Indígenas del salar de Uyuni (Bolivia). Foto: Yan Boechat.
La extracción de este metal alcalino para las baterías de los carros eléctricos requiere enormes cantidades de agua. Los pueblos originarios de Argentina, Bolivia y Chile son los más afectados.
Indígenas del salar de Uyuni (Bolivia). Foto: Yan Boechat.
Indígenas del salar de Uyuni (Bolivia). Foto: Yan Boechat.

Por: Luis Martín-Cabrera – abril 7 de 2018

No hace falta ser experto en energía para darse cuenta de que es imperativo buscar alternativas a los combustibles fósiles, entre otras cosas, porque estamos llegando al principio del fin de la producción de petróleo, pero sobre todo porque los efectos destructivos que provocan los combustibles fósiles –agotamiento permanente de las fuentes de agua, deforestación, inundaciones, vertidos tóxicos, incendios, huracanes, subida de los niveles del mar,  etc.– son cada vez más palpables para la mayoría de la población mundial.

Una de las soluciones tecnológicas para paliar los deletéreos efectos de la economía del petróleo es la producción de automóviles eléctricos. El estado de California en Estados Unidos, por ejemplo, planea reducir la emisión de gases en un 40% hasta llegar a niveles inferiores a los de 1990. Para ello, proyecta crear una serie de incentivos financieros y de regulaciones que permitan que en 2030 haya 4,2 millones de vehículos eléctricos en su parque automovilístico. En Europa algunos estados, como Holanda, tienen objetivos incluso más ambiciosos y aspiran a tener un parque automovilístico 100% eléctrico para 2030.

Con semejantes incentivos estatales, los principales productores de autos mundiales –Ford, Toyota, Nissan, General Motors, BMW, etc.– hace tiempo ya que llevan experimentando con vehículos híbridos y modelos eléctricos, pero ninguno de ellos iguala en ambición ni en grandilocuencia tecnoutópica a la californiana Tesla y a su capitán de industria Elon Musk. Como Steve Jobs en su día, Musk, quien ha sido portada incluso de revistas de entretenimiento como Rolling Stone, es idealizado o vilipendiado como el auténtico gurú de una secta que podría salvarnos del apocalipsis ecológico sin renunciar a la comodidad de nuestros vehículos utilitarios. De las paredes de la gigafactory de Tesla en Nevada cuelga un cartel enorme que reza: “Para acelerar la transición mundial a la energía sustentable”.

Tesla produce automóviles eléctricos de lujo con la promesa de alcanzar niveles de producción masivos y precios al alcance de las clases medias. Pero, como el iPhone en su día, los automóviles TESLA son mucho más que un automóvil: son el futuro, “un sueño hecho realidad”, como le escuché decir a una de sus usuarias californianas. Los modelos Tesla poseen, entre otras cosas, reconocimiento facial, capacidad de estacionarse automáticamente y, eventualmente, autonomía para operar sin control humano. Además de sus vehículos eléctricos, Musk ha producido en Australia la batería de litio más grande del mundo con cien megavatios de potencia para abastecimiento eléctrico doméstico, planea fabricar camiones eléctricos para el transporte de mercancías pesadas e, incluso, lanzar automóviles que alcancen la luna.

Con estos mimbres, resulta casi imposible restarse al optimismo tecnológico que promueve Musk o, si no se comparte su visión futurista, al menos no reconocer la necesidad de iniciar lo antes posible una transición hacia el uso de energías alternativas al petróleo, de ser posible renovables y más limpias. Sin embargo, antes de aceptar las nuevas soluciones tecnológicas que se nos ofrecen, deberíamos preguntarnos de dónde vienen los materiales que hacen posible el uso de estas nuevas energías en la producción de vehículos limpios.

En este caso, la pregunta puede ser bastante simple y, a la vez, bastante esquiva. La funcionalidad de los vehículos eléctricos depende de la capacidad de fabricar baterías relativamente livianas. Hoy por hoy, esto se consigue fabricando baterías de litio, las mismas que también hacen posible que las baterías de nuestros celulares y computadores funcionen sin estar conectadas a una fuente de electricidad. La pregunta, entonces, es: ¿de dónde viene el litio y qué efectos tiene su minería en las comunidades donde opera?

