Por: Marcela Zuluaga Contreras – noviembre 8 de 2021
Claudia Jimena Pai habla de forma serena cuando se le pide que cuente su vida: como muchos indígenas, sabe que hay cosas que no pueden hacerse con prisa y que requieren que uno se piense bien las palabras. Se describe a sí misma como una mujer sencilla del municipio de Tumaco, ubicado al extremo suroccidental de Colombia, que mantiene una fuerte conexión con su territorio, la naturaleza, los ríos, las plantas y los animales, a la vez que lucha por los derechos de su pueblo awá en una de las regiones más peligrosas de Colombia.
Claudia, al igual de las demás mujeres awá, debe afrontar cada día la violencia del conflicto armado, el debilitamiento de su cultura, la desatención estatal, el incumplimiento de los acuerdos de paz, las acciones de los grupos armados y sus disputas territoriales, la expansión de los cultivos de uso ilícito, la minería, los monocultivos y la contaminación ambiental en su territorio.
Defendiendo el katzasu
En su lengua, el awapit, los indígenas awá se definen como gente de montaña, como un pueblo tranquilo que, en medio de las dificultades, ha tratado de preservar su territorio, su katzasu, como un lugar para el desarrollo del pensamiento, para trabajar y disfrutar. No obstante, esto no ha sido fácil: el despojo de sus tierras, la presencia de grupos armados, la minería y los cultivos de palma que se han ido implantando allí ya no les permiten pescar, cazar ni cultivar plantas medicinales en la selva, según sus costumbres.
Después de siglos de defender su territorio de incas, españoles, criollos, colonos, Fuerza Pública y grupos al margen de la Ley, los awá se mantienen en varias zonas de la actual frontera entre Colombia y Ecuador, entre las infranqueables alturas de los Andes y el océano Pacífico, regidos por la imponente presencia del río Telembí en esa selva del Chocó biogeográfico cuyas lluvias resultan casi eternas y cuyo colorido demuestra la diversidad y el poder de la vida en este rincón del planeta. Allí viven, cuando menos, 44.516 awá del lado colombiano, aproximadamente 39.000 en el departamento de Nariño y 5.000 en Putumayo, según cifras del Departamento Nacional de Estadística (DANE), que comparten unos 22.000 km2 por los que vienen luchando desde que el Estado empezó a reconocer sus resguardos y autoridades tradicionales luego de la promulgación de la Constitución de 1991.
Sin embargo, defender el territorio awá no ha sido nada fácil en los últimos años. El katzasu se ha convertido en una zona en disputa para los múltiples actores del conflicto armado que desde hace dos décadas han ido conectando sus corredores estratégicos en la Amazonía y la frontera binacional con una salida al Pacífico, en particular hacia la zona de Tumaco y al norte por el macizo colombiano a través del triángulo del Telembí.
En estas selvas los awá soportan cada día el paso de militares, policías, guerrilleros, paramilitares y delincuentes organizados que se movilizan sus tropas por allí, irrespetando su autonomía, y se enfrentan entre sí por el control de una de las zonas de Colombia en que más se produce hoja de coca, mientras la minería de oro y los cultivos industriales de palma aceitera hacen cada vez más huecos en el bosque tropical. En estos territorios los awá, el pueblo de Claudia, han sufrido la guerra, las masacres, el desplazamiento forzado, el reclutamiento de sus jóvenes, las amenazas y los asesinatos sistemáticos de sus líderes.
Mujer, indígena y lideresa: un triple riesgo
Según relata Claudia, sus primeros pasos en el liderazgo indígena los dio en 2004 y desde entonces ha tenido distintas responsabilidades en temas de salud y educación propia de los awá, de acuerdo con su identidad, tradiciones y conocimientos ancestrales. Además, en 2012, fue una de las personas responsables de la construcción del plan de salvaguarda, una herramienta fundamental para evitar la extinción cultural de su pueblo ante los riesgos que afronta, y entre 2016 y 2021 fue elegida como parte del consejo de gobierno de la Unidad Indígena del Pueblo Awá, la organización más importante de este grupo originario, donde se le asignó la responsabilidad de coordinar el área de Mujer y Familia bajo un enfoque de prevención de los riesgos que corren las comunidades, las mujeres y los niños en medios del conflicto armado y la crisis humanitaria.
