Por: Juan Diego García – 11 de septiembre de 2013
Con el triunfo de la Unidad Popular en Chile los sectores populares llevaron a la presidencia a Salvador Allende y se dio comienzo a un proceso de profundas transformaciones para devolver al país la propiedad de sus recursos naturales y orientar la economía hacia la satisfacción de las necesidades básicas de las mayorías.
El primer objetivo fue, claramente, una afirmación nacionalista que despertó desde el primer momento la violenta reacción del gobierno estadounidense. La nueva orientación de la economía chocaba con los privilegios de la burguesía criolla, decidida desde el comienzo a impedir tales propósitos o, al menos, a reducir las reformas a su mínima expresión.
El triunfo de la izquierda desató igualmente un fenómenos de masas inusitados, que cambiaron la atmósfera política y social del país, llenó calles y plazas de júbilo y esperanza y permitió a la Unidad Popular (UP), que había ganado las elecciones en apretada competencia con la derecha, avanzar de forma contundente, aumentando su ventaja electoral en eventos sucesivos. Cuando la derecha llevó a cabo el golpe de Estado, el 11 de septiembre de 1973, la izquierda ya gozaba de una ventaja considerable en las urnas.
La victoria de Allende constituyó también un fenómeno de repercusión mundial, pues la posibilidad de construir el socialismo de manera pacífica contrastaba con la misma historia de Chile, cuyo orden democrático tampoco estaba exento de dictaduras feroces y de desigualdades propias de un régimen oligárquico. Contrastaba igualmente con las violentas revoluciones victoriosas sucedidas en México en 1910 y en Bolivia en 1951, cuando a las gentes del común no les quedó otra vía que la insurrección armada contra gobiernos tiránicos y pro imperialistas. Además, la vía chilena resultaba en agudo contraste con los muchos intentos de alzamiento guerrillero de otros pueblos de la región.
Las presiones externas e internas, todas y cada una de naturaleza criminal –sabotajes de todo tipo, provocaciones sistemáticas, asesinatos y desórdenes permanentes, etc.– culminaron con el golpe sangriento de la burguesía chilena a través de las fuerzas armadas y con la intervención directa de Washington. Ambos, copartícipes y responsables de la negra noche de horror y muerte a la que Chile se vio sometido por muchos años. De hecho, y hasta hoy, el modelo económico neoliberal que impusieron durante la dictadura militar las llamadas ‘agencias internacionales’ –FMI, BM, BID y otras– se mantiene sin cambios relevantes, al igual que muchas instituciones que permanecen como afrentas para cualquier sistema que se diga democrático.
La derrota de la vía pacífica al socialismo en Chile adquiere de nuevo relevancia ahora, cuando varios gobiernos de la región buscan precisamente objetivos semejantes aceptando, como hizo Allende en su día, las reglas de juego del orden burgués.
¿Qué condiciones deberían satisfacer gobiernos como los de Venezuela, Ecuador o Bolivia para evitar la suerte de la Unidad Popular chilena?
Un elemento primordial es el control efectivo de los principales resortes de la economía. No basta con nacionalizar los recursos naturales del país, por importante que esto sea: es preciso controlar otros elementos claves, como el capital financiero, la gran industria y los sistemas de comercialización. Sólo así es posible proponerse el desmantelamiento paulatino de las actuales relaciones de propiedad y avanzar en el proceso de socialización del capital, sabiendo que, como lo demuestra la experiencia, no hay modelos de validez universal. Qué tan traumático resulte esta inevitable ‘expropiación de los expropiadores’, sobre todo del gran capital, dependerá mucho de la prudencia y habilidad de quienes dirijan el proceso, no menos que de la actitud de los capitalistas afectados. En este desenlace se podrá comprobar si el camino al socialismo puede prescindir de esa ‘partera de la historia’ que es la violencia o si, por el contrario, hoy como ayer tales partos dolorosos continúan siendo necesarios.
Tan importante como el control de los principales resortes de la economía será contar con los instrumentos institucionales adecuados, es decir, un Estado no solo eficiente y honrado sino sobre todo democrático. La eficiencia es un reto de primer orden, considerando que los movimientos populares prácticamente no tienen líderes muy expertos en el manejo del aparato estatal y que las llamadas ‘capas medias’, sobre todo los técnicos y profesionales, no suelen ser mayoritariamente de izquierdas y se identifican más con los burgueses, que en el fondo los desprecian); la honradez resulta muy necesaria en estos tiempos en que la corrupción, entre tolerada y fomentada, ha devenido en llave maestra del éxito fácil; y la naturaleza democrática del Estado es indispensable para que sea posible el control popular, para que se rindan cuentas a la ciudadanía y para que los errores tengan consecuencias y se corrijan.
Del aparato estatal destaca el rol de las fuerzas armadas y de policía. Éste es, sin duda, un obstáculo inmenso, dada la naturaleza nada nacional de los ejércitos, que son casi tropas de ocupación al servicio de intereses extranjeros. Más que servidores del Estado, los cuarteles reparten en proporciones desiguales su lealtad entre el Pentágono y los grandes grupos económicos criollos, así que se han convertido en verdaderos ‘Estados dentro del Estado’, sin cuyo consentimiento es bastante arriesgado que un gobierno lleve a cabo reformas de importancia que afecten el orden vigente.
Pero, tampoco es imposible aislar a esa oficialidad que es ajena por completo al patriotismo que dice defender. No son tan escasas las experiencias positivas de militares que han puesto las armas al servicio de la causa popular. Juan José Torres en Bolivia, Velasco Alvarado en Perú, Torrijos en Panamá, Jacobo Arbenz en Guatemala, Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas en México, hasta Perón en Argentina y, por supuesto, Hugo Chávez en Venezuela, figuras todas de primer orden que devuelven la confianza en el ser humano. Lugar destacado tienen, por supuesto, los generales chilenos que pagaron con su vida la fidelidad al orden constitucional: Schneider, Prat y Bachelet. Este último, padre de la actual candidata a la presidencia, quien –paradojas del destino– se enfrenta a una candidata de la derecha que es, a su vez, hija de un activo golpista y responsable directo de la muerte por torturas del propio general Bachelet.
Pero, tan importante como controlar la economía y contar con la lealtad del aparato estatal es el apoyo organizado y consciente de la población. En ello reside la legitimidad del proyecto, sobre todo si se trata de un proyecto socialista. Cuando ocurre el golpe de Estado, Allende llama a la clase trabajadora, principal baluarte del proyecto chileno, a ocupar los centros de trabajo y a la población toda a llenar calles y plazas para aislar a los golpistas. Y, en masa, los trabajadores acudieron al llamado. Igualmente, cientos de miles de ofendidos ciudadanos hicieron lo propio. Sin embargo, desarmados, nada pudieron hacer ante la dura realidad de los tanques.
Sólo cupo, entonces, la resignación general, el sacrificio final de miles de los mejores o llenar cárceles, estadios o centros clandestinos de reclusión para desaparecer a los más conscientes. Quienes escaparon de la muerte tuvieron que emprender el duro camino del destierro. Unos y otros, muertos o ausentes del terruño muchas veces para siempre, confirmando la premonitoria sentencia del himno nacional de Chile: “o la tumba será de los libres, o el exilio contra el opresor” .
Si encuentras un error, selecciónalo y presiona Shift + Enter o Haz clic aquí. para informarnos.