Octubre 5 de 2016
El resultado del plebiscito del pasado 2 de octubre deja al país en una grave situación política que compromete el destino de los acuerdos de paz entre el Gobierno Nacional y las FARC-EP, pero no es el final del camino.
Los colombianos se pronunciaron, como se repite una y otra vez en los grandes medios de comunicación, y una inédita diferencia de apenas 53.894 votos le dio la victoria en el plebiscito a la opción del ‘no’ impulsada por la extrema derecha. Con esta pequeñísima ventaja, la decisión del pueblo colombiano fue la de no refrendar los acuerdos de paz firmados el pasado 26 de septiembre en Cartagena, los más importantes en la historia reciente de Colombia.
Estos resultados no los esperaba nadie: ni el gobierno de Juan Manuel Santos, ni las FARC-EP, ni el uribismo, ni los analistas políticos, ni los medios, ni las organizaciones y movimientos sociales, ni el conjuntos de los colombianos. El hecho ha tomado por sorpresa tanto a los promotores del ‘sí’, que convencidos durante la campaña de un triunfo irrevocable descuidaron su trabajo con amplios sectores de la población, como a quienes triunfaron en la votación, que no cuentan con una propuesta clara para el país ante su victoria y lanzan mensajes confusos a la sociedad que van desde una demagógica exigencia de renegociación de todos los acuerdos de La Habana, pasando por una Asamblea Nacional Constituyente, hasta la búsqueda de un pacto a puerta cerrada desde los de arriba para preservar su poder, con lo que demuestran sus verdaderas intenciones en medio de esta crisis política.
Así, la participación de los colombianos en las urnas, la voluntad popular, ha sido reemplazada por la voluntad de un grupo ínfimo de poderosos que hoy buscan un ‘gran pacto nacional’ entre santismo y uribismo para garantizar que en los próximos años los intereses del fascista expresidente paisa, su séquito y los sectores que representan no terminen afectados por la implementación del los acuerdos de paz.
La votación por el ‘no’, muy seguramente, se vio influida por el temor al cambio característico de nuestra cultura, por las maniobras de algunos líderes religiosos, por la hábil manipulación mediática de los monopolios informativos y por las maquinarias políticas tradicionales manejadas por el gamonalismo en las regiones, pero fue legítima en su mayoría y es una buena medición de la forma de pensar de un gran número de colombianos. Estos 6’431.376 de personas han sido traicionadas por quien se autorreclama como vencedor de los comicios y usa este caudal electoral como herramienta en una pugna en la que pretende gestionar los privilegios que él y sus aliados han ostentado gracias al poder político y armado que han acumulado durante la guerra.
Es lamentable que la discusión política de fondo sobre los problemas estructurales del país que se abrió con el mecanismo de refrendación acordado entre el Gobierno Nacional y las FARC-EP haya sido, de esta forma, trastocada por una conciliación de intereses entre las élites en la que solo importan dos nombres, el de Santos y el de Uribe, y la participación democrática de la sociedad se convierte en trofeo del bando ganador.
Por esto, es fundamental aclarar que es muy difícil que el acuerdo final entre las FARC-EP y el Gobierno Nacional pueda modificarse, renegociarse o ‘corregirse’, como insiste un expresidente que ha visto mellado su poder durante los últimos seis años y hoy pretende nuevamente encumbrarse. Hay que recordarle al senador Uribe que él representa apenas a un sector de la sociedad, pero que ya no está en el Ejecutivo y que el único facultado por la Constitución para pactar la paz con la insurgencia es el presidente. Asimismo, que las leyes internacionales ratificadas por Colombia definen el resultado de las conversaciones de La Habana como un acuerdo especial que ingresa al bloque de constitucionalidad. Esto no es una opción que se asuma a capricho de un partido político sino una obligación del Estado.
Por esto, el punto fundamental es que el gobierno cumpla con su deber, respete la palabra empeñada al pueblo y a los hombres y mujeres que quieren volver a la vida civil en condiciones dignas y con cambios para el país, quienes además hoy se exponen en un riesgo altísimo para sus vidas e integridad cuando se abre la puerta a que se retome la confrontación armada ante una posible ruptura del cese el fuego definitivo iniciado el 26 de agosto, como insinúan algunos ante las ambiguas declaraciones de Santos. Por su parte, y a pesar de esto, las FARC han sido coherentes con su palabra y manifestado claramente que mantendrán su voluntad de paz, pero que no aceptarán que se rompa lo acordado, asunto que es de destacar en un momento de tensión como este.
