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Por: Juan Diego García – marzo 11 de 2009

La reelección consecutiva y sin limitaciones a un cargo de elección popular es tan democrática como cualquier otra de las fórmulas al uso en los sistemas políticos. La idea según la cual esta manera de permanecer en un puesto público permite eternizarse en el mismo, excluyendo la llamada alternancia y evitando el acceso de otros al gobierno, no es necesariamente cierta. Muchas dictaduras han dominado por décadas sin que estuviese prevista la reelección. Dictadores como los Somoza de Nicaragua, por ejemplo, se turnaron en el gobierno casi cuarenta años, directamente o mediante testaferros: no había reelección indefinida, pero, en los hechos, el poder no salía de sus manos.

Sospechoso resulta, por decir lo menos, que ciertos partidos permanezcan en el poder durante años sin que ocurra la mencionada alternancia, aunque se guarden todas las formalidades. ¿Cómo explicar que el Partido Liberal de Japón haya gobernado casi sin interrupción durante más de medio siglo? ¿No resulta bastante extraño, en un sistema político supuestamente impecable, que la Democracia Cristiana gobernara Italia otro medio siglo, en la práctica dirigida por un personaje tan turbio como Andreotti, fuese o no presidente? En Francia, la izquierda sólo llegó al gobierno luego de más de treinta años de regencia derechista y podrían multiplicarse los ejemplos de gobiernos del Viejo Continente que han estado por larguísimos períodos bajo la égida de un solo partido –naturalmente, de derecha–. En los Estados Unidos, por más de un siglo han gobernado dos partidos que, en realidad, son uno solo, a juzgar por las tenues diferencias que los separan.

En Latinoamérica existen países con gobiernos de una sola bandería que, de hecho, mantienen el poder por medio siglo o más. El PRI mexicano, por ejemplo, sale de la presidencia luego de setenta años pero aún mantiene bastante poder. En Colombia, las oligarquías han estado gobernando desde la misma independencia de España y la izquierda jamás ha ocupado el poder, a pesar de que, si acaso, se ha permitido algún gobierno reformista como el de López Pumarejo en los años treinta, cuyos intentos de modernización desatan la sangrienta contrarrevolución que está en la raíz misma de la guerra civil actual.

En realidad, la única condición que debe satisfacerse desde una perspectiva democrática es que la reelección indefinida sea la expresión genuina de la voluntad ciudadana, desplegada en condiciones de plena libertad y, mejor aún, perfeccionada con mecanismos de revocatoria del cargo. Tal es el caso de Bolivia y Venezuela, donde se permite al elector retirar su confianza a un gobernante cuando se considera que no merece seguir en el cargo. En estos dos países, sus presidentes han salido airosos de estos procesos, con porcentajes de apoyo mayores a los que les permitieron acceder al gobierno y en elecciones de reconocida transparencia. No se sabe de referendos de revocación similares en ninguna de las democracias avanzadas de Occidente. En realidad, las limitaciones de la democracia se producen por motivos de mayor trascendencia que por un artículo de la constitución.

No habría, entonces, objeciones serias al reciente referendo en Venezuela, pues mecanismos de reelección similares existen al menos en 17 de los 28 países de la Unión Europea. Tampoco habría motivos para descalificar el evento, atendiendo a las condiciones en que se desarrolló. En efecto, si se puede hablar de manipulación de la opinión pública –es decir, de limitaciones a su libertad de informarse veraz y objetivamente–, la responsabilidad recaería en la derecha que controla la mayoría de los medios de comunicación masiva, al punto que los partidarios del gobierno, y el mismo Chávez, han tenido que recurrir al tradicional método de ir casa por casa explicando las bondades de su propuesta. Si se argumenta que el gobierno gana la simpatía de la población mediante los beneficios que entrega a través de las misiones –salud, educación, vivienda, subvención a los alimentos, etc.–, cabría preguntarse si no es función de un gobierno, precisamente, hacer todos los esfuerzos que sea capaz de desplegar para que tales servicios públicos lleguen a la población, en particular a quienes más los necesitan. En todo caso, se podría acusar a Chávez de gobernar para las mayorías pobres: el gobierno venezolano así lo reconoce y esas mayorías le corresponden otorgándole su apoyo. Un hecho, sin duda, de genuina raigambre democrática.

¿Qué explica, entonces, la estrategia de manipulación informativa de los grandes medios de comunicación, nacionales y extranjeros, que han denunciado la intención del gobierno bolivariano de ‘eternizarse en el poder’ e instaurar una dictadura en Venezuela? ¿Por qué resulta tan condenable que la ciudadanía de este país tenga la posibilidad de elegir indefinidamente a la misma persona al cargo de presidente, concejal, gobernador u otro cualquiera, todas las veces que a bien lo tenga y también de revocarle? Ninguno de estos críticos acervos menciona que uno de los gobernadores de la oposición a Chávez ha hecho campaña por el ‘sí’, seguramente porque aspira legítimamente a continuar combatiendo a la Revolución Bolivariana si la ciudadanía le da sus votos.

La cuestión no es básicamente de naturaleza jurídica sino de significado político: con este referendo no sólo se da un espaldarazo enorme al gobierno actual sino que se crea la posibilidad de consolidar el proceso de reformas nacionalistas y populares que empezó hace una década, permitiendo que su el líder indiscutible se mantenga al frente del mismo. Por motivos similares han criticado en su momento a los presidentes de Ecuador y Bolivia.

Por supuesto, nadie es absolutamente imprescindible en un proceso social complejo como una revolución verdadera. Si tal cosa ocurre, la debilidad de tal proyecto es obvia. Estaríamos ante una simple manifestación de caudillismo, algo que no ocurre en Venezuela, Bolivia o Ecuador, para fortuna de los millones de esperanzados en el cambio social. Pero, con todo, los líderes juegan un papel innegable, aún en las sociedades de mayor desarrollo, en las consideradas como ‘democracias consolidadas’, en las cuales se supone que existe una ciudadanía muy sólida y formada, que apenas si necesita de figuras estelares y se orienta por factores ajenos a la emoción y el simbolismo. No es así, por cierto, y hasta la conciencia política más formada exige su parte de pasión y su dosis de sentimiento. ¿No es acaso Barak Obama un ejemplo evidente, en la sociedad que se considera el mayor modelo
de democracia del mundo?

La victoria de Chávez en el referendo conjuga todos estos elementos. Una mayoría clara de la ciudadanía le ha otorgado un voto de confianza a su figura tanto como al proyecto revolucionario. Eso explica la reacción tan enconada de la oposición. También la airada reacción de las transnacionales –las de la información, que son voceras oficiosas de las otras–, pues saben bien que ese voto constituye una derrota más a la derecha y abre nuevos horizontes en el proceso de cambios radicales en Venezuela, con repercusiones muy profundas en toda Latinoamérica. Más que combatir el cambio de un artículo de la Constitución se trataba de derrotar a Chávez, debilitar el proceso y avanzar en el propósito de acabar con el proyecto revolucionario. De nuevo la reacción, nacional y extranjera, ha fracasado: el indiscutible triunfo de Chávez consolida el proceso aún más y reafirma –por si alguien lo dudaba– que su gobierno va por buen camino y sigue contando con el respaldo de las mayorías, a pesar de los errores y las limitaciones que ellos mismos reconocen.

Nunca, como en esta oportunidad, fue más sentido y oportuno entonar, con las gentes sencillas de Venezuela, un emocionado “Gloria al bravo pueblo”.

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