Por: Juan Diego García – octubre 5 de 2008
La actual crisis del sistema capitalista mundial desconcierta por su dimensión y complejidad, al punto que la inmensa mayoría de la gente no alcanza a entender ni sus causas, ni su dinámica ni menos aún su futuro inmediato. A la incertidumbre contribuye, sin duda, la información imprecisa de los medios y las declaraciones de las autoridades que, tarde y mal, salen a dar explicaciones infantiles y, a renglón seguido, anunciar que, como ha sucedido siempre, serán los trabajadores quienes financien la salvación del sistema. Según la versión oficial, todo se reduce a la conducta imprudente de algunos empresarios y no es resultado necesario del funcionamiento del sistema. Si el modelo neoliberal no es la causa del problema la solución es sencilla: reformarlo estableciendo algunos controles, limitando determinadas prácticas, aminorando las ansias aventureras de un par de irresponsables y, de momento, inyectando fabulosas cantidades del dinero público para mantener viva la economía.
Por el contrario, algunos economistas sostienen que asistimos al ocaso del modelo neoliberal y no falta quien va más lejos y habla de una crisis de civilización, superable sólo si desaparece el capitalismo en cualquiera de sus formas. Se echa de menos, eso sí, a los profetas del modelo que prometieron un mundo feliz guiado por la bondadosa mano invisible del mercado, operando en el reino del capital sin controles y del Estado mínimo. Nadie sabe dónde se esconden los anunciadores de la economía sin ciclos, del crecimiento ininterrumpido y de la prosperidad general. Sólo las autoridades se hacen presentes para llamar a la calma, mientras los empresarios –los mismos que hasta ayer demonizaban al Estado– aparecen para exigir, ahora sí, la intervención pública, so pena de gravísimas consecuencias. A este evidente chantaje de los propietarios del capital, los gobiernos han respondido con generosas ayudas y todo parece indicar que inclusive el plan de Bush será finalmente aprobado, a pesar de las reticencias iniciales de los políticos y del rechazo general de la ciudadanía.
Que sea tan sólo el fin del modelo neoliberal y que el capitalismo encuentre una nueva forma de funcionar o que se abran las puertas a un cambio de civilización es asunto a debatir. Pero nadie duda que la presente crisis es mucho más que la caída estrepitosa de la bolsa. Tampoco se trata de un evento inesperado o que ocurra por primera vez. En realidad, la crisis es inherente al sistema, sólo que esta vez se presenta con enorme complejidad y en peligrosa coincidencia con otras: crisis inmobiliaria, crisis energética, crisis de los alimentos y la hecatombe ecológica, en un panorama político inestable con guerras que afecta de lleno la economía mundial. El entrelazamiento de todos estos factores es profundo y las soluciones tendrían que afrontar necesariamente esta complejidad. La inyección de dinero en el circuito financiero resulta claramente una solución de momento, pero nada más.
En este orden de ideas, es significativa la propuesta del presidente francés de fundar nuevamente el capitalismo, esta vez sobre “bases éticas”, evitando que en el futuro algunos codiciosos vuelvan a producir eventos dramáticos como el actual. Pero, ¿en qué medida se puede confiar en la disposición generosa de los capitalistas para reformar el sistema? En realidad, el capitalismo ha logrado sobrevivir a muchas crisis, pero no como resultado de la buena voluntad de los empresarios sino, más bien, como consecuencia de una compleja interacción social que se traduce finalmente en soluciones políticas. La más destacable de todas es el keynesianismo, una hábil respuesta al proceso inexorable de los ciclos económicos, con el pacto capital-trabajo como componente esencial del modelo. Esta estrategia, de equilibrios inestables pero funcionales, está en la base del llamado Estado del Bienestar europeo y, en su versión más modesta, del New Deal estadounidense. En Latinoamérica, las medidas de redistribución de la riqueza tan sólo han ocurrido durante los efímeros momentos del nacional desarrollismo, siempre ahogados por sangrientas contrarrevoluciones.
Pero, en todos los casos, antes que una voluntad generosa de los propietarios del capital, las soluciones a las crisis del sistema han sido el resultado de enconados enfrentamientos –eso que antes se denominaba lucha de clases y que, en el actual contexto, recupera relevancia–, de suerte que los beneficios, grandes o pequeños, para las clases laboriosas jamás vienen como dádivas de almas caritativas y, menos aún, como consecuencia del funcionamiento mismo del sistema.
