Por: Juan Diego García – abril 3 de 2011
Con la modernidad ha venido aparejada la idea del progreso, del renacer, de una época de luces en contraste con la oscura noche del Medioevo. El devenir histórico se asume como una especie de línea ascendente hacia un bienestar que, si bien admitía pequeños retrocesos, acaba pronto por ajustar sus dinámicas en todos los órdenes, expandiendo mayores cotas de libertad e igualdad a colectivos sociales cada vez más amplios. El análisis de las sombras, en este proceso de elevado y explicable optimismo, queda relegado a las pocas voces que destacan el duro impacto del progreso sobre las mayorías proletarias y campesinas, así como sobre los pueblos de la periferia del sistema, víctimas mayores de la expansión del capitalismo por el planeta.
Uno de los elementos decisivos de toda esta dinámica revolucionaria es, sin duda, la ciencia moderna y su estrecho vínculo con el desarrollo material, algo que ha permitido en cortos períodos alcanzar niveles de producción sin parangón en el pasado. En efecto, con el capitalismo se han logrado alcanzar niveles de riqueza material que ni las mentes más agudas de antaño se hubiesen imaginado, si bien muy mal repartidas a todos los niveles. Por su parte, el socialismo soviético industrializa a la URSS en un cortísimo espacio de tiempo, si se compara con el mismo proceso en el Occidente capitalista, y no menos sorprendente será el caso de la República Popular China, convertida hoy en la segunda potencia industrial del planeta.
La idea optimista del progreso enfatiza casi siempre los aspectos cuantitativos del problema y lleva a sus extremos la idea del desarrollo de las fuerzas productivas, dando por bueno cualquier avance material sin dar mayor importancia a los demás aspectos. Desde una perspectiva capitalista primará, naturalmente, el principio de la ganancia sobre cualquier otra consideración y sólo una presión social considerable obligará a tomar en cuenta otros factores que, a corto o largo plazo, desaconsejen determinadas decisiones. Por su parte, en el modelo soviético del socialismo –con otros presupuestos ideológicos– se asume la cuestión de manera semejante y se reduce la teoría del desarrollo de las fuerzas productivas a sus aspectos puramente cuantitativos.
Pero, el progreso así entendido fue objeto de críticas desde los albores mismos de la modernidad. El movimiento obrero y socialista en Europa pone en evidencia ya en el siglo XIX –y las luchas campesinas inclusive antes– que las ventajas del nuevo orden favorecen básicamente a unas minorías y que las nuevas fuerzas productivas devoran literalmente generaciones enteras, al tiempo que destruyen el medio ambiente, aunque entonces ese impacto no preocupara demasiado por la relativa abundancia de recursos en el planeta. Los dramáticos impactos del naciente capitalismo dieron pie a las ensoñaciones románticas y conservadoras sobre un mundo rural que la modernidad extingue, pero también a respuestas revolucionarias y reformistas orientadas al futuro. Imparable, el sistema impone, no obstante, el escenario de las barriadas miserables y un medio ambiente deteriorado en extremo, pero que parece digerir sin problemas el pesado humo del industrialismo. Todo sea por el progreso, es la consigna.
El socialismo de tipo soviético, que predominó a lo largo del siglo pasado, no resultó ajeno a esta idea de ingenuo optimismo sobre el progreso material que trae el industrialismo y la modernidad. Por razones comprensibles –su atraso material, ante todo–, las grandes revoluciones socialistas en Rusia y China manifiestan una especie de exagerado productivismo, es decir, un énfasis decisivo en el desarrollo material a cualquier precio, con el sacrificio heroico de varias generaciones y con el consecuente impacto sobre la naturaleza –destructivo en extremo e irreparable en muchas ocasiones–.
Con los vertiginosos avances del último medio siglo, el aspecto destructivo de las fuerzas del progreso se evidencia de forma dramática y sólo por intereses espurios se lo niega o se lo justifica, argumentando que la destrucción es el precio inevitable a pagar por el bienestar. Como corolario, un optimismo interesado acerca del omnímodo poder de la ciencia y de la técnica sirve de base para confiar en ellas la reparación de los daños infringidos a la naturaleza y a los seres humanos. Siempre habrá una solución científica para todo: para las fugas radioactivas o para aliviar los efectos más duros de la condición alienada del ser humano en la modernidad.
Los actuales acontecimientos en Japón ponen en evidencia la dinámica letal que trae consigo el progreso, cuando las fuerzas de la ciencia y de la técnica devienen en factores destructivos de incalculables consecuencias. Ya no trata sólo de que empresarios y autoridades niponas hayan obrado con total negligencia en el mantenimiento de las centrales nucleares, como denunció la Agencia Internacional de la Energía Atómica que repetidas veces advirtió sobre los fallos que provocaron una catástrofe que hoy amenaza con extenderse por buena parte del planeta, sino que, de nuevo, tras estos fallos no hay otra cosa que el afán de lucro y una devoción irresponsable por el progreso a cualquier precio.
Igual ocurre con el derrame de petróleo en el Golfo de México por culpa de la BP, el surgimiento y propagación de la gripe aviar a partir de granjas saturadas y sin control –pero muy ventajosas para sus propietarios–, el aire envenenado de las ciudades por culpa del automóvil –cuya industria configura un gremio con inmenso poder político– y otros muchos casos, todos ellos indefectiblemente ligados a la obtención de beneficios sustentados siempre con el discurso del necesario progreso material de la sociedad.
Pero la tozuda realidad se encarga de recordar la dinámica contradictoria que encierra el desarrollo de las fuerzas productivas cuando se limita al productivismo o se reduce a los estrechos límites del cálculo empresarial. El capitalismo no sólo colapsa porque disocia su enorme capacidad productiva de la necesidad de distribuir la riqueza creada sino porque, con tal de asegurar los más altos niveles de beneficio, convierte el positivo desarrollo de las fuerzas productivas en un factor de destrucción que llega a poner en peligro a la misma especie humana. Seguramente, con presupuestos políticos diferentes, el socialismo soviético condