Por: Rodolfo Celis – junio 16 de 2016
Hubo un tiempo, por allá en los ochenta, cuando los escarabajos enamoraron a Europa. Pocos sabían en el pelotón de dónde habían llegado, pero había rasgos que les caracterizaban: un color de piel aindiado, unas fisonomías obreras, un hablar bajito, monosilábico, que rehuía de la cámara.
En un principio eran un exotismo que se permitía cualquiera de las grandes vueltas. Pero, pronto, muy pronto, después de que Alfonso Flórez reventara los pronósticos del Tour de L’Avenir y Pacho Rodríguez subiera a un podio de la Vuelta de España con el que nadie contaba. Tras un par de exhibiciones soberbias cuando la carretera iba cuesta arriba, se prendieron las alarmas: ¡cuidadito con los colombianos! Hinault fruncía el entrecejo, Delgado miraba de reojo, LeMond cuidaba su rueda.
Aquellos primeros años fueron de fiesta, incluida una ronda española de Lucho Herrera. Los amantes de la bicicleta neutrales los amaron enseguida. ¿Cómo no les iban a querer si no más había que ver con qué entusiasmo dinamitaban las carreras? ¿Con qué valentía se lanzaban a ataques suicidas sin respeto por ningún nombre o camiseta? ¿Con qué ganas se atragantaban de nubes en Los Alpes o se rompían la cara en esas bajadas diabólicas cubiertas de nieve? ¿Cómo no les iban a querer si llevaron una emoción de trópico y panela a unas carreras de tres semanas donde primaba el respeto y nunca se alteraban las quinielas?
No más hay que ver cómo aquellos desarrapados venidos de quién sabe dónde le rompían las piernas a los grandes capos y cómo un Hinault fatigado le rogaba al jardinerito de Fusagasugá que no arrancara, que lo esperara, que de por dios no le hiciera eso, en un tour donde los meros criollos demostraron que era humano y atacable. O cómo sólo las motos pudieron contener a un Fabio Parra desbocado rumbo a la meta en el tour de 1988 y cómo Reynolds tuvo que negociar con los rusos para evitar que el mismo Parra les arrebatara una Vuelta a España de 1989 en que los colombianos de Kelme y Postobón daban exhibiciones un día sí y otro también.
Pero aquella épica acabó pronto, en los temprano noventa, después de que Indurain, el último grande, fuese humillado por un cuarentón Bjarne Riis que iba hasta la coronilla de sustancias. Entonces, el cielo de las bielas se cubrió de nubes muy negras, se contaminó de tóxicos, jeringas y dinero. Y en esas, perdieron los escarabajos y perdió el ciclismo.
Aquellos fueron los años oscuros de Pantani, Ulrich y, sobre todo, del texano Armstrong. Años en que corredores del montón se tornaban, de la noche a la mañana, en máquinas de acumular triunfos y millones, como nunca se había visto. Y el ciclismo profesional se hundió tanto en la miseria moral que cuando la Operación Puerto empezó, hace diez años, a destapar toda la maraña de corrupciones y los que habían guardado silencio empezaron a cantar, la verdad fue emergiendo de a poco y esa verdad era tan incontestable y tan mugrienta que el oprobio les cubrió a todos. Tanto que, por ejemplo, a Armstrong le quitaron sus siete títulos del Tour de Francia, pero la Unión Ciclista Internacional (UCI) no pudo adjudicárselos a nadie más porque se sospechaba que los siguientes en la clasificación iban tan dopados como el primero. Entonces, declararon aquellos siete tours desiertos, como si nunca se hubieran corrido, como si fuera necesario desde los escritorios borrar la historia de un solo manotazo. Entonces vino la purga, el mea culpa, las sanciones. Y de aquella noche horrible también vino la salvación para un deporte en el que ya nadie quería creer.
El ciclismo de ahora, ese que en los últimos años ha visto surgir a una camada de todoterrenos como Nibali, Froome o Nairo, es un deporte renovado y, al mismo tiempo, antiguo, ochentero si se quiere. Las carreras retoman el lustre de antaño y los aficionados vuelven, entre desconfiados y esperanzados. Y en la carretera se siente una sana emoción que hace tiempo no se sentía, porque sobre la bicicleta ya no viajan atletas frankestenianos sino hombres de carne y hueso y lágrimas.
Nadie volvió a ganar ninguna de las grandes vueltas con las minutadas de Armstrong y compañía sino que hay pelea y caídas y sufrimiento y azar. Así, por ejemplo, las últimas versiones del Giro, la Vuelta y el Tour solo se definieron en la penúltima etapa y nadie las ganó con fuerzas de más. Hay qué ver cuánto sufrió Froome en Alpe d’Huez, aun arropado por los espartanos del Sky; cuando Nairo y Anacona soltaron uno de esos ataques que quedan para los libros de historia; o cuánto sufrieron Aru y los astanas en las sierras de Madrid para dejar en la cuneta a un joven Doumolin sin equipo; o cuál fue la cuota de sudor y pena con que Vincenzo, el tiburón de Messina, se adjudicó un último Giro que siempre parecía estar más y más lejos, el que nunca agradecerá suficiente a la mala fortuna de Kruijswijk y a la mala salud de Chaves.
En esta época de un ciclismo limpio, competido y competible, es que los escarabajos tienen una nueva oportunidad sobre la tierra. Pero ya no son los mismos corredores ingenuos de los ochenta. De aquellos campesinos que tenían problemas para expresarse en español y que se alzaban como cóndores en la montaña para sucumbir como palomas en los abanicos queda más bien poco. En la travesía por ese largo desierto del planeta Armstrong, los ciclistas criollos aprendieron muchas cosas y se hicieron más peligrosos y más sabios. Aprendieron a ser capos de equipos world tour. Urán, Chaves y Nairo no son simples gregarios en equipos de segunda línea sino superatletas con mucha gente que trabaja para ellos, empezando por los ocho del pelotón que les llevan en volandas. Aprendieron a guardarse energía para las batallas definitivas, a correr con inteligencia, a solventar con dignidad las pruebas contra el reloj. Y también aprendieron a estar un paso más allá de la humildad, que tantas veces se confundía con provincianismo. No más era un gusto ver al ‘Chavito’ Chaves en el Giro manejar los medios como si de un experto relacionista público se tratase. Les hablaba a los italianos en italiano, a los españoles en español y a la prensa global en inglés, siempre con una sonrisa y un discurso que distaba años luz del saludo al patrocinador y a la familia, señas de identidad de los viejos escarabajos.
Y lo mejor es que detrás de esos tres gigantes viene una nueva camada de escarabajos en proceso de metamorfosis, ciclistas que cada vez se parecen más a los deportistas élite del ‘mundo mundial’ que a aquellos muchachos de cachetes colorados que alegraron nuestra infancia y nos hicieron sentir el corazón lleno de un orgullo patrio que se jugaba pedalada a pedalazo. Son otros tiempos, sin duda, es otra historia, pero los amantes de antaño y los recién venidos seguro vamos a estar ahí, alentando a los nuestros, ondeando la bandera del juego limpio y sintiendo la emoción de ver a esos hombres que, dueños de una dignidad a prueba de kilómetros, luchan en sus caballitos de acero contra todos los elementos.
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