Dado que el plebiscito era vinculante solo para el presidente y que éste ya no estaría facultado para aplicar determinadas medidas por decreto, a la sociedad le corresponde exigir al Ejecutivo y al Congreso que la implementación de los acuerdos de paz respete la voluntad de las partes, lo firmado en Cartagena. Sin embargo, las ambiciones populares no deben ceñirse simplemente al marco de lo discutido en La Habana, pues esto no define transformaciones de fondo para el rumbo del país, sino que se debe seguir luchando por reivindicaciones más amplias que nos permitan alcanzar una Colombia con paz y dignidad para las mayorías.
Además, no es momento de condenar la participación ciudadana. A pesar de que el plebiscito tuviera estos resultados y de que con el mismo no se logró cambiar en lo más mínimo la histórica abstención de más de dos tercios de los electores, basada de una parte en una justificada desconfianza en la democracia liberal y de otra en una apatía irresponsable con el rumbo del país, nada justifica la idea de que se deba restringir la toma de decisiones a un grupo de iluminados porque un pueblo supuestamente ignorante o mezquino no va a hacerlo responsablemente y sólo debe ser llamado como ‘comité de aplausos’ a la cita con la historia. Hay que reivindicar toda iniciativa para democratizar, aunque sea en lo mínimo, una participación política de las mayorías que las cualifique para decidir sobre su destino, la posibilidad que siempre nos ha sido negada en Colombia.
Aunque hay gran tristeza y frustración entre un alto número de personas que impulsaban la refrendación de los acuerdos, basada en un legítimo anhelo de cambios y paz que sufrió una derrota en las urnas, nada justifica que hagan carrera los mensajes de odio contra el pueblo con los que se destaca su supuesta incapacidad para tomar decisiones, pues con ellos un sector de la intelectualidad entristecida con motivo del resultado electoral solo le está dando la razón a los que desde siempre han controlado el poder y reemplazan la democracia por pactos inconfesables en los que se hace cada vez más evidente su ambición de reeditar el Frente Nacional, marginando aún más a las mayorías del ejercicio democrático tal y como se hizo luego de 1957. No se puede olvidar que si realmente se quiere transformar esta sociedad, esto no puede ocurrir por arte de magia ni por los caprichos de nuestra voluntad sino como efecto de una paciente labor de educación y organización de las mayorías para que reclamen sus derechos, y eso incluye a quienes votaron negativamente el domingo.
Así las cosas, hay que tener en cuenta que los intereses de los de arriba en el plebiscito eran muy diferentes de los del pueblo y que para ambos sectores de la clase dominante colombiana estos comicios eran una oportunidad que no podía desperdiciarse para lograr imponerse en su disputa interna y ganar votos de opinión hacia las elecciones parlamentarias y presidenciales de 2018. El silencio de Germán Vargas Lleras y de Alejandro Ordóñez, los dos presidenciables con mayores posibilidades de la llamada Unidad Nacional y del uribismo, respectivamente, da cuenta de la importancia que los pactos cobran hoy entre las élites, luego de la corta ventaja que le dio la sorpresiva victoria a los opositores de la paz.
De otra parte, la derrota en las urnas no significa que quienes soñamos con una Colombia distinta estemos perdidos. El camino hasta aquí ha sido largo y difícil, y no es momento de regalarle victorias que no les corresponden a quienes buscan mantenerse en la impunidad siendo los principales responsables y beneficiarios económicos y políticos de esta guerra. El reto que se abre ahora es mucho más grande del que se esperaba y hay que evitar caer en la pasividad: la movilización social para defender los acuerdos de paz y exigir su implementación en condiciones de dignidad para las víctimas, para los propios combatientes que buscar ejercer la política de forma legal y para el conjunto del pueblo colombiano cobra un papel protagónico y es indispensable multiplicar por todo el país iniciativas que se orienten en este sentido y permitan que nos encontremos para dialogar y realizar acciones que inclinen la balanza a nuestro favor. Esto es lo mínimo que le debemos a los 6’377.482 que votaron ‘sí’ y tanto los estudiantes que marcharon el lunes como las asambleas que ocurren en varias ciudades, entre otras acciones que se adelantan, nos marcan un derrotero para los complejos días por venir.
Pasará la tormenta y el país injusto y desigual que ha originado todas nuestras guerras seguirá allí, esperando a que lo transformemos. A pesar de este tropiezo, a pesar de una derrota de esta importancia, a pesar de la tristeza que embarga a muchos, es hora de poner toda la creatividad y todas las energías en seguir construyendo un nuevo proyecto de país que no dependa exclusivamente de los resultados en las urnas para nacer sino de que se transforme la voluntad de las mayorías. La historia nos lo exige a todos.
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