singular programa de radio, se emitió entre 1993 y 1994 en Ruanda, justo por la época previa al genocidio que duró tres meses y en el que murieron aproximadamente un millón de personas. El espacio radial, que se mostraba al público como un producto de entretenimiento, se usó para crear un ambiente propicio para los crímenes de lesa humanidad, transmitir nombres de personas a asesinar y hacer públicos los lugares en los que se escondían miembros de la minoría tutsi, como iglesias y colegios, donde finalmente fueron masacrados. Los “Tres Caínes”, el melodrama que reconstruye la historia de los hermanos Castaño, a su manera, hace lo mismo.
RCN, el mayor monopolio de medios del país, no tiene ningún reparo en transmitir una telenovela narrada desde la voz de los victimarios, los hermanos Castaño, lanzando un espectáculo con tintes históricos que, bajo la pretensión de hablar de un momento doloroso de la historia nacional supuestamente ya pasado, según asegura el libretista Gustavo Bolívar, lo que hace es reescribir la memoria colectiva de millones de colombianos en favor de los intereses de los dueños del país, los verdaderos inventores y beneficiarios de la estrategia paramilitar que, como política de Estado, causó un número aún indeterminado de víctimas, desapareció a más de veinte mil personsa y despojó de sus tierras a más de cuatro millones de compatriotas, que hoy siguen esperando el fin de la impunidad y la llegada de la justicia.
En este punto, es necesario tener en cuenta que, según la Unesco, los medios de comunicación cumplen con tres roles en la sociedad: informar, educar y entretener. “Tres Caínes” no busca informar, pero sí entretener y educar. Disfrazada como melodrama, un mero producto de entretenimiento, esta serie de televisión se transforma en un gigantesco mecanismo de educación de masas que, a través del morbo, adoctrina cuidadosamente a los televidentes en una narrativa que, en una curiosa mezcla de mercadotecnia y propaganda, perpetúa el estigma contra movimientos de izquierda, movimientos sociales, sindicalistas, defensores de derechos humanos, estudiantes, intelectuales y líderes populares, manteniendo tácita la fraseología del ‘por algo sería’ que ha perpetuado la impunidad y justificando las monstruosas acciones del paramilitarismo, desarrolladas siempre para favorecer los intereses de las clases dominantes colombianas y las trasnacionales.
Y es en este sentido que el melodrama criollo cumple el mismo papel de “Radio Machete”, al legitimar, mediante un lenguaje de odio hacia las víctimas, que se aisle, estigmatice y elimine a ciertos grupos sociales, ya no bajo la acusación de pertenecer a una minoría étnica supuestamente inferior y perjudicial para el país, como ocurrió en Ruanda con los tutsis, sino bajo la acusación de su supuesta pertenencia o simpatía con las guerrillas y el ‘terrorismo’.
Por otra parte, es objetable que esta telenovela se transmita en medio de los diálogos de paz, al ser un producto televisivo que polariza a la población, que legitima los crímenes de lesa humanidad y de guerra cometidos por el paramilitarismo como estrategia militar del Estado colombiano y que, además, pretende mostrarse como una reconstrucción histórica de los hechos, basada en una rigurosa investigación, según dice el libretista, cuando aún son incipientes las indagaciones judiciales sobre las relaciones entre las AUC y decenas de congresistas, barones políticos regionales, presidentes de la República, grandes empresarios, el gobierno de los Estados Unidos y las grandes empresas trasnacionales que operan en Colombia.
Sin embargo, no se puede afirmar que fuera el programa de radio el responsable de que la gente en Ruanda entrara en una histeria asesina o que la pretendida malevolencia vengativa de los Castaño que se transmite en los ‘Caínes’ necesariamente haga que surjan personas o grupos que, con el apoyo de agentes estatales, perpetúen la política sangrienta de aniquilamiento de cualquiera que estorbe a sus intereses. Esta idea perpetúa la representación colonial de salvajes que tenemos los africanos y latinoamericanos, y enmascara las responsabilidades directas de las grandes potencias en estos crímenes de horror –como la de Francia, que apoyó con armas a la mayoría Hutu para cometer el genocidio en Ruanda, y la de EE.UU., que con el Plan Colombia ha secundado y financiado el modelo narcoparamilitar colombiano–.
Como dice Scott Strauss, académico que investigó el caso de “Radio Machete” en Ruanda, con este tipo de productos comunicativos se refuerza a aquellos que “ayudaron y abogaron por la violencia para afirmar su dominio”. Es en este sentido que el Tribunal Penal Internacional para Ruanda –ente creado por Naciones Unidas apenas tres meses después del genocidio, con sede en Arusha (Tanzania) y que hasta el momento no ha juzgado la responsabilidad de Francia en aquél–, tiene razón cuando argumenta en la condena a 27 años de prisión en contra de los responsables de emitir “Radio Machete”, Ferdinand Nahimana y Jean-Bosco Barayagwiza, que “el poder de los medios de información para crear y destruir valores humanos conlleva una gran responsabilidad” y que “aquellos que controlan los medios son responsables de sus consecuencias”.
Hoy Colombia atraviesa un momento clave de su historia en el que la posibilidad del cese de la guerra llena de optimismo a amplios secotres de la población. Sin embargo, de llegar a buen término estos diálogos de paz, los tiempos por venir también serán de una dura confrontación con nuestra memoria colectiva y con la necesidad de recordar con serenidad y reconstruir el relato de un país repleto de cicatrices relacionadas, especialmente, con los crímenes de Estado y con las acciones paramilitares. Sus beneficiarios, los más grandes capitales del país, manejan hoy a los grandes monopolios de medios que operan en Colombia y tienen una posición que los favorecerá para salir bien librados a la hora de medir sus responsabilidades, por lo que el veto público consciente, que nunca es censura, puede terminar siendo un paso en busca de la dignidad de las víctimas, al condenar discursos que alienten o legitimen la violencia contra el pueblo. En Ruanda muchos no apagaron la radio, en Colombia deberíamos apagar esa tele, porque no es para nada nuestra.
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Yair Klein, el peligroso mercenario israelí que entrenó a los paramilitares en el Magdalena Medio en los años ochenta, ha completado diez años eludiendo a la justicia colombiana, luego de la condena en su contra a casi once años de prisión, por concierto para delinquir y entrenamiento de grupos paramilitares, definida en 2001 por el Tribunal Superior de Manizales. El teniente coronel en retiro de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI o Tsahal, por sus siglas en hebreo) ha sabido burlar la justicia y hoy se refugia en su patria, mientras decenas de investigaciones independientes documentan su participación en delitos de lesa humanidad cometidos en varios países, entre los que se encuentran Líbano, Sierra Leona y, especialmente, Colombia.
¿Que unas cosas hay que hacerlas después? Sí, seguramente, pero todo parte de cambios estructurales en lo económico, en lo político en lo social, incluso en lo cultural, que son las cosas que nos tienen en guerra. Por ejemplo, la doctrina de la seguridad interna, eso tienen que cambiarlo: no pueden seguir considerando al pueblo y sus organizaciones como el enemigo a derrotar, ni siquiera como el enemigo, es decir, todo aquel que piense diferente no puede seguir siendo considerado como el enemigo y, por lo tanto, objetivo militar. Eso es lo que nos tiene en guerra, por eso es que nosotros estamos con las armas en la mano, como respuesta a esa violencia. Nosotros no somos causa, nosotros somos consecuencia. Ésa es la idea.