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Agosto 15 de 2007

El Derecho distingue, entre las conductas punibles en la sociedad, dos tipos de delitos: el delito común y el delito político. Con la construcción de los estados modernos, esta última clasificación aparece y se va haciendo cada vez más clara, dada la evolución histórica de los movimientos populares y sociales que buscan una sociedad más justa.

Así, el delito político tiene su fundamento en el derecho primordial de los pueblos a rebelarse contra un poder que no les representa o que les oprime, lo cual no sólo se encuentra consagrado en las constituciones de inspiración liberal –como la de los propios Estados Unidos– sino también en la Carta de los Derechos de los Pueblos, firmada en Argel el 4 de julio de 1976. La existencia del delito político supone la existencia de un poder que una parte de la sociedad considera ilegítimo, o que no le representa, y de formas de organización y de acción de ésta para oponerse a aquel. Por esto, la lucha de importantes sectores por el reconocimiento de este tipo de delitos se ha expresado en las constituciones y legislaciones de distintos países, con los matices propios que ofrece la lucha contra las desigualdades sociales en cada uno de ellos.

Por esto, no deja de llamar la atención la propuesta de Uribe Vélez, actual inquilino de la Casa de Nariño, de ofrecer el tratamiento de criminales políticos a los jefes paramilitares y a sus representantes en el Congreso de la República, luego de que la Corte Suprema de Justicia considerase que la figura contemplada por la Ley 975 de 2005, la mal llamada ‘Ley de justicia y paz’, para que a estos criminales se les juzgase por sedición no es aplicable, dado que nunca se han opuesto al Estado y a que han actuado siempre en complicidad con las fuerzas militares.

Las razones, en realidad son muy simples: de acuerdo a la Constitución de 1991, los delitos políticos –rebelión, asonada y sedición– son indultables y sólo basta la voluntad política del Ejecutivo para la liberación de quienes se encuentren cautivos por ellos. En el caso particular, las componendas políticas que los jefes narcoparamilitares han realizado con el Jefe de Estado para garantizar la legalización de sus fortunas –obtenidas a partir del narcotráfico, el despojo a los campesinos, la falsificación de escrituras, el desplazamientos y toda la suerte de atrocidades que han cometido– y su inserción a la vida política como respetables hombres de negocios condicionan el comportamiento del presidente en esta materia.

El caso no es nuevo: en Centroamérica, durante las guerras civiles en Nicaragua, El Salvador y Guatemala, los gobiernos dictatoriales que subsistían gracias a la velada intervención militar de los EEUU crearon ejércitos completos de mercenarios que, además de recibir entrenamiento, armamento y pertrechos de la CIA, fueron constituyéndose en la principal herramienta de las clases dominantes locales para acceder al poder local y nacional. De ser criminales de guerra condenados por la comunidad internacional, organizaciones como la ‘mano blanca’ salvadoreña pasaron a camuflarse en los partidos políticos que sus dirigentes habían formado para acceder al poder como Alianza de Renovación Nacional (Arena) –cuyo nombre coincide casi completamente con el Movimiento de Renovación Nacional (Morena) que los jefes paramilitares colombianos formaron hace casi 20 años en Puerto Boyacá–, con los que fueron accediendo poco a poco al poder hasta que los indultos del proceso de paz en los 90 los dejaron libres para participar en el Paralamento y, finalmente, en el Ejecutivo, desde donde garantizan, sin titubeos, la aplicación de las políticas neoliberales y el favorecimiento de los intereses de la élite dominante y de sus aliados en EEUU.

El llamado ‘proceso de paz’ con los narcoparamilitares colombianos se ha convertido en un curioso monólogo, donde lo que se está entrando a discutir es la inserción de los jefes militares y los financiadores del proyecto más autoritario que se ha gestado en Colombia durante el último medio siglo en una estructura estatal que, desde antes de 2002, se ha venido adaptando a sus mandatos y se define actualmente por la introducción en el gobierno y la legitimación de un gigantesco poder venido de la cocaína, la usurpación, el desplazamiento y la motosierra.

De esta manera, no sorprende que el mandatario emplee su característica flexibilidad moral para ingeniarse el doble rasero que le permita mantener un cierto estatus político sobre los jefes de las AUC. Mientras niega la existencia de la guerra y el conflicto en Colombia, calificando la actual situación como de enfrentamiento a una “amenaza terrorista”; mientras niega la condición de contendiente político a las guerrillas, descalificándolas constantemente, y mientras se niega a cualquier discusión de fondo con estas organizaciones para realizar un acuerdo humanitario, Uribe Vélez se muestra sumiso a los deseos de los inquilinos de la cárcel de Itagüí, cumple sin dudar sus demandas, intenta parecer independiente de sus mandatos y trata de reconocerlos como criminales políticos, sin que cumplan las condiciones esenciales para ello.