Por sus labores Claudia ha sido víctima de múltiples amenazas, desplazamiento forzado, exilio y agresiones verbales. Ella, que ya completa casi la mitad de su vida como lideresa indígena, sabe bien lo que implica su lucha por defender los derechos de su pueblo de la tierra en una zona en la que más de una docena de grupos armados se enfrentan cada día y buscan constantemente involucrar a la población indígena en sus actividades. Por eso, asegura que estos ataques ocurren “cuando uno está defendiendo, como awá, sus principios y [exige] respeto”.
En 2019, mientras visitaba el corregimiento de Llorente, uno de los más complejos en términos de conflicto armado y producción de cocaína en el municipio de Tumaco, Claudia sufrió un atentado contra su vida cuando desconocidos dispararon contra el vehículo blindado en que se movilizaba. Según reconoce, el esquema de seguridad que le asignó la Unidad Nacional de Protección (UNP), la institución que en Colombia es la encargada de brindar garantías a las personas en riesgo, “ayudó porque me intentaron asesinar […] esto hace que el esquema le sirva a uno para algunas cosas, como estos riesgos que uno tiene”, pero también resalta las limitaciones que le impone a su labor comunitaria tener que moverse en este tipo de automotores y estar acompañada de guardaespaldas en territorios en los que el miedo de la gente en medio de la guerra es parte del día a día. De hecho, Claudia destaca que para líderes awá como ella resulta mucho más confiable poner su vida y su seguridad en manos de la guardia indígena, un mecanismo de control territorial de los pueblos originarios que está conformado por voluntarios que no portan ningún tipo de armas.
Más recientemente, en enero de este año, fue amedrentada por parte de guerrilleros disidentes al proceso de paz con las antiguas FARC-EP en su propio resguargo, Chiringuito Mira. Al respecto, asegura que la llegada de nuevos grupos armados al río Mira ha aumentado la tensión en territorios indígenas que, como el suyo, se encuentran en medio de la guerra por el control de los cultivos de coca de la región. Claudia asegura que estos hombres se presentaron armados cuando trataba de ir a su casa y que “ellos siempre están en los territorios, amenazando con sus armas […] Es la casa de uno y no lo pueden venir a intimidar, no tenemos por qué estar pidiendo permiso”.
No obstante, acepta que siente miedo por los frecuentes ataques que ha sufrido, “pero ahí es donde toca estar fuerte […] y seguir defendiendo la vida y el territorio, que es lo que a uno más fuerza le da”. Para ella, ser mujer y dirigente indígena es motivo de orgullo por seguir el ejemplo de sus ancestros y esto la motiva, pese a los riesgos, “a seguir tejiendo desde la palabra, a seguir tejiendo desde la lengua y desde nuestra realidad”, y espera que sus esfuerzos y los de otras como ella puedan servir para “ir revitalizando con nuestras compañeras y seguir formando lideresas”.
Un verde intenso y brillante
Los awá, como muchos de los pueblos indígenas de Colombia, han sufrido la pobreza y el abandono estatal. Por lo cual han tenido que subsistir sembrando coca, lo cual fue cambiando su cultura y vinculándolos a las complejas economías derivadas de los cultivos ilícitos. Hoy, algunos de sus territorios hacen parte de la colcha de retazos verde claro que se extiende por el suroccidente de Colombia y sufren por la llamada ‘guerra contra las drogas’.
