Por: Juan Diego García – diciembre 19 de 2016
El proceso de paz en Colombia enfrenta retos enormes, sin excluir su posible fracaso y el regreso a la confrontación armada. Para el conjunto de la sociedad, afianzar lo hasta ahora logrado significaría seguramente el mayor avance político de su historia reciente y la oportunidad de ingresar en la modernidad tras más de medio siglo de guerra civil.
Los acuerdos entre el Gobierno Nacional y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) no son la revolución pero tienen, sin duda, alcances significativos. La enconada reacción de los sectores más tradicionales es buena prueba de ello: terratenientes y ganaderos tradicionales, políticos y funcionarios favorecidos por un sistema político y administrativo primitivo y sostenido mediante la violencia y la corrupción, militares involucrados en la guerra sucia y negociantes de la guerra, todos ellos ven sus privilegios en riesgo.
Hasta que no se pronuncie la nueva administración en Washington todo son incógnitas, ya que Colombia tiene un rol especial en la estrategia militar de los Estados Unidos en la región y lo que decida Trump influirá en el desarrollo de los acontecimientos. Estados Unidos tiene aquí bases militares, grupos especiales de espionaje, empresas de mercenarios, vínculos preferentes en los cuarteles y alianzas con el paramilitarismo, ya sea de forma directa o a través de sus socios de Israel y Reino Unido. Demasiado, entonces, como para que se ignore su participación directa y decisiva en todo el proceso.
Podría afirmarse, sin embargo, que hoy por hoy los factores positivos se imponen sobre unas amenazas que se mantienen y no son de escasa entidad. Una de ellas es precisamente la gran debilidad del sistema en su conjunto si se consideran tanto al Estado como a las diversas manifestaciones de la sociedad civil. En tales condiciones, un propósito nacional como el que exige el proceso de paz arranca con grandes limitaciones. En efecto, el Estado es pequeño, débil, pobre en recursos y con escasa presencia en amplias zonas del territorio nacional. Asimismo, los partidos del sistema no son precisamente dechados de honradez y son públicos y notorios sus vínculos con la corrupción y diversas formas delictivas, incluyendo los compromisos criminales de tantos políticos con el paramilitarismo. El parlamento y el poder judicial aparecen afectados de un enorme desprestigio. La Iglesia Católica, otrora un ente decisivo en la formación –muy conservadora y primitiva– de la opinión ciudadana no solo ve reducida drásticamente su influencia sino que soporta la competencia de infinidad de sectas protestantes con un mensaje aún más contrario a la modernidad y la misma democracia.
La izquierda ha sido reducida a mínimos mediante el exterminio físico, la persecución, el exilio y una propaganda sucia muy eficaz. Esta izquierda aparece dividida y enfrentada en tantas ocasiones por debates irrelevantes y prácticas nada constructivas propias de otras épocas. Por su parte, las organizaciones populares –las que han logrado sobrevivir a la guerra sucia y al exterminio– adolecen de problemas semejantes, aunque ciertamente presentan un balance mucho más positivo en todos los aspectos que la izquierda política. Apenas se habla, por ejemplo, del exterminio del movimiento sindical que, según la OIT, es el mayor que se haya registrado en el mundo. Pero, aun así, las organizaciones populares sobreviven dando muestras de una resistencia inquebrantable.
También es positivo el balance que presenta la insurgencia a punto de pasar a la legalidad. Los guerrilleros sorprendieron a propios y extraños con propuestas realistas, un lenguaje fresco y bastante habilidad para no dejarse provocar, salvando los muchos escollos que se han presentado en el proceso de paz. Su actual propuesta de formar un frente muy amplio para salvar los acuerdos y frenar a la extrema derecha podría constituir un elemento central en el devenir político del país.
Pero, en Colombia apenas se participa en los eventos electorales: la abstención es amplia y sistemática desde hace al menos medio siglo. Movilizar, entonces, en favor de la paz a ese 60% o más de abstencionistas es un reto para toda la sociedad, pues solo así daría a sus instituciones la legitimidad suficiente de la que hoy carecen. Ese será, sin duda, un factor decisivo para que la guerra civil sea entonces cosa del pasado. La extrema derecha es minoritaria, pero podría imponerse en las urnas si las fuerzas de la paz resultan inferiores a los retos. Ganar en las urnas es uno de ellos.
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