El neoliberalismo no sólo ha hecho crisis al demostrar, de manera palpable, la poca o ninguna solidez de sus postulados sino que se ha erigido sobre la base de desmantelar sistemáticamente los derechos de los trabajadores, esas reivindicaciones que tanto han costado. Hoy es evidente que era una falacia eso del capitalismo ausente de ciclos. Más claro aún es que, por el llamado “efecto derrame”, la riqueza producida no terminaba por llegar a todos. La fábula según la cual el funcionamiento del capitalismo dejado a su total arbitrio funcionaría como las mareas que cuando suben levantan a todas las embarcaciones, chicas o grandes, ya no engaña a nadie. En el mar proceloso del mercado, la marea se ha convertido en un maremoto que hunde a los más pequeños, deteriora inclusive a los grandes y, a la hora de la verdad, la reconstrucción la sufragan los de siempre.
Pero si las salidas son siempre resultado del conflicto social en torno a la distribución de la riqueza, queda por definir el estado de la correlación de fuerzas que propicie una salida real, pues sin una oposición efectiva el modelo neoliberal se mantendrá y las perspectivas no pueden ser peores. Si el temor a la revolución social, si el miedo al comunismo en ascenso llevó a la burguesía a lo largo del siglo pasado a pactos entre capital y trabajo, ¿qué fuerza social o política puede hoy en día representar de los trabajadores en un proceso de acuerdos? Ya no hay partidos obreros en Europa y menos en los Estados Unidos. En el Viejo Continente, socialistas y comunistas claudicaron ante el neoliberalismo, arriaron sus banderas de lucha y se resignaron a ser simples buenos administradores del capitalismo. Huérfanos de ideología y divididos en extremo, ven crecer una nueva izquierda que recogen las banderas tradicionales y les arrebata cada día más y más adherentes. Por su parte, los democristianos, antes los voceros de un empresariado y de unas capas medias dispuestas a pactar cierta distribución de la riqueza, han abrazado sin rubor las nuevas ideas del capitalismo sin controles y en nada se diferencian de los liberales, ese club selecto de empresarios, rentistas y especuladores.
El panorama sindical no es mejor. En los Estados Unidos predomina el sindicalismo ‘amarillo’, del cual poco o nada pueden esperar los trabajadores. En Europa el sindicalismo está en crisis, con afiliación en descenso, sin poder efectivo, amenazado por el desempleo y la fuga de las empresas a los modernos paraísos de la esclavitud laboral y, en muchos casos, tan desorientados ideológicamente como los que antes eran partidos obreros. Su reacción escasa ante el lento proceso de desmantelamiento del Estado del Bienestar y su impotencia ante el rompimiento sistemático por parte de los patronos del pacto capital-trabajo introduce dudas acerca de su utilidad como instrumento de lucha y sobre su vocación centenaria de arma privilegiada de lucha contra el capitalismo. La crisis actual significa también el derrumbe de las baratijas ideológicas del ‘fin de las ideologías y el fin de la historia’, y términos como lucha de clases y socialismo vuelven a tener toda su validez. Pero mucho ha de cambiar en el seno del movimiento sindical, si no desea tener la triste suerte de los llamados ‘partidos obreros’.
En Latinoamérica, en donde la represión sangrienta de las dictaduras y el efecto devastador del neoliberalismo han reducido a casi nada el movimiento sindical y en donde los partidos comunistas y socialistas fueron sometidos a crueles persecuciones y eliminación sistemática, las masas pobres descubren en nuevas formas de organización la manera de adelantar sus luchas y aprovechan la profunda crisis del neoliberalismo con el correspondiente deterioro, y hasta desaparición, de los partidos tradicionales de la oligarquía para ganar elecciones, hacerse con el gobierno e intentar avanzar hacia un horizonte diferente. Allí, los nubarrones no sólo son económicos: la conspiración de la elites, la intervención extranjera y la violencia que desencadenan los privilegiados de siempre amenaza tanto o más que los graves pronósticos económicos, en países que dependen mucho de las remesas de sus emigrantes y de la exportación de mano de obra barata y materias primas al mundo rico.
En este contexto mundial adquiere creciente validez y pertinencia la propuesta de quienes sostienen que no se trata simplemente de una crisis más del sistema sino de una crisis de civilización que sólo puede resolverse construyendo un mundo diferente, en el cual la fría lógica del capital, la racionalidad instrumental llevada a extremos patológicos por el neoliberalismo, sea reemplazada por criterios diferentes que pongan la economía al servicio de los seres humanos y no éstos al servicio de aquella, y consiga una relación diferente con el medio ambiente y los recursos, sometidos hoy a un vasallaje insostenible que pone en peligro la misma supervivencia de la especie.
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