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Sofía – Periódico El Turbión- 2007

Era un martes caluroso cuando decidí acompañar a Camilo a su habitual recorrido por la polvorosa y única calle que de su casa le lleva a la escuela San Isidro, donde cursa cuarto grado de primaria. El paisaje es habitual para sus profundos ojos cafés que parecen tener respuesta para todo. Antes de comenzar a caminar me cuenta que nació en Puerto Caldas hace 10 años y que ha vivido en el Cofre, María Auxiliadora y el Progreso.

Todos los días debe caminar cerca de una hora para llegar a la escuela. “A mis amigos les toca más duro”, dice Camilo, “ellos estudian en el colegio Carlos Castro Saavedra y en el Millán Rubio, que quedan en la salida del barrio, cerca de la empresa de papeles nacionales”. Hace una semana no asiste a la escuela porque a su mamá no le gusta mandarlo cuando no tienen nada que comer en casa, pero hoy sí. Después de tomarse unos tragos de aguadepanela comenzamos un recorrido que para mí resulta sorprendente, pues cada casa y cada rostro muestran una realidad que no se ve en la televisión, ni aparece en los periódicos.

Luego de atravesar una docena de casas elaboradas en madera, guadua, cartón y plástico, vemos a una mujer de tez blanca seguida por tres pequeños que compiten por su delgadez. Ella lleva en su mano una bolsa que parece contener algo suave y delicado, pues no permite que ninguno de sus hijos lo lleve a pesar del interés que demuestran por hacerlo. En sus rostros se refleja la ansiedad y la alegría de quien recibirá un regalo, una sorpresa o una ansiada visita. “¿Sabes para donde van?” interrogo a mi acompañante, que rápidamente me responde: “pa´ Cartago, a entregar el bordado, ¿no ve que es bordadora, igual que mi mamá?”

En ese momento recuerdo haber acompañado alguna vez a una familiar a comprar un bordado cartagueño en la plaza principal de este municipio. Si la memoria no me falla, nos devolvimos sin el hermoso bordado, pues los 70.000 pesos que llevábamos no nos alcanzaron. Esto me motiva a hablar con la bordadora, quien amablemente responde mis preguntas, esperando quizás encontrar reconocimiento a su trabajo y respaldo a sus quejas.

“A mí y a otras vecinas, incluso hombres y uno que otro niño, nos entregan una blusa, un pantalón o un vestido para que lo bordemos, pasamos casi dos semanas realizando el trabajo con mucho empeño pues debe quedar perfecto y bordar a mano es demorado, es de mucho detalle.  Luego vienen y nos recogen la prenda o la llevamos nosotros mismos y nos pagan 4.000 o 5.000 pesos”. La interrumpo al pensar que se ha equivocado: “¿por dos semanas de trabajo 4.000 pesos?”, a lo cual me responde, sin vacilar, “sí, imagínese, eso nada más por un trabajo de dos semanas y dicen que allá los cobran muy caros, pero es que aquí no hay más en que trabajar y al menos con eso entramos ese día algo a la casa”

El tiempo nos obliga a interrumpir la conversación. Ella, la bordadora, debe entregar sus labores y nosotros debemos darnos prisa, pues en 20 minutos comienzan las clases de Camilo.

Me sorprende ver cada siete casas letreros que anuncian tiendas, o ventas de cualquier cosa, y en su interior una pequeña vitrina casi vacía, con tres gaseosas y dos bolsas de parva. ¿Ésta es la economía del rebusque de la que tanto se oye hablar? Los principales problemas del corregimiento Puerto Caldas, según sus propios pobladores, son el desempleo y el hambre. Frases como: “ya no hay en qué trabajar”; “antes, por lo menos, cogíamos café”; “sólo cada seis meses uno que otro trabaja en los planes –cultivos de sorgo, soja o fríjol–”; “las industrias de la entrada no emplean a los de aquí, sólo les dan trabajo a los de Pereira o de Cartago” se escuchan entre techos rotos y pisos de tierra.

