Noviembre 27 de 2009
Las actuales tensiones entre Colombia y Venezuela no sólo preocupan por las intenciones guerreristas que se impulsan en la región sino que reflejan las verdaderas preocupaciones de los sectores que tradicionalmente han ejercido el poder en Colombia desde que Chavez está en la presidencia de la hermana república.
En 1999, cuando ganó las elecciones el actual presidente venezolano, varias de las más prestantes familias y sectores empresariales de Colombia empezaron a desarrollar constantes ataques contra el enemigo que veían en el Socialismo del Siglo XXI que el nuevo mandatario de la hermana república ha enarbolado como consigna. Al mejor estilo de la Guerra Fría, las siete bases de EEUU son la respuesta al giro hacia la izquierda que han escogido varios países del contiente y un paso para consolidar la intervención y el autoritarismo de una potencia que, apoyada en semejantes aliados, no está dispuesta a perder más terreno en la región, empleando especialmente lo aprendido de la modalidad de guerra de baja intensidad.
En 2002, Pedro Carmona, el golpista que no aguantó tres días en el poder ante la restitución de Chávez lograda por el pueblo venezolano, fue recibido como asilado político por el gobierno colombiano, mientras Juan Manuel Santos, en aquel entonces ministro de Hacienda del gobierno Pastrana, celebraba públicamente las actuaciones de ‘Pedro el Breve’ y lo apalancaba con todas sus influencias como nuevo catedrático en temas de teoría constitucional y derechos humanos de la Universidad Sergio Arboleda. Toda una paradoja, sólo posible en Colombia.
Nuestro país, desde 2002, es la punta de lanza en una modalidad de guerra soterrada que busca socavar la dignidad y autodeterminación de Suramérica. Muestra de ello es la exportación de paramilitares a Venezuela y a Honduras, además de las denuncias de los presidente Correa y Chávez acerca de intentos de asesinato en su contra, coordinados por paramilitares colombianos y grandes empresarios ecuatorianos y venezolanos.
Uribe ha sido el hombre ideal para manejar estos planes de agresión hacia el régimen alternativo de Caracas. Desde que llegó a la presidencia, pocos meses después del fallido golpe contra Chávez, los ejércitos de ultraderecha se tomaron gran parte de Colombia y, según investigaciones de la Fiscalía, inflitraron el DAS, el Ejército, el Congreso, varias gobernaciones y muchos otros cargos públicos. Al mismo tiempo, los pequeños y grandes conflictos fronterizos se han multiplicado a un nivel no visto desde el diferendo de Coquivacoa de 1987, que estuvo a punto de terminar en una confrontación armada, mientras en San Antonio (Estado Táchira, Venezuela) los paramilitares provenientes del Catatumbo se tomaron progresivamente la ciudad y empezaron a esparcirse hasta llegar hoy a formar un ejercito de más de 2.500 hombres que controla buena parte de la zona fronteriza, según declaraciones de un paramilitar desmovilizado para el programa Contravía.
El cierre de fronteras, los asesinatos, denunciados o desconocidos, de ciudadanos y efectivos de organismos de inteligencia de ambos países en la zona fronteriza son hechos que han llegado a un punto ideal para que EEUU justifique que su presencia militar en territorio colombiano sea para operar no sólo contra el narcotráfico sino contra los que considera ‘vecinos hostiles’ de su principal aliado suramericano: mientras sea funcional a los intereses de las multinacionales, garantice la presión hacia Venezuela y convierta a Colombia en un gigantesco portaaviones para el control del hemisferio, Uribe no sólo se quedará como mandatario por un tercer periodo sino todos los que los recursos de la potencia del norte y sus aliados en Bogotá puedan garantizar.
El verdadero problema que enfrentamos los colombianos y los demás pueblos de América Latina es que EEUU busca retomar, desde las siete bases militares que se ubicarán de manera ilegal en nuestro territorio patrio, el control de un continente que se le sale cada vez más de las manos. Ante estos deseos, la experta hipocresia de la clases dirigentes colombianas y la inteligencia delincuencial que penetra por todas partes al gobierno han manejado el conflicto con el hermano país de Venezuela de tal manera que, para la opinión pública colombiana, el agresor parezca ser Chávez, cuando en realidad su nación es la agredida. Mientras tanto, de manera astuta, la diplomacia colombiana abona el terreno, al interior de organismos internacionales como la OEA y la ONU, para legitimar una intervención a gran escala que no repercuta en una condena internacional.
Pero a Uribe se le olvida una cosa: los dueños del poder en EEUU y Colombia sólo se quieren a ellos mismos y al ‘capataz’ es al que pueden endilgar todas las responsabilidades en el momento que sea oportuno. Mientras tanto, él y su fraticida política de seguridad democrática seguirán actuando en contra de los intereses del pueblo de Colombia y de los países Suraméricanos.
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