Según el monitoreo de territorios afectados por cultivos ilícitos realizado por el Observatorio de Drogas de Colombia, en 2019 los cultivos de coca en Nariño ocuparon 36.964 hectáreas, con lo cual el departamento en que más indígenas awá viven deja de encabezar la lista de los que mayores cultivos ilícitos presentan en Colombia, luego de que la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) reportara en 2017 una extensión de 45.735 hectáreas sembradas con esta planta que, aunque sagrada para los pueblos indígenas, es empleada para uno de los negocios ilícitos más lucrativos en el mundo. Debido a la pandemia de la Covid-19, ninguna de las dos entidades ha publicado todavía su reporte de 2020.
Esta reducción se debe principalmente a que muchas familias campesinas, afrodescendientes e indígenas del departamento se vincularon a los programas de sustitución voluntaria de cultivos ilícitos contemplados en el acuerdo de paz, aunque los awá decidieron mantenerse al margen de estos por carecer de un enfoque que protegiera su autonomía cultural y territorial. Sin embargo, las autoridades awá muestran su preocupación porque el actual gobierno colombiano siga imponiendo a quienes viven de cultivar la hoja de coca para subsistir y nada tienen que ver con las mafias del narcotráfico una política de militarización de los territorios, erradicación forzada y las fumigaciones con herbicidas contaminantes que ya demostró ampliamente su fracaso.
Según el Ministerio de Defensa, durante 2020 los equipos de erradicadores, grupos de civiles escoltados por policías y en algunos casos militares, arrancaron plantas de coca o fumigaron manualmente con glifosato 130.147 hectáreas en toda Colombia. Mientras tanto, el gobierno de Iván Duque, férreo opositor de los acuerdos de paz alcanzados entre el Estado y la antigua guerrilla de las FARC-EP, ha insistido en volver a la fumigación masiva de los campos y selvas del país con el controvertido herbicida glifosato, a pesar de las restricciones impuestas por la Corte Constitucional en 2017 que tienen suspendido, por ahora, el programa de aspersión aérea sobre cultivos ilícitos. Al respecto, el ministro de Defensa, Diego Molano, ha señalado que su cartera tiene “listos y preparados nueve aviones automatizados” para reanudar estas operaciones sobre 26.000 hectáreas en un plan piloto que incluye la zona rural de Tumaco, donde se encuentra el territorio ancestral de Claudia.
Según UNODC, durante 2019 circularon en el mundo más de 5.000 toneladas de clorhidrato de cocaína, la mayoría de origen colombiano, siendo los mayores mercados de destino Norteamérica (Estados Unidos y Canadá), la Unión Europea y Australia. Según la agencia internacional, en la última década el consumo de drogas en el mundo ha aumentado un 22%, especialmente durante la pandemia de la COVID-19. Sin embargo, las políticas de combate al narcotráfico siguen enfocadas en los países productores, como Colombia, mientras hay pocos avances en materia de prevención del consumo en los países que compran estas sustancias.
Para los awá, la erradicación forzosa de plantas de coca sigue causando graves inconvenientes culturales, sociales y ambientales para su katzasu. Las fumigaciones aéreas indiscriminadas han envenenado el agua, deteriorado los bosques, afectado animales domésticos y, aún más grave, les impidieron seguir cuidando de sus chagras, sus cultivos tradicionales de plantas medicinales, lo cual también impidió la transmisión del saber de su medicina tradicional. Además, ha implicado la militarización de sus resguardos, lo cual ha aumentado la grave crisis humanitaria que sufren y que ha costado la vida de 44 personas de sus comunidades en el último año, de acuerdo con la UNIPA.
Claudia es consciente del altísimo costo que su pueblo ha tenido que pagar por la ‘guerra contra las drogas’, dado que a los awá no se les ofrece una alternativa distinta a la militarización de sus territorios, el irrespeto por su autonomía y autoridades, y la constante violación de sus derechos. Para ella, no hay otra manera de afrontar esta situación que luchando, pues, “como mujeres tenemos que aportarle a la parte ambiental en defensa de nuestro katsasu, nuestro territorio y la naturaleza”.
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