Por: Omar Vera – diciembre 3 de 2016
A mí no me gusta el fútbol. No lo aborrezco, pero me emociona muchísimo más una buena prueba ciclística que el ‘deporte de millones’. No obstante, me han conmovido profundamente las muestras de solidaridad de la afición colombiana con la tragedia del Chapecoense, luego del accidente aéreo que costó la vida de 71 personas, incluidos futbolistas, cuerpo técnico y 22 periodistas, a pocos kilómetros del aeropuerto de Rionegro (Antioquia).
No puedo sentirme más que admirado por la pasión que demostraban miles de personas reunidas en el estadio Anastasio Girardot de Medellín durante el homenaje realizado recientemente con motivo de este siniestro y por la forma en que el mismo ha conmovido profundamente a millones de colombianos de todas las clases, a pesar del manejo marrullero de los grandes medios de comunicación que se interesan más por volcar este sentir hacia el morbo, a las especulaciones absurdas sobre las causas del incidente y a la transformación del dolor de las víctimas en rating y dinero.
Es muy positiva esta reacción de solidaridad. En realidad, es algo que lo llena a uno de alegría y esperanza en un país marcado culturalmente por un egoísmo que no da tregua, por la lógica de ‘primero lo suyo’, por el duodécimo mandamiento de ‘aprovechar cualquier papayaso’ y por la negación permanente del sufrimiento ajeno. Si Colombia es la nación de mirar hacia otro lado mientras el mundo se cae a pedazos, lo que está ocurriendo es la negación de ese patético comportamiento que se nos ha impuesto por generaciones y esto debería marcar el primer paso para transformar nuestra forma de pensar y actuar, para creer que es posible inventarnos una manera nueva de vivir en comunidad y como pueblo.
Sin embargo, también resulta preocupante como algunas personas vienen condenando estas muestras de solidaridad con un moralismo intransigente. Con toda arrogancia y parándose desde un sitial de autoridad, reprochan a la gente por conmoverse en este caso y por guardar un silencio sepulcral ante lo que está ocurriendo en el país, como la actual ola de asesinatos y atentados contra líderes sociales y agrarios en siete departamentos.
Al respecto, hay que decir de forma autocrítica que sobre estos asuntos fundamentales poco hemos hecho desde el movimiento social para que el colombiano de a pie los entienda y los sienta como propios. Mientras tanto, se ha dejado el campo libre al poder para inclinar la balanza a su favor, pues sin duda en estas solidaridades selectivas, una validada socialmente y la otra convenientemente silenciada, juegan un papel muy importante las agendas de unos monopolios comunicativos que dan una gran visibilidad a este caso, por ser las víctimas del Chapecoense personajes públicos y protagonistas de uno de los torneos de fútbol más importantes del continente, mientras ocultan realidades como el accionar paramilitar en Colombia.
Ahora bien, no podemos pedirle a la gente que, para ampliar sus márgenes solidarios, rompa por arte de magia una tradición segregadora que está en la quintaesencia de su cultura, que es herencia de la Inquisición y del genocidio contra los pueblos indígenas, que conformó la República para beneficio de los nuevos ricos criollos, que sirvió de motivación para que la gente se diera plomo desde la Guerra de los Mil Días hasta hoy y que es la piedra angular del fascismo criollo del que tanto se han beneficiado narcotraficantes, terratenientes y banqueros, expresada con todo descaro en los discursos llenos de odio y charlatanería del innombrable.
Si queremos cambiar al mundo, hay que construir una cultura de apoyo mutuo que hoy no existe y en esto debemos invertir todas nuestras fuerzas creativas y capacidades de fortalecimiento de las organizaciones y movimientos sociales. Hacerlo nos exige recordar que, en lugar de reprocharle a la gente que se sensibilice con un asunto u otro, hay que motivarla a ser solidaria en todos los aspectos de su vida, cosa que sobra decir que no cumplimos a rajatabla ni los que nos ponemos el mote de ‘solidarios’, por lo que esta exigencia es a la vez hacia los demás y hacia nosotros mismos.
La tragedia del Chapecoense nos deja una gran lección moral y de humildad a quienes soñamos con un mundo mejor: o nos ponemos a entender mejor el sentir de nuestro pueblo o seguimos disfrazando la mezquindad de altruismo para sentirnos bien en la comodidad del que juzga el mundo sin hacer mayor cosa por cambiarlo.
Si encuentras un error, selecciónalo y presiona Shift + Enter o Haz clic aquí. para informarnos.