Junio 2 de 2009
Se ha vuelto en Colombia asunto prohibido, casi un pecado, cuestionar al presidente o a cualquiera de los miembros de su familia. Los críticos son permanentemente descalificados, tildados como aliados de la subversión, procesados judicialmente o señalados como enemigos de ‘los altos intereses de la patria’ que Uribe Vélez dice defender. Así mismo, quienes han insinuado o acusado las posibles relaciones entre el clan presidencial y el mundo del crimen son perseguidos o asesinados, como ocurrió recientemente con el exparamilitar Francisco Villalba Hernández. Hoy, cuando los hijos del mandatario son señalados de usar su posición privilegiada para enriquecerse –precisamente aquello que ha caracterizado a los dueños del país durante gran parte de la historia de ‘la democracia más antigua del continente’–, todas las voces oficiales salen a justificar las andanzas de Tomás y Jerónimo Uribe, legitimando que los hijos de los poderosos tuerzan o rompan a su gusto las leyes.
Así, el nepotismo –el viejo vicio de convertir al Estado en una herramienta para favorecer a la familia de los gobernantes– consume desde la médula a la formalidad de la democracia colombiana. El sistema político, que debería garantizar oportunidades iguales para todos los ciudadanos, se postra ante una nueva dinastía en el poder, que se introduce a la fuerza en la vieja lógica de los antiguos abolengos y de los tradicionales dueños del país.
Tomás y Jerónimo Uribe no sólo se benefician de la popularidad de su padre, constituida a partir del poder de los monopolios comunicativos, sino que usan el aparato estatal para multiplicar las ganancias de sus muy legales pero nada legítimos negocios, ya sea especulando financieramente con la estafa de DMG, lo que supo aprovechar políticamente su padre el año pasado; jugando con los precios de la tierra, en proyectos como la Zona Franca de Occidente (Mosquera, Cundinamarca) o el Proyecto Sabana (Tocancipá, Cundinamarca); explotando la mano de obra indígena en la Sierra Nevada de Santa Marta para la exportación de artesanías, realizando compras nada legítimas de tierras en La Guajira para megaproyectos turísticos o dejando sin derecho al sustento a miles de familias que viven del reciclaje en Bogotá, para establecer el monopolio sobre toda esa cadena productiva.
Mientras tanto, a los hijos de los trabajadores no les resta sino la otra porción de las leyes, la misma que les impone las labores más oprobiosas y la misma que les niega todo tipo de oportunidades. Luego de que el Consejo de Estado fallara en contra de la vinculación obligatoria de jóvenes colombianos a las labores de inteligencia y combate del Ejército Nacional, reduciendo el pie de fuerza exclusivamente a los soldados profesionales que son reclutados voluntariamente, tanto el exministro de Defensa, Juan Manuel Santos, como toda la cúpula militar han puesto el grito en el cielo por lo que consideran un exabrupto contra la ‘política de seguridad democrática’: el hecho de que a los soldados bachilleres, en su absoluta mayoría reclutados de sectores populares, no se les obligue a hacer el ‘trabajo sucio’ que el establecimiento no impone a los hijos de quienes mandan en el país, porque para estos últimos se quedan los privilegios y se niegan los sacrificios.
Tomás y Jerónimo Uribe siguen, mientras tanto, aprovechando estos privilegios, que se maximizan si se tiene en cuenta que su padre, Álvaro Uribe, ocupa el puesto de mayor prestigio en el país y, a través de su despacho, se pueden obtener informaciones a las que prácticamente ningún colombiano tendría acceso normalmente. Los ministros de Comercio Exterior y de Hacienda demostraron, con su comportamiento en el caso de la Zona Franca de Occidente, que la permanencia en el poder del actual mandatario durante dos periodos consecutivos, y su evidente aspiración a un tercer mandato, convierte al Estado en un apéndice del Ejecutivo y a los funcionarios del gobierno en un singular séquito para la incuestionable familia presidencial. Toda una dinastía en ascenso.
Así como los Somoza se hicieron con la propiedad de dos tercios de las tierras cultivables en Nicaragua, de la única aerolínea y de los medios de comunicación, con un gobierno que duró más de tres generaciones hasta que fue derrocado por la Revolución Sandinista, la dinastía emergente salida del Ubérrimo va construyendo sus propios monopolios en distintas ramas de la economía y busca ponerse al más alto nivel de la clase dominante para garantizar su futuro en el poder: los hijos y la esposa del presidente siguen cuidadosamente el camino que les enseñan los negocios del primo Mario y el tío Santiago, en el que todo vale para insertarse entre los ‘cacaos’ del país y, de hecho, imponerse dentro del esquema de poder en Colombia.
Los siete años de Uribe en el poder, que curiosamente coinciden con el tiempo que sus hijos llevan haciendo negocios, han investido al mandatario de un poder político por encima de cualquier otro en el país, poniendo a su familia en una posición altamente privilegiada que será muy seguramente superada con creces en su posible tercer mandato presidencial. Mientras tanto, ‘el país de a pié’ mira con asombro ‘las aventuras de Tom y Jerry’ y no se atreve a contradecir al ‘jefe de jefes’ que hoy encabeza el gobierno. Falta ver si tanto exceso va a seguir siendo permitido por una población que, muy seguramente, sigue pensando que la llegada de un mesías paisa a la presidencia y su permanencia es la garantía de una ‘democracia’ que sigue resquebrajándose con el ascenso de la nueva dinastía del Ubérrimo.
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