Por: Guillermo Baquero* y Andrés Gómez** – julio 29 de 2016
La guerra en Colombia entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP) y el Estado ha durado cinco décadas, un periodo de política con armas en el que aparatos militares y paramilitares del Estado e insurgencia han trabado una lucha a muerte.
Por eso, los comunicados conjuntos de la mesa de conversaciones de La Habana número 75 y 76 son tan importantes: el 23 de junio de 2016, las FARC-EP, una guerrilla con unidad, autosuficiencia y habilidad para enfrentar políticas cívico militares de contrainsurgencia, realiza un acto de confianza con su antiguo enemigo y anuncia que los guerrilleros confían en que se respetará su vida y se cumplirán los acuerdos.
Por lo pronto, el cese unilateral de la guerrilla ha significado la reducción de acciones bélicas. Durante los últimos once meses, de acuerdo con el último informe del Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (Cerac), se han reducido como nunca antes en 51 años las acciones armadas. Así, el cese el fuego definitivo anuncia que la guerra entre las FARC-EP y el Estado se terminó. Ahora la confrontación es entre el Estado, el Ejército de Liberación Nacional (ELN), el Ejército Popular de Liberación (EPL) y el paramilitarismo.
El paso de las FARC
En seis meses las guerrillas pasarán a participar de espacios políticos y de la vida económica, cultural y social del país, y se encontrarán con las dificultades que enfrenta hoy el movimiento social. En ese sentido, se espera que la respuesta del Estado cambie y que deje de castigar movimientos sociales con la criminalización de la protesta y la aplicación de fórmulas militares para la resolución de conflictos sociopolíticos.
En otras palabras, no se pueden repetir las mismas fórmulas para la resolución de conflictos que hace más de 50 años dieron origen a las FARC en Marquetalia en 1964, momento en el que el Estado desplegó más de mil soldados y aeronaves para combatir a 150 personas de filiación comunista, entre los cuales solo había 48 combatientes. También es necesario que se detengan las políticas de exterminio sistemático que llevaron al genocidio de la Unión Patriótica y otros partidos políticos de oposición a finales del siglo XX, además de la eliminación sistemática e impune de sindicalistas que lleva más de tres décadas y, ahora, el asesinato selectivo de defensores de derechos humanos, líderes de restitución de tierras despojadas y ambientalistas.
Aunque en Colombia desde hace largo tiempo las medidas contrainsurgentes edificadas en el marco de la Guerra Fría han sido acatadas de forma salvaje y paranoide por las fuerzas armadas, se espera que el paso de las FARC-EP hacia la dejación de las armas y, con ello, su aceptación de la soberanía estatal sea acompañado por una reducción de las políticas del enemigo interno que se han fosilizado. En ese ámbito, la observación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (Celac) y de las Naciones Unidas será puesta a prueba.
Sin cambios y garantías reales para la participación política, los guerrilleros se encontrarán con la represión dirigida hoy contra los pobres y que imposibilita la participación democrática sobre el modelo de administración política y económica del país.
Tenemos la esperanza de que las fuerzas armadas cuiden la integridad de los guerrilleros, al tiempo que la vida de políticos, ambientalistas, sindicalistas, periodistas y defensores de derechos humanos. A fin de cuentas, muchos de los excombatientes se convertirán seguramente en ambientalistas, sindicalistas, defensores de derechos humanos, políticos y periodistas. Así, esperemos que el desmonte de la guerra sirva para participar y cristalizar ese nuevo tiempo que tanto han anhelado los hogares del campo y las ciudades de Colombia.
¿Qué queda?
Con este trascendental paso, Colombia merecería un cambio en el modelo económico, pero no ha habido acuerdo de paz que aborde esos cambios en el mundo y muchos apenas han llegado hasta procesos de verdad y justicia restaurativa. Con el acuerdo, se pretende mediante una política agraria sacar el campo de la pobreza en diez años. Eso es algo nuevo en unos diálogos de este tipo, puesto que pone como central el problema más importante que ha estallado las últimas siete décadas en Colombia. Sin embargo, las esperanzas no pueden empantanarse en la espesura de las promesas: era evidente que la agenda política que la insurgencia no logró establecer por la vía armada no se arrancaría por la vía dialogada a una contraparte capitalista y neoliberal.
Dejar de disparar no es traicionar los ideales, como pueden interpretar algunos; tampoco se está dajando el país en manos de las FARC, como miente la extrema derecha. De hecho, con la dejación de armas de parte de esa organización, algunos territorios que habían sido protegidos de la tala y los megaproyectos ahora quedarán disponibles y a dispocisión de las multinacionales que conforman el eje económico de Santos: minería, agroindustria, energía y transporte a gran escala por ríos, vías y puertos. No obstante, la guerrilla nunca se trazó como misión la de guardabosques, aunque la misma guerra los convirtiera en ello, y con los acuerdos no está entregando territorios al mercado transnacional, pues esa condición del despojo sistemático e institucionalizado hace parte de la agenda del Estado colombiano. Un Estado en disputa, pero una disputa que merece un estadio distinto en la confrontación armada.
Así, la guerra en Colombia aún no ha terminado, eso lo sabemos, pero tenemos una inmensa alegría y celebramos que se hayan sentado bases determinantes para la culminación de décadas de confrontación armada y para la construcción de una paz con justicia social. Esperamos que los colombianos logremos escribir una historia diferente desde ahora.
También esperamos que la solidaridad de los pueblos con los movimientos sociales en Colombia sea activa. De acuerdo a lo firmado hasta ahora, Colombia enfrenta un proceso de desarrollo a diez años en el campo, vivirá un proceso de reconstrucción de la verdad y, por primera vez, las FARC competirán en la arena electoral mientras se combate el paramilitarismo. El reto para el país no es pequeño.
En ese sentido, se necesita del apoyo internacional y no solo en términos de vigilar que cese la violencia política: es necesario seguir apoyando las organizaciones sociales que por décadas han propuesto vías para alcanzar la paz y alternativas al modelo económico extractivista. En ese sentido, es necesario que las izquierdas internacionales presionen a sus gobernantes para que se respete a las organizaciones populares. Si partimos de que es en la organización donde hay esperanza, entonces, el apoyar formas de organización decoloniales, anticapitalistas y sostenibles es una responsabilidad global en las agendas de la izquierda.
*Presidente de Latinamerikagrupperna, **Presidente Colombianätverket.
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