Por: José Girón Sierra – abril 12 de 2018
Cumplido el proceso electoral del 11 de marzo, que eligió el nuevo Congreso y resolvió las consultas interpartidistas, se ha dado comienzo a una compleja lucha política por la presidencia. En esta emergen como polos de confrontación: la izquierda, representada por el movimiento que lidera Gustavo Petro, y la ultraderecha, representada por el Centro Democrático y su candidato Iván Duque, ambos vencedores en sus respectivas consultas.
De las reacciones iniciales de unos y otros, y de casi la mayoría de los analistas políticos de la derecha y del llamado centro, se puede decir que uno de los puntos de diferenciación con el candidato Petro radica en que éste es señalado de ser el gran animador de la polarización política, la cual, suponen, es bastante dañina para el país. Dicha polarización habría sido desatada por el proceso de paz y Petro le estaría agregando el ingrediente del ‘odio de clase’.
En el ambiente hay una especie de satanización de la polarización en la política. Para algunos, el ejercicio de la política, que por la naturaleza de las cosas de las que se ocupa es de confrontación, sería como una especie de cofradía dedicada a los mutuos elogios. Nuestra historia, al respecto, pareciera no considerarse cuando se omite que si algo tiene que mostrar nuestro pasado republicano es, precisamente, el desenvolverse en medio de agudas polarizaciones sociales y políticas. Lo malo no han sido precisamente dichas polarizaciones sino la manera en que las hemos resuelto. Y, en cuanto a polarización se refiere, el cinismo de la ultraderecha es patético: ¿no han sido acaso ellos quienes han dividido el país entre amigos y enemigos de las antiguas FARC?
La otra diferenciación sobre la que se reiteran las mencionadas reacciones consiste en que el candidato Petro entraña una propuesta populista con la cual pretende ganarse la simpatía de los miles de inconformes con un régimen que ha profundizado las inequidades y del cual hay muestras inequívocas de estar bañado en el lodo de la corrupción.
Así las cosas, la promoción del odio de clase y el populismo parecen ser los centros sobre los cuales va a gravitar la estrategia política de la ultraderecha y del llamado centro político contra el candidato Petro. Esto permitiría, a uno de ellos, ganar el apoyo popular y derrotar a quien esperan convertir en una especie de espíritu maligno y en fuente de todo tipo de ascos. Petro debe ser ahora el diablo que encarnaba antes el comunismo y, más recientemente, las FARC. Mientras tanto, a todo esto subyace el ‘castrochavismo’ como una realidad práctica, la de Venezuela, que no solo condesa los centros aludidos sino que debe ser la imagen que desate el miedo y el odio de los electores.
Pero, ¿qué tan real es el odio de clase mirado desde la historia colombiana? El odio es el sentimiento humano más regresivo, pues captura las energías vitales de tal manera que lanza al sujeto hacia la destrucción del objeto odiado. Bien sabemos a qué condujo el odio hacia los judíos. Por eso, es un recurso bastante socorrido por el pensamiento autoritario, pues al construir el objeto de odio o la demonización del opositor se despeja el camino para los propósitos propios del poder: mantener el statu quo y la protección de los intereses que le son vitales a cualquier precio, así como eliminar la pluralidad ante un interés manifiesto de homogeneizar la sociedad.
De otra parte, las clases sociales, como expresión de las diferencias en la propiedad y de las consecuencias que de estas se derivan, como la existencia de intereses contrapuestos y el uso del poder para defenderlos, son una realidad insoslayable que no implica necesariamente la existencia del odio como emoción o sentimiento humano que regule dichos intereses contrapuestos. Este puede darse bajo circunstancias muy concretas, relacionadas con estructuras económicas en extremo injustas y regímenes en extremo crueles. Bajo estas circunstancias, sin duda, es posible que se pueda atizar el odio y promover la violencia social y política. La historia está llena de ejemplos al respecto.
La realidad es que en Colombia la violencia social y política no ha provenido de las llamadas clases subalternas, o del pueblo como genérico. Magnicidios como los del general Rafael Uribe Uribe y Jorge Eliécer Gaitán, y tantos líderes sociales asesinados indican todo lo contrario: es en la estructura de poder, a lo largo de la construcción de la República, en donde se ha anidado un animus conspirativo, un odio de clase manifiesto. Esto es, que las clases concretadas en grupos económicos y familias específicas usufructuarias del poder han desatado el más agresivo odio de clase hacia todo aquello que pretenda poner en cuestión su dominio y sus intereses económicos. En la masa ha dominado más la indiferencia concretada en una apatía hacia lo público y, cuando no, en cierto estado de enajenación de amplios sectores sociales que militan al lado de los intereses de sus opresores. Las expresiones armadas han sido más manifestaciones de resistencia que una amenaza real para el régimen político.
En Colombia históricamente la población no se puede colocar en rebeldía contra las injusticias, no pude hacer un llamado a superar las inequidades, no pude estar del lado de los oprimidos. Eso es lo suficientemente peligroso para que el establecimiento, en todas sus expresiones territoriales, active todos sus dispositivos conspirativos, sean estos legales o ilegales, para permitirse silenciar la amenaza. Y las alarmas se encienden mucho más cuando hay quien, asumiendo tales banderas, tenga así sea la más mínima posibilidad de poner en peligro dicho establecimiento, dicho orden. Bajo esa perspectiva, para los sectores de ultraderecha la lucha política que se desenvuelve en la actualidad es leída, con razones o por simple manipulación, como un momento de amenaza para el establecimiento y en esto radica uno de sus mayores riesgos.
Pero a Petro hay que atacarlo desde su propuesta política y no desde los supuestos y la mentira. Así debería ser en una contienda política civilizada y democrática. En su programa hay idealismo en algunas de sus propuestas, en otras hay un propósito por desarrollar un capitalismo con un rostro más humano, que se inscriba en una mayor repartición de la riqueza, y en otras, como su propuesta ecológica, hay un afán de colocar el país en el camino futurista de la sostenibilidad. De esto no podrá colegirse que Petro atiza el odio de clase y, por lo tanto, la destrucción de los ricos.
Una campaña como la que se anuncia, entonces, va camino a que el odio que hoy destila el proyecto político de la ultraderecha en las redes sociales y los grandes medios de comunicación cree las condiciones para que, por la acción de un individuo o de grupos que asumen en serio las banderas del odio, se termine cumpliendo con el propósito final del mismo: la destrucción del opositor. ¿No estaremos ad portas de abrir un nuevo capítulo de la violencia política en Colombia?
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* Investigador en residencia del Observatorio de Derechos Humanos y Paz del Instituto Popular de Capacitación (IPC). Publicado originalmente por la Agencia de Prensa IPC.
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