Maureen Maya – marzo 12 de 2011
El desplazamiento forzado es uno de los principales retos que enfrenta no sólo el Gobierno Nacional sino toda la sociedad colombiana: se trata de una tragedia humanitaria que ha venido agudizándose durante los últimos años. La mayoría de las personas que han sido desplazadas provienen de zonas rurales de las cuales han sido expulsadas por acción de los violentos y muchos huyen de los combates armados para preservar su existencia, dejando atrás sus tierras y su proyecto de vida; otros son sacados a la fuerza por grupos armados ilegales, que suelen concederles un plazo de veinticuatro horas para desalojar; de no hacerlo serán asesinados. Cargando pocas pertenencias o sólo con la ropa que llevan encima empieza su doloroso peregrinaje. Algunos llegan a las periferias de las ciudades, donde son mal recibidos, para emprender una nueva lucha por la supervivencia en condiciones aún más adversas a las padecidas en el campo.
Luego, deben recurrir a los organismos encargados de atender a la población desplazada, hacer filas interminables, soportar el despotismo de los funcionarios y a veces la inclemencia del clima a la espera de un registro que los acredite como desplazados para así poder recibir las ayudas de asistencia humanitaria que les entrega el gobierno, a través del organismo creado para tal fin: la Agencia Presidencial para la Acción Social y la Cooperación Internacional.
La principal ayuda se asigna en un paquete denominado “tres por tres”, el cual destina recursos económicos de acuerdo al número de integrantes por núcleo familiar. A la par de ello, se emprenden proyectos productivos mediante una poco efectiva capacitación. Dado el poco monto de los recursos y las demoras en el cumplimiento de las prórrogas de ayuda, el proyecto termina por suplir los gastos de vivienda y alimentación, aunque pocos logran realizar un negocio. También, y en más de un caso, se ha advertido la malversación de dichos recursos por parte de los ‘beneficiados’, pues en algunos grupos de desplazados se ha denunciado que estos dineros terminan por ser consumidos en bares o con prostitutas, en noches de parranda y olvido.
Esto se comprobó en el Parque Tercer Milenio, cuando miles de familias decidieron vivir allí, durante cinco meses aproximadamente, junto a drogadictos del sector, carteristas, raspachines de coca o actores armados. Se hizo evidente que varias de estas personas no eran desplazadas pero que aún así obligaban, bajo presión y amenazas, a su reconocimiento como tales. De estas familias, que finalmente serían desalojadas mediante un acuerdo con el Distrito, algunas de ellas, antes de acudir a la toma del parque y participar en las negociaciones, se marginaron de este proceso y decidieron ocupar un edificio abandonado del ICBF ubicado en la localidad de Santafé.
En septiembre de 2008, doce familias, entre las que se contaban varios menores, tomaron posesión del edificio por vía de hecho. Con ingenio, lograron hacerse a los servicios de agua y energía, se acomodaron en los apartamentos, repartiéndolos de acuerdo a la cantidad de niños, y establecieron algunas normas de convivencia. Se dedicaron al rebusque cotidiano. Habían emprendido un nuevo proyecto de vida, que no estaba exento de problemas y temores permanentes a ser desalojados.
Meses después de esta ocupación, arbitraria pero necesaria, llegó al sitio un posible comprador del inmueble, que en ese momento estaba a la venta. No obstante, cuando vio la realidad de ocupación, de la que no había sido informado, se echó para atrás y abandonó el negocio. El ICBF prosiguió en su empeño de rescatarlo de las manos de los desplazados.
Desde entonces, el ICFB interpuso varias acciones para recuperar su edificio, entre ellas algunas querellas, denuncias y dos o tres intentos de desalojo. El último había sido programado para el pasado 3 de febrero, pero quizás por ser el “Día sin carro” las autoridades judiciales no lograron desplazarse hasta el lugar y la diligencia fue aplazada para el 10 de marzo. Esta vez no hubo orden de desalojo sino una orden de inspección ocular que, sorpresivamente, terminó convertida en una violenta acción de desalojo que dejó como resultado varios oficiales heridos, 48 desplazados con lesiones, según afirman las víctimas, y decenas de niños en estado de shock.
Dos personas fueron arrestadas, pero luego dejadas en libertad. Según cuenta uno de los detenidos, la policía los chantajeó diciéndoles que no los denunciaban por haber lanzado los tanques de gas contra la Fuerza Pública a cambio de que ellos tampoco los denunciaran por las agresiones y el exagerado uso de la fuerza empleado contra civiles desarmados en estado de indefensión.
Se ignora el destino que se le dará a este edificio, ni las razones para que el Estado no haya asumido una función clara para resolver la situación del ICFB ni de estas familias que, nuevamente, han sido desplazadas con violencia de su lugar de residencia.
Si bien es cierto que las ocupaciones de propiedades por vías de hecho no pueden ser permitidas, tampoco es posible emprender acciones violentas de desalojo y menos cuando se trata de población vulnerable a la que no se le han dado alternativas de reubicación, como lo afirma la Sentencia T 068 de la Corte Constitucional.
Según un funcionario del alto gobierno, el ICBF afirmó que las víctimas serían reubicadas en otro sitio, lo cual resultó no ser cierto: al ser desalojadas del edificio no había otro sitio para instalarlas distinto a la calle. La Secretaría de Gobierno de Bogotá se movilizó, tratando de ofrecer una solución ante la emergencia de estas familias, y decidió finalmente ubicarlas en un hotel de manera transitoria, mientras se concreta una solución definitiva con los organismos responsables de procurarla.