El litio está bastante concentrado en ciertas áreas geográficas. Hay litio en roca en Australia, en Carolina del Norte (Estados Unidos) y en algunos lugares de China, pero la forma más barata de extraer litio es mediante evaporación en salares -lagos de sal formados tras un prolongado periodo de erupción volcánica-. Hay salares en Tíbet y en Nevada (Estados Unidos), pero la mayoría de las reservas mundiales de litio –entre el 80% y el 85%, dependiendo de los expertos— están en una zona transandina que se extiende a través de las fronteras de Argentina, Bolivia y Chile e incluye los salares de Atacama, en Chile; Hombre Muerto, Olaroz y Salinas Grandes, en Argentina; y Uyuni y Coipasa, en Bolivia; entre otros muchos de menor tamaño. Se trata de cuencas endorréicas, es decir, cerradas al flujo de los ríos y otros cauces de agua, que oscilan entre los 2.400 y los 4.000 metros de altitud, y que presentan índices de precipitación muy bajos y de radiación muy altos, o, dicho más prosaicamente: hace mucho calor en el día, mucho frío en la noche y hay muy poca agua para la vida en general.

La revista Forbes, que rebautizó la zona con el nombre de “Arabia Saudí del Litio”, describe en estos términos el salar de Atacama:

Nada crece en el corazón del salar de Atacama. Esta antigua cuenca lacustre, 700 millas al norte de Santiago, debe ser el lugar más seco del planeta, una tierra baldía, cubierta de una costra de rocas de sal que se parece a una plasta de vaca […] Si no fuera por la preciosa salmuera que burbujea 130 pies por debajo de la superficie, los humanos se mantendrían alejados.

Se trata de un gesto típicamente colonial: ver el territorio vacío para evitar hacerse cargo de los potenciales impactos ambientales y humanos que pueda causar la actividad emprendida por un agente foráneo como la minería del litio. Sin embargo, si el periodista de Forbes hubiera sido un poco menos bárbaro, se hubiera informado de que en los oasis que bordean el salar de Atacama viven comunidades indígenas, según el registro arqueológico, al menos desde el año 8.000 AC. De hecho, el pueblo atacameño o lickan antay –’gente de la tierra’ en kunza, su lengua– fue capaz de levantar toda una civilización en la mitad del desierto más árido del mundo, domesticar la llama y otros camélidos para utilizarlos en sus largas caravanas transandinas, y de emplear el fruto del chañar y del algarrobo, dos de los pocos árboles que crecen en estos parajes, para aportar proteína a su dieta y fabricar aloha, un licor utilizado en ceremonias y ritos. En los oasis del salar de Atacama se cosecha hoy alfalfa, maíz, papas y habas. En sus huertos sigue habiendo árboles frutales que reciben agua a través de un escrupuloso sistema de uso comunal del agua, que convive con el turismo ecológico y otros emprendimientos comunitarios. Y, por si todo eso fuera poco, sus habitantes también han sobrevivido a las distintas olas de colonialismo desde la llegada de los españoles hasta el presente.

Por eso, las malas noticias para los inversionistas de Forbes y para el optimismo tecnológico del norte es que, lejos de ser una tierra baldía, el salar de Atacama, como el resto de territorios del llamado ‘Triángulo Suramericano del Litio’, sigue habitado por las comunidades ancestrales aymara, quechua, kolla y lickan antay que son, según derecho consuetudinario, los legítimos dueños del territorio, los que lo siguen haciendo florecer respetando sus ciclos de regeneración mediante todo un sistema ritual de pagos a la tierra y respeto a la naturaleza.

A diferencia de los occidentales, estos pueblos indígenas, que se consideran los herederos directos de los incas, no ven la naturaleza como un objeto exterior a ellos, del que pueden disponer a capricho o destruir, sino como un ser vivo. Verónica Chávez, de la comunidad de Santuario de Tres Pozos en Salinas Grandes (Argentina), cuenta que el salar es un ser vivo, con sus venas de agua y sus ciclos de regeneración que atraviesan la estación de las lluvias hasta secarse y hacer brotar la sal que se cosecha después, en la estación seca, como una planta más. Por eso, cuando llegaron las mineras del litio a explotar el salar, el efecto en ella fue demoledor:

Por lo que yo vi, era gente que venía sin conocimiento. No les importaba nada el destrozo de nuestra Mamita Pacha. Le tiraban ácido, le rompían la venita de agua. ¡Hacían todo un desastre! Y para mí es un dolor eso porque ella es una mamita para mí, a una madre no se le hace eso.

Conviene, no obstante, no idealizar ni romantizar a los pueblos indígenas de los salares. En la cuenca de Salinas Grandes (Argentina) han logrado parar, de momento, la explotación del litio, pero unos kilómetros más al este, en Olaroz y Laguna Guayatayoc, las comunidades lickan antay han firmado un acuerdo con la minera Orocobre, el principal proveedor de litio para Toyota. Lo mismo sucede en el salar de Atacama, donde la norteamericana Rockwood Lithium, subsidiaria del gigante minero Abermale, tiene convenio con la mayoría de comunidades indígenas.

