Cada 13 de noviembre, miles de armeritas se dan cita en el camposanto que reemplazó lo que una vez fue su pueblo - Foto: Omar Vera.
Mi generación será la última que recordará lo que era Armero antes y después de la tragedia natural más grande de la historia de Colombia.

Por: Omar Vera – noviembre 12 de 2015

Mi generación será la última que recordará lo que era Armero antes y después de la tragedia natural más grande de la historia de Colombia. Hoy, cuando conmemoramos 30 años de estos hechos, nos vemos ante un terrible reto: si los colombianos, comenzando por los propios armeritas, no tomamos en serio la lucha por la memoria de lo ocurrido es muy posible que, luego de que partamos de este mundo quienes nacimos antes del 13 de noviembre de 1985, el país nos condene al olvido y nuestra relato sólo sea un dato más en los manuales de historia.

Y es que aunque hayan pasado treinta años de la avalancha que sepultó nuestro cálido y activo terruño, llevándose consigo al menos a 20.000 de nuestros paisanos según las cuentas más conservadoras, extraviando a miles y dejando a la mayoría de los que quedaron regados por el mundo y en una difícil condición social y económica, las cuentas sobre lo ocurrido en Armero no están claras aún para quienes vivieron la tragedia en carne propia ni para quienes, como yo, tuvimos que padecerla a través de nuestras familias.

Han sido treinta años de hacernos preguntas y de encontrar silencios, de tratar de dilucidar la verdad y recibir evasivas como respuestas, de tratar de que se haga justicia con quienes se enriquecieron con el desastre y encontrarlos intocables en el club de los más poderosos del país, de enfrentar la adversidad y de seguirnos buscando por el mundo sin parar un solo día.

"Aquí nacimos, no sabemos dónde ni cuándo morimos (sic.)" - Foto: Omar Vera.
“Aquí nacimos, no sabemos dónde ni cuándo morimos (sic.)” – Foto: Omar Vera.

A pesar del sopor que cubre la memoria de muchos de nuestros paisanos con ese particular estado de fuga colectivo, una especie de amnesia generalizada que sirve de refugio a quienes más tuvieron que sufrir en la tragedia, cada año nos volvemos a encontrar en el camposanto gracias a los valerosos esfuerzos de gentes como las que impulsan la Asociación Colonia Armerita, la fundación Armando Armero y, actualmente, toda clase de propuestas para mantener vivo el recuerdo, como la que promueve actualmente la ingeniera Claudia Méndez y muchas otras que no menciono pero llevo siempre en mis recuerdos alegres de esta lucha por la memoria.

Allí, donde las ruinas nos recuerdan el lugar al que no podemos regresar, la esperanza y el recuerdo reúnen cada año a miles de paisanos que, buscando reencontrase, limpian sus terrenos, restauran como pueden sus muros o simplemente dan una vuelta por las calles retomadas por la vida, los árboles y las aves que alegran los corazones de quienes vimos la planicie gris bajo la que quedó sepultado Armero, tal vez, hundido bajo el lodo con el que nos cubren las voces que desde siempre definen, con malicia y conveniencia, lo que los colombianos recuerdan.

Sin embargo, somos más que barro y olvido. Poco a poco nos empezamos a mirar a los ojos, a encontrarnos y a volver a tejer nuestras historias. Nuestra identidad, la de la última generación de armeritas, se define en torno a un recuerdo que apenas podemos empezar a sacar de las ruinas de lo que se ha callado durante tres décadas y que nos acompañará toda la vida. Por eso, nuestro reto es no dejar morir la memoria, es lograrle contarle al país la verdad, luchar por la justicia y hacer todo lo posible porque esto nunca más vuelva a pasar.

El médico Alonso Oviedo, uno de los armeritas que más ha luchado por mantener viva la memoria, me dijo una vez una frase que me calentó el alma y me reconcilió conmigo mismo: “armerita es todo aquel que nació en Armero, todo aquel que tiene a su familia de Armero y todo aquel que siente como suya la tragedia de Armero”. A pesar de haber nacido en Bogotá, hijo de una armerita que ha trabajado toda su vida sin descanso, me siento de Armero, de ese hogar al que no puedo retornar y de esa tragedia que los poderosos del país tratan de que olvidemos: la de la corrupción y el juego político con las ayudas, la de la pobreza que se pudo evitar, la de las carencias de miles que beneficiaron a terratenientes, agroindustriales y empresarios de la construcción, la de un país que sigue casi invariablemente gobernado por quienes aprovechan la furia de la naturaleza para reordenar el territorio según la lógica de ganancia de unos pocos, como no sólo ocurrió en este desastre sino también en el Eje Cafetero y en todos los lugares donde se ha culpado a la ‘mano de Dios’ de las conveniencias humanas.

Armero debe resistir y emerger, como la vida que hoy se toma sus calles, del sufrimiento y el olvido. Nuestra tierra, que se erigió como un lugar que valerosamente dio cobijo a los perseguidos de tantas violencias desde 1895, reclama que Colombia le dé su lugar en la historia, que se nos devuelva a nuestros niños perdidos por el mundo, que los beneficiarios de nuestra tragedia digan lo que saben y respondan ante la justicia antes de morir de viejos, y que el país se atreva a verse al espejo y a recordar amorosamente a los armeritas, a ese pueblo de gentes amables y dicharacheras que comerciaban café y algodón en el norte del Tolima, y a las que hoy sólo se recuerda untadas de barro.

Cae un gran peso sobre los hombros de esta última generación de armeritas. A partir de mañana, la cuesta abajo de la historia nos dirá si seremos capaces de mantener viva la memoria o si, simplemente, dejaremos que los poderosos sigan contando nuestra historia como mejor les plazca y nos condenen al olvido. Sueño con que seamos capaces de lograr lo primero y que a nuestra muerte Colombia se narre a sí misma con el corazón en Armero.

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