Al llegar a la escuela, prometo a Camilo acompañarlo de vuelta a casa y aprovecho para descansar, pues me espera un recorrido más extenuante: al medio día el sol se hará más fuerte.

En la espera conozco a don José, un anciano de rostro triste que se encuentra a la sombra de un árbol justo enfrente de la escuela San Isidro, su piel arrugada, reseca por el sol y el polvo, da cuenta de años de duro trabajo. Tras una presentación muy informal comienza a contarme que sus nietos ya no van a la escuela: “los devolvieron porque no tenían uniforme, ¡la señora profesora poniéndonos problema por eso y nosotros sin tener con qué mercar ni siquiera!”.

Su preocupación no sólo era la falta de estudio de sus descendientes, también se mostraba inquieto por lo que él llamó “malos ejemplos” que recibían los niños y las niñas de los adultos y los jóvenes. “¿Cuáles malos ejemplos?” pregunto a don José, quien me responde con mucha seguridad: “pues por aquí hay mucho vicio –dice en voz baja–, imagínese que hay niños de ocho años que ya fuman marihuana y bazuco, ¿qué se puede esperar de esta juventud?”

“A mis ochenta y tantos años sólo he llegado a fumar de eso una sola vez. Fue durante una cosecha de café. Me la ofreció un amigo porque teníamos que trabajar mucho, le recibí y eso me cayó muy mal: me quedé dormido, me robaron y vine a aparecer a los tres días por allá en un pueblo de Caldas. De ahí ni más, nunca yo volví a probar de eso. En cambio, ahora hasta los mismos padres fuman delante de los hijos y por ahí derecho ellos lo van haciendo también”.

Don José también evoca recuerdos de cuando pasaba el tren por esta calle polvorienta. “Hace 28 años, cuando llegué a estas tierras todo era rastrojos, cafetales y uno que otro árbol frutal. Yo alcancé a viajar en tren hasta Medellín, pero al poco tiempo abandonaron la vía y esto ahí mismo se comenzó a poblar: venía gente de Cartago, de Pereira. Unos invadieron, otros compraron y otros invadieron y luego vendieron y así se fue poblando y poblando este Puerto Caldas”. Cuando le pregunto qué pasó con la vía del tren, me responde: “eso se vino a desaparecer hace como 6 años. Un día vinieron unos camiones y se llevaron los rieles, ya sólo queda el recuerdo entre los más viejos de que por aquí pasó el tren”. El tiempo se hizo breve en compañía de don José, quien me despide con un fuerte apretón de manos.

Camilo salió de la escuela, de regreso a su casa me decía asombrado, mientras señalaba su ropa y el piso: “¿sabe que disque existen unos animalitos tan pequeñitos que no se pueden ver con los ojos sino con un microscopio, se llaman ‘mundo mónera’ y que están por todos lados?”. El recorrido fue menos presuroso y se hizo más corto mientras él recordaba lo que había aprendido con “la profe Claudia”.

Antes de finalizar el recorrido, le pregunto por Jhonatan, un joven de trece años del que escuche hablar en varias oportunidades durante la mañana. “Hace como tres años que se salió de la escuela y no estudia, se la pasa por ahí en la calle y cuando algún vecino da papaya y deja alguna cosa descuidada él la coge y la vende en Cartago: se roba ropa, herramientas, ollas o lo que sea, y la mamá no le dice nada porque son pobres y él le da plata de esa para los buses y el mercado”. En esta realidad el robo se legitima por la necesidad y por el hambre.

Me hubiese gustado seguir esta conversación pero esta vez fue mi tiempo el que se agotó.

Me despedí de Camilo justo frente a esa casa de esterilla y tejas rotas ayudadas por plásticos y ladrillos, donde escampan sus sueños y también se mojan cuando la lluvia se hace fuerte.

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