A veces estos pactos se firman porque las comunidades tienen necesidades de infraestructura o fuentes adicionales de ingresos, y, otras veces, se hace a regañadientes, porque si van a sacar el mineral de la tierra es mejor que quede algo en las comunidades. Pero, en todos los casos, los pueblos indígenas quieren lo mismo: que se aplique el Convenio 169 de la OIT y que haya consulta previa, libre e informada. En el caso de la cuenca de Salinas Grandes, sus 33 comunidades incluso tienen un protocolo llamado “Kachi yupi”, huellas de sal en lengua quechua, que estipula cómo llevar a cabo esta consulta.

La realidad, sin embargo, no parece dispuesta a respetar la voluntad de estos pueblos indígenas. La presión que ya existía sobre el litio se está incrementando exponencialmente porque si para una batería de teléfono móvil hacían falta 3 gramos de litio, para un auto eléctrico hacen falta casi 20 kilogramos y más de 50 si se trata de uno de los rutilantes modelos de Tesla.

Con el cambio de ciclo político en Argentina y Chile, parece que se han abierto las puertas definitivamente para la explotación sin límites del llamado ‘oro blanco’ de los salares. Mauricio Macri, en Argentina, está otorgando licencias de explotación sin consultas y sin muchas cortapisas: hay en la actualidad hasta 63 proyectos aprobados en las provincias de Salta, Jujuy, Catamarca y La Rioja. Del mismo modo, en Chile, con la llegada de Sebastián Piñera al poder, la minera Sociedad Química y Minera (SQM) –una de las más corruptas de la región, privatizada durante la dictadura de Pinochet y vendida a su yerno Julio Ponce Lerou, envuelto hoy en escándalos de financiación política ilegal– acaba de llegar a un acuerdo con el Estado chileno para retomar y aumentar la explotación de litio en el salar de Atacama. Paralelamente, Elon Musk ha visitado clandestinamente ese país para explorar la posibilidad de abrir una megafábrica de baterías de litio en Chile, con gran regocijo de las clases dirigentes.

Estos movimientos entre bambalinas, sin duda, hacen que las comunidades indígenas se sientan amenazadas. Saben que la minería del litio extrae grandes cantidades de salmuera y agua que luego se secan al sol en megapiscinas, son conscientes de que viven en cuencas cerradas cuyas fuentes de agua están interconectadas y que estas pueden llegar a secarse definitivamente, haciendo la vida en el salar inviable. Como explica Sandra Flores, de la comunidad de Coyo en Atacama, esta posibilidad se vive como un potencial genocidio cultural. En sus propias palabras:

[Explotar el litio] es terminar con una parte de la humanidad y lo que es la cultura. Eso creo que sería como trágico, o sea, como decir [que] tú puedes matar a la otra persona y la matas y listo. Para mí eso es trágico, para mí sería traer algo grande para que mate a los pequeños […] Es extinguir una cultura, matarla. Ha costado harto vivir en este desierto, es difícil, no es fácil, y lo hemos podido conservar muchos años. Pero no tenemos las armas para poderlo seguir cuidando, no tenemos. Si el gobierno prefiere el litio, no tenemos nada más que hacer porque no podemos luchar con algo tan grande […] Pero si la luchamos, si la gente se preocupa, se debe poder conservar el agua.

Es evidente que necesitamos alternativas al petróleo, pero también pensar en los desafíos que presentan esas nuevas tecnologías y hacernos preguntas incómodas. ¿Podemos simplemente sustituir los autos que funcionan con hidrocarburos por autos eléctricos? ¿Qué papel debe cumplir el transporte colectivo y público en la lucha contra el calentamiento global? ¿Existen alternativas al litio, como por ejemplo la batería de sodio? ¿Impiden la minería transnacional y los inversores financieros la búsqueda de alternativas al litio? ¿Estamos dispuestos a facilitar con nuestros patrones de consumo la destrucción de ecosistemas de gran complejidad y diversidad como los de los salares? ¿Queremos asumir éticamente la destrucción de culturas milenarias y modos de vida, y la gestión de lo social de una manera alternativa al modo de vida occidental?

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* Profesor de Estudios Culturales y Estudios Latinoamericanos en la Universidad de California San Diego. Su proyecto sobre el litio ha sido financiado con una beca de la Fundación Wihting. Publicado originalmente por CTXT.

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