La Corte Constitucional, como se afirma en la misma sentencia, ha reconocido en su jurisprudencia que el derecho a una vivienda digna es un derecho fundamental de las personas desplazadas por la violencia, susceptible de ser protegido mediante la acción de tutela, y que es una obligación de las autoridades reubicar a quienes, debido al desplazamiento, se han visto obligadas a asentarse en terrenos de alto riesgo y brindarles soluciones de carácter temporal y, posteriormente, facilitarles el acceso a otras de carácter permanente.
En este sentido, la corporación ha precisado que no basta con ofrecer soluciones de vivienda a largo plazo si, mientras tanto, no se provee a los desplazados alojamiento temporal en condiciones dignas y no se proporciona asesoría a las personas desplazadas sobre los procedimientos que deben seguir para acceder a los programas y en el diseño de los planes y programas que existen en la materia.
Varias de estas once familias, atormentadas por la violencia, aún llevan en lo recóndito de sus almas el recuerdo de tiempos felices y prósperos, cuando vivían en el campo y se alimentaban de lo que la tierra generosa y agradecida les daba, hasta que la violencia los obligó a abandonar su lugar. Después de peregrinar por el país, de lado a lado, intentando sacar a flote sus empolvados sueños y sobrevivir de la mejor manera, llegaron a Bogotá donde emprendieron la batalla por ocupar un espacio digno y productivo en esta cerrada sociedad.
Ahora, cuando se debate en el Senado la aprobación de una Ley de víctimas, y se habla de un ambicioso programa de restitución de tierras, varias víctimas del despojo afirman que repartir tierras no lo es todo: con eso no basta.
Algunas de las personas desalojadas del edificio de ICBF aseguran no tener el menor interés de regresar al campo. Una mujer que ya pasa los 40 años, por ejemplo, se lamenta pensando en su condición de miseria y recordando que es dueña de una tierra ahora abandonada, herencia de su padre, en el departamento de Córdoba. Sin embargo, dice no estar dispuesta a regresar. No tiene la menor esperanza de recuperar esa herencia y la da por perdida. Y no sólo es el miedo a volver a una zona que sigue bajo control de los violentos o a tener que recordar lo que se exige olvidar todos los días: es la certeza de que ya no se podrá adaptar a esa vida. Se ha convertido en un ser citadino, como dice, y por ello desea emprender un proyecto productivo que le asegure la supervivencia en la ciudad. Quiere un hogar, un trabajo y una vida digna y en paz.
“Que el gobierno convierta a los campesinos en empresarios, me parece bien” –dice– “pero a mí eso ya no me interesa. Además, tampoco creo que un montón de campesinos ignorantes en leyes, que lo único que saben es trabajar la tierra, vayan a estar de igual a igual con los dueños del capital”.
Las once familias desalojadas continúan en el limbo. No saben si en efecto podrán permanecer en el Hotel, si sorpresivamente llegará algún escuadrón de la policía al amanecer para arrojarlos a golpes a la calle o si la próxima semana tendrán un sitio dónde vivir. Le están pidiendo al alcalde mayor de Bogotá, Samuel Moreno Rojas, que destine un inmueble, propiedad del distrito, como parte de las medidas de reparación y que les asegure un techo propio donde vivir. Incluso, así las condiciones del lugar seleccionado no sean las más adecuadas, ellos están dispuestos a trabajar organizadamente para hacerlo habitable. Reclaman, además, un proyecto que los saqué de la indigencia y continuar con los planes de negocio que algunos de los habitantes en el edificio emprendieron antes del desalojo, como en el caso de Maritza, quien logró organizar una venta de libros de segunda y una micro empresa de postres. Así mismo solicitan asistencia en salud y las garantías sociales a las que tiene derecho todo ciudadano colombiano.
Hoy estas familias esperan que el Estado asuma su responsabilidad con ellos y que se les asigne un nuevo espacio al que puedan llamar hogar.
La creciente preocupación de la comunidad internacional por la grave situación que padecen los desplazados, expresada fundamentalmente a través de la Organización de las Naciones Unidas, mediante la presencia de la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos (Oacdh) y el Alto Comisionado para los Refugiados (Acnur); otras entidades, tales como el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR); organismos del Estado, como la Personería, la Procuraduría, la Defensoría del Pueblo; y diversas ONG, como la Consultoría para los Derechos Humanos y la población Desplazada (Codhes) y la Comisión de Acompañamiento a las Políticas Públicas de Desplazamiento Forzado, integrada por diversos organismos gubernamentales y no gubernamentales, obliga a que el Gobierno Nacional, de acuerdo a lo establecido en la Sentencia T 025 y sus respectivos autos de seguimiento, asigne la debida atención que esta población reclama.
De no hacerlo, no sólo se continuarán desangrando las finanzas del Estado, mediante la repartición arbitraria de recursos sin un plan de acción contundente y bien pensando que contribuya a resolver la situación de manera definitiva, sino que además se estaría favoreciendo la malversación de recursos, el parasitismo, la corrupción, la violencia y la situación de las víctimas del desplazamiento forzado seguiría, como afirma la Corte Constitucional, en un “estado de cosas Inconstitucional”, en claro detrimento de los pilares fundamentales de un genuino Estado democrático y Social de Derecho.
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