Por: Eliana Riaño-Vivas – abril 28 de 2014
La sexualidad, el cuerpo, el placer y el deseo parecen haber sido silenciados, anulados y prohibidos desde hace varios siglos, parece que se hubiesen perdido en un silencio generalizado. Sin embargo, de esto sí se habla, pero se hace desde un escenario inquisidor, mas no emancipador.
El problema está es en quiénes lo estudian, lo miran, lo hablan, lo vuelven discurso; en cómo, a través de los discursos, se busca su control, se ejerce poder sobre los cuerpos, se regulan las conductas, se disciplina el ejercicio de la sexualidad y se usa en función de los intereses particulares de distintas instituciones, que más allá de silenciar los cuerpos, la sexualidad y el placer, buscan un control absoluto de los mismos.
La sexualidad y su ejercicio han estado en el centro de los discursos del Estado y las iglesias, siendo legitimados a través de la instrumentalización de la ciencia y la promulgación de leyes y políticas públicas acordes a sus intereses mezquinos y homogeneizantes. “Entre el Estado y el individuo, el sexo es el pozo de una apuesta, y un pozo público, invadido por una trama de discursos, saberes, análisis y conminaciones”, decía Foucault. Y sí, son discursos múltiples, jerarquizados y articulados para erigir sistemas de vigilancia y de control.
Son médicos, legisladores, jerarcas religiosos, científicos, psicólogos y psiquiatras quienes han diversificado los discursos alrededor de la sexualidad, de su ejercicio y de sus conductas. Son ellos, mayoritariamente hombres, quienes desde esas esferas de poder dictaminan lo legítimo, la verdad, lo válido, lo correcto. Son ellos quienes, vigilantes de la sexualidad, ejercen control sobre los cuerpos.
Desde hace siglos se ha visto como la Iglesia Católica y el Estado trabajan mancomunadamente y se han convertido en una alianza incómoda para la democracia y la libertad, en la que la Iglesia se ha encargado de promulgar un mandato reproductivo monógamo y heterosexual y el Estado tiene como misión ordenar las acciones y el desarrollo de los y las sujetas, así como de proveer y jerarquizar instancias de disciplina, castigo y corrección. Han sido una ‘pareja’ perfecta para controlar, subyugar y subordinar el derecho a decidir, especialmente de las mujeres y de quienes no siguen el parámetro heteropatriarcal y normativo impuesto a través de esos discursos variados, coercitivos y retardatarios, pero durante siglos considerados legítimos.
Además de esto, han clasificado la sexualidad y han instaurado una cerca política alrededor de los cuerpos. Con esto, durante siglos han perpetuado y legitimado los discursos que promueven una tradición biologicista y religiosa que considera que la autonomía y la emancipación son ajenas a ciertos sujetos y sujetas. La raza, el género, el sexo y la diversidad sexual se han convertido en razones para la subordinación y la exclusión.
En los últimos años en Colombia y en Latinoamérica se han recrudecido estos discursos, precisamente porque desde distintos escenarios las mujeres y personas con orientaciones sexuales e identidades de género diversas han logrado romper algunas de las estrategias de subordinación y han conseguido el reconocimiento de derechos que ratifican la autonomía y la capacidad que tienen para decidir sobre sus cuerpos, sexualidad y reproducción.
La clasificación de la sexualidad, del género y de la familia vuelve a asentarse en el nicho de los discursos misóginos y homolesbotransfóbicos que buscan retroceder el derecho a decidir. Nuevamente, se recrudece el binarismo postulado en etiquetas que encasillan a las personas entre lo normal y lo anormal, entre lo natural y lo antinatural, entre lo ‘enfermo’ y lo sano, entre lo bueno y lo malo.
Una ola de fundamentalismo religioso se ha instaurado, y de forma radical, en instancias del Estado. Tenemos a Alejandro Ordóñez, un personaje del ala más oscurantista y conservadora del catolicismo, al mando de una institución del Estado que tiene como función garantizar los derechos de todas y todos los colombianos. Tenemos a personajes como Roberto Gerlein y Jose Darío Salazar –quien por fin salió– en el Congreso, legislando desde discursos que legitiman la discriminación, la exclusión y la subordinación. Tenemos concejales que promueven una única posibilidad de construir familia, que llaman anormal, inane y enferma a cualquier tipo de expresión sexual o familiar distinta a la heteronormativa y patriarcal, personajes que, sin lugar a dudas, intentan revivir y resucitar la época de la inquisición.
Pero, el problema mayor no está en que Ordóñez, Gerlein y Salazar crean en un modelo único y posible de sexualidad y familia sino en que ellos están legitimando estos discursos desde un lugar de autoridad y de poder, desde el Estado. Y esto resulta preocupante porque Colombia hace más de 20 años ratificó el divorcio entre iglesias y Estado. Sin embargo, de manera cínica e ilegal estos personajes y funcionarios públicos evaden sin escrúpulo alguno la laicidad del Estado y pasan por alto los mandatos constitucionales con el objetivo de controlar, subordinar y ejercer control sobre los cuerpos, haciendo retroceder derechos.
Un ejemplo de esto es que hace casi ocho años en Colombia, a través de la Sentencia C-355 de 2006 de la Corte Constitucional, se despenalizó el aborto en tres causales, lo cual ha significado un avance en derechos en el que se reconoce la capacidad que tienen las mujeres para decidir si interrumpen o no un embarazo cuando es producto de una violación, cuando existe malformación fetal incompatible con la vida extrauterina y cuando la vida o la salud de la mujer está en riesgo.
Esta sentencia le dio a las mujeres, el poder de controlar su vida, sexualidad y reproducción. Sin embargo, desde entonces quienes se creen dueños de la moral y de los cuerpos de las mujeres han encaminado distintas acciones con el objetivo de retroceder la sentencia y retomar ese rumbo arcaico y fundamentalista de siglos anteriores.
El procurador general de la nación, Alejandro Ordóñez, encargado de velar por los derechos y mandatos constitucionales, se ha negado a garantizar el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo, lo ha satanizado, lo ha desvirtuado y ha retrocedido su reglamentación. José Darío Salazar, en cabeza del partido Conservador, presentó en 2011 un proyecto de acto legislativo para que, a través de una reforma constitucional, se negara este derecho. De la misma manera, Roy Barreras ha firmado acuerdos con iglesias cristianas para obstaculizar los derechos sexuales y reproductivos, y a su vez promover una agenda legislativa acorde a los intereses de estos cultos.
Nuevamente, esta alianza entre iglesia y Estado se sitúa como la piedra angular en el reconocimiento y garantía del derecho a decidir de las mujeres, en la construcción de sociedades que reivindiquen la diversidad y que reconozcan las diferentes formas del ser. Esta alianza es, en definitiva, una peste que nubla la multiculturalidad, la democracia, la participación, la dignidad humana, la libertad y la autonomía, que busca, a través del poder formal del Estado, reformar las leyes a su conveniencia con el único objetivo de retomar de manera absoluta la administración de los cuerpos y emprender un camino de retorno a la inquisición.
Es por esto que como ciudadana y sujeta de derechos exijo a quienes están en su función pública que no haya injerencia de religiones, iglesias o credos en el Estado, y de paso les recuerdo que Colombia es un Estado laico que debe respetar la libertad de conciencia, de credo, la multiculturalidad, la diversidad sexual y el derecho a decidir de todas y todos.
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