Por: Juan Diego García – diciembre 11 de 2016
Para algunos, la victoria de Donald Trump en Estados Unidos constituye un paso más en el regreso del fascismo. A la ofensiva exitosa de la derecha en América Latina se agregaría ahora la presidencia de un candidato que ha hecho de la xenofobia, el racismo, el machismo más ramplón y la grosería eficaces lemas de su campaña. Es toda una incógnita qué va a suceder a partir de enero del año entrante cuando Trump asuma la presidencia. Por su parte, el Viejo Continente no escapa a esta tendencia. El extremo derechismo amenaza con llegar al gobierno, o al menos en devenir fuerzas parlamentarias decisivas, en varios países ante la decadencia de los partidos tradicionales. Gobiernos como el de Hungría ya no son excepcionales o riesgos asumibles.
La crisis global que afecta a todas las esferas del orden social está en la base de este resurgir del fascismo, entendido como la forma más patológica del sistema capitalista, como la reacción extrema del orden burgués cuando los mecanismos normales del control social empiezan a fallar y se pone en riesgo la misma continuidad del sistema.
No falta quien compare el actual panorama mundial con los acontecimientos de los años 30 del pasado siglo que sirvieron de caldo de cultivo para el triunfo del fascismo en Europa: crisis económica, desgaste profundo de las instituciones, desprestigio del sistema de partidos, descontento creciente de las mayorías y otros factores que permitieron la victoria de las demagogias nacionalistas, del recursos fácil de la xenofobia y el racismo, la creación de chivos expiatorios y otras formas de eficaz movilización de los sentimientos más ruines de la naturaleza humana junto con un sistema de represión generalizada contra la izquierda.
Por supuesto, el fascismo actual no tiene que ser necesariamente igual al fascismo de antaño, aunque se le parezca tanto. Tampoco los motivos que lo alientan deben ser los mismos, aunque muchos se repitan. Pero, más allá de los factores particulares, ambos fascismos sí tienen en común el profundo desgaste de los valores burgueses del Estado de Derecho y confirman cómo para la burguesía la democracia es asumida de forma puramente instrumental: se apoya cuando se puede controlar, se abandona cuando las mayorías sociales amenazan los intereses del capital.
Y, ayer como hoy, más allá de las expresiones folclóricas y hasta esperpénticas del nuevo orden que se va imponiendo, son precisamente los intereses de la gran burguesía los que prevalecen. Seguramente, Trump terminará matizando sus propuestas contra la globalización o se expondrá a alguna forma de destitución. Con esto, Trump constatará que el gobierno no es lo mismo que el poder y que el Congreso y la rama Judicial son los representantes de las grandes empresas, el poder en la sombra, quienes toman las grandes decisiones.
Seguramente, no habrá cambios importantes en la globalización ni guerra comercial, ni los trabajadores afectados por la deslocalización verán regresar las empresas de México o China. Pero sí es probable que se los emplee en reparar las infraestructuras del país y en otras obras públicas -así lo hizo Hitler en Alemania para acabar con el desempleo-. Es posible que se redoble la producción de armas -el keynesianismo de derecha- para alimentar alguna nueva aventura militar de la mano del sionismo y, por supuesto, internamente se dará plena libertad a las formas más burdas del extremismo derechista: renacer de los linchamientos, persecución a las minorías, más restricción de los derechos sociales y políticos, incremento del ‘gatillo fácil’ de la Policía –ya tan extendido en el país–, y alguna nueva salida de tono de Trump, pero siempre recordando que el poder no reside en la Casa Blanca.
Para América Latina, además de dar alientos nuevos a la extrema derecha en ascenso no parece que las cosas vayan a más. Se considera que no se va a revisar sustancialmente la nueva política hacia Cuba ni se va a retirar el apoyo oficial de Washington al proceso de paz en Colombia. Pero, por si caso, Cuba ya puso en marcha medidas de protección, no sea que en un arranque de insensatez al nuevo gobernante estadounidense se le ocurra apoyar alguna aventura militar del sector más duro del exilio cubano. Santos, por su parte, ha conseguido al menos el respaldo de la bancada republicana al proceso de paz en su reciente viaje a Estados Unidos. Sería una temeridad muy costosa si Washington opta por convertir a Colombia en un nuevo Vietnam.
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