El mismo delito político que Uribe y sus ministros del Interior y de Justicia han intentado desaparecer de la Constitución, con el frustrado Estatuto Antiterrorista; el mismo que quieren excluir de la práctica judicial, con el abuso de la calificación de ‘terrorista’ a cualquier actividad de oposición, y el mismo que ha venido disolviéndose en las constantes operaciones de capturas masivas y detenciones arbitrarias, características del paquidérmico aparato de inteligencia del Estado, es el que se pretende aplicar sobre quienes han sido y siguen siendo las principales herramientas de control de un modelo autoritario de Estado, basado en el control y la cooptación de la población a favor de los intereses de los sectores que encabezan el gobierno, para facilitar que sus jefes –nunca sus combatientes de base– se puedan proyectar como miembros del gobierno o sean aceptados en la estructura interna de las clases dominantes, a través de la limpieza de sus historiales penales y de la legalización de sus fortunas.

Curiosamente, dos coincidencias refuerzan esta situación. En primer lugar, que el 15 de septiembre de 2000 el gobierno de Colombia recibe la visita de Charles E. Wilhelm, jefe del Comando del Sur de EEUU, para la verificación de resultados de la primera parte del Plan Colombia. Como dato interesante hay que anotar que Wilhelm fue nombrado, en julio de 1990, como asesor jefe de la oficina del subsecretario de Defensa para Operaciones Especiales y Conflictos de Baja Intensidad, instancia del Pentágono directamente relacionada con el escándalo Irán-Contras y con el proceso de inserción de la ‘mano blanca’ en el gobierno salvadoreño, y que su visita fue seguida, algunas semanas después, del anuncio de que las AUC se habían confederado, nombrando a Carlos Castaño como jefe militar y a alias ‘Ernesto Báez’ como jefe político, estableciendo un programa político único y determinando un modelo de Estado a instituir en Colombia. En segundo lugar, porque, al igual que con Arena, el proceso de legalización del narcoparamilitarismo les ha dado acceso a alianzas con barones políticos del orden nacional y regional, que no sólo se limitan al 35% del Congreso que dicen controlar, a las insuficientes investigaciones de la parapolítica y a las comprobadas malversaciones de los fondos de los gobiernos locales y regionales hacia las cuentas mafiosas, sino que también se extienden a las campañas electorales para alcaldías, gobernaciones, concejos, asambleas departamentales y juntas administradoras locales, donde ya se ha comprobado la participación de algunos cuadros regionales de las AUC, supuestamente desmovilizados, en las listas de diversos partidos políticos de la coalición de gobierno, a pesar del compromiso gubernamental porque esto no pasara.

Mientras tanto, las cárceles colombianas siguen abarrotadas de los verdaderos criminales políticos. Miles de colombianos permanecen encerrados por acusaciones realizadas al amparo de la ‘seguridad democrática’ en procesos dudosos que incluyen el uso de informantes a sueldo, pruebas falsas y capturas ilegales. Otros tantos, se mantienen desde allí siendo prisioneros de guerra, presos políticos y presos de conciencia que siguen planteándose como opositores a un sistema y un modelo de Estado excluyentes. Ninguno de ellos recibe el trato de los ocupantes del centro vacacional de Itagüí ni las mismas consideraciones de parte del gobierno.

Siendo las cosas así, lo que está en juego es la usurpación del derecho colectivo de los pueblos a rebelarse por parte de quienes les han negado, por medio de una violencia sistemática y salvaje, la mínima posibilidad de manifestarse a amplios sectores de la población colombiana. Los masacradores de opositores, los desplazadores de campesinos, indígenas y afrocolombianos, los ejecutores de los miles de asesinatos selectivos, los comerciantes de la cocaína y los torturadores de oficio no merecen el calificativo de sediciosos porque nunca se han opuesto al orden injusto que impera en Colombia. Su labor, por el contrario, ha sido la de profundizar la injusticia y la desigualdad a favor de intereses espurios. Es deber de la sociedad y del pueblo colombiano hacer que sus crímenes sean juzgados como lo que son, delitos de lesa humanidad, y se haga verdadera justicia con las víctimas de sus actos.

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