Por: Juan Diego García – enero 13 de 2014
El proceso social y político en Colombia del año 2013 muestra con toda su crudeza tanto las debilidades como las fortalezas de esta sociedad. En vísperas de cambios electorales en la primera mitad del 2014 se vislumbran los desafíos que tienen que enfrentar el gobierno y las fuerzas sociales para intentar su ingreso como colectividad nacional en un orden moderno y, sobre todo, democrático. El actual no es ni lo uno ni lo otro.
Los celebrados datos del crecimiento económico, de alrededor de un 5%, no son una muestra de desarrollo. Se mantienen las desigualdades que hacen de este país, uno de los más injustos de la región. Aunque la cifra oficial del desempleo abierto no es alarmante, nadie desconoce que más que reflejo de un tejido económico sano, la realidad es que la inmensa mayoría de quienes trabajan lo hacen en condiciones muy precarias.
La industria ha sufrido los duros embates de la competencia extranjera, propiciada por los tratados de libre comercio firmados por éste y anteriores gobiernos, y enfrenta un pronóstico nada halagador, tal como sucede con el sector rural, donde el descontento es mayúsculo y ha llevado a cientos de miles de campesinos a movimientos de protestas que paralizaron el país y pusieron de manifiesto la inexistencia de mecanismos civilizados para el diálogo entre las autoridades y los sectores populares. Como es tradicional aquí, a la protesta se responde con la violencia oficial y paramilitar, un tándem siniestro que sigue funcionando a la perfección, a pesar de las declaraciones oficiales que lo niegan.
Las instituciones apenas funcionan –a excepción de los entes de la represión–, la corrupción no cesa y un descrédito enorme deteriora la escasa legitimidad del régimen, sustentada en unas elecciones supuestamente impecables pero corrompidas hasta la médula por los vicios del caciquismo, la manipulación, la exclusión sistemática de la oposición, la compra descarada del voto y, para que no falte, la violencia directa que se aplica cuando los demás mecanismos fallan. No sorprende, entonces, que Colombia registre una abstención permanente, que ronda el 50% del censo electoral, y que últimamente crezca el colectivo que opta por el voto nulo o en blanco como forma de protesta.
El desprestigio del Poder Legislativo no podría ser mayor. Un elevado número de parlamentarios está acusado o condenado por corrupción o vínculos criminales con la extrema derecha armada, algo impensable en cualquier nación civilizada.
La justicia ha caído en total desprestigio, pocos confían en la Policía y hasta el Ejército –aunque la propaganda oficial insista en elevar permanentemente a sus miembros al podio de héroes– comparte la mala imagen del conjunto de las instituciones. No son pocos los integranes de estas fuerzas que aparecen vinculados a casos sonados de corrupción, a la sistemática violación de los derechos humanos –que es una práctica oficial y no el comportamiento díscolo de algunos– o al narcotráfico, igual que sucede con jueces, fiscales, notarios y con tanto funcionario de una administración pública en la que nadie cree. Un mal instrumento éste para el gobernante que se aplique a las reformas que el país necesita.
En este difícil contexto, la iniciativa mas destacada del presidente Santos es su apuesta por la paz, con el diálogo con las FARC-EP y el que se ha anunciado con el ELN. Ha sido un paso valiente, si se tienen en cuenta sus antecedentes –siendo ministro de defensa del anterior gobierno–, la resistencia a toda salida civilizada de la clase dominante del país –en particular del sector más tradicional, primitivo y violento, encarnado por ganaderos y terratenientes– y la oposición de amplios sectores de las llamadas ‘clases medias’, literalmente intoxicadas durante décadas por la propaganda oficial –y por los grandes medios de comunicación, todos ellos oficialistas–, mediante las prácticas más conocidas de la manipulación mediática que pintan a los insurgentes como fieras desalmadas, terroristas y narcotraficantes. Convencer ahora a buena parte de la población de la necesidad de sentarse a dialogar con tales ‘demonios’ no es, por supuesto, tarea fácil.
Pero lo que más sorprende en este año es la vitalidad de la protesta popular. Recorrieron el mundo las imágenes de los indígenas exigiendo que no se utilicen sus resguardos como campo de batalla y en defensa de su identidad como pueblos. Las calles se llenaron de estudiantes, profesores, maestros y público en general para exigir al gobierno el retiro de una ley de educación retrógrada, cosa que lo consiguieron, y reclamar una política educativa acorde con las necesidades del país –el reciente informe PISA sobre educación en el mundo deja a Colombia en un pésimo lugar–. Los trabajadores del sector salud han hecho lo propio para oponerse a la privatización total del sistema sanitario y denunciar el robo y la corrupción existentes a manos de intereses privados y de políticos venales.
Los campesinos, primero de la región de Catatumbo y luego de todo el país, pusieron jaque a la administración y consiguieron una amplia solidaridad de los sectores urbanos, denunciaron los tratados de libre comercio como una entrega vergonzosa del trabajo nacional a la voracidad de las multinacionales y obligaron al gobierno a negociar cuando la represión oficial fracasó ante la resistencia de las gentes del campo y el clamor general de la ciudadanía. De igual modo, se destaca la movilización de pequeños y medianos productores de la minería tradicional enfrentados a muerte con las grandes compañías mineras que saquean los recursos del país y dejan, además de dudosas ganancias a la nación, el panorama de campos desolados y comunidades arrinconadas o desplazadas.
Huelgas obreras en varios sectores y grandes movilizaciones populares contra los proyectos de infraestructura que arrasan comunidades enteras y causan daños irreparables a la naturaleza culminan un año de luchas sociales muy intenso.
El acontecimiento más reciente ha sido el cese del alcalde de la capital y su inhabilitación por 15 años –literalmente, condenado a muerte política–, una maniobra de la extrema derecha tan burda y evidente que ha levantado la protesta más airada de la población.
Todo indica que Santos repetirá como presidente. Queda como incógnita saber qué tanta representación parlamentaria obtendrá la extrema derecha para torpedear un posible proceso de paz o el centro izquierda para apoyarlo. No menor es la incógnita acerca de la capacidad misma de Santos para llevar el proceso de la paz a buen puerto, dadas sus limitaciones políticas –sus apoyos no son precisamente sólidos– y sus timideces manifiestas que lo llevan de las euforias pacifistas a salidas belicistas incongruentes.
Pero, sin duda, la incógnita mayor está en el futuro de los movimientos populares, los mismos que han conseguido hacer frente con cierto éxito a las políticas oficiales. Aunque sus reivindicaciones son bastante realistas y de inmediata aplicación, aún se ven afectados por la dispersión, la falta para coordinar esfuerzos y la superación de la perspectiva territorial y reivindicativa particular que les dificulta presentarse como una sola fuerza no sólo social sino política. Éste es un reto, igualmente, para los partidos de la izquierda –los pocos y menguados que ha dejado el exterminio físico llevado a cabo por el sistema en las últimas décadas– para insertarse de forma adecuada en este proceso, ofreciendo su experiencia y conocimientos del quehacer propiamente político.
Por su parte, los movimientos sociales deberán comprender que no basta con movilizarse, por importante que sea, y que en un momento dado es indispensable dar forma política a sus iniciativas, es decir, entender la reivindicación local y particular como parte integrante de un todo nacional y que avanzar en el control de los mecanismos del Estado es el primer paso para tomarlo y, desde allí, transformar el orden social en armonía con las exigencias mayoritarias de la población.
Si encuentras un error, selecciónalo y presiona Shift + Enter o Haz clic aquí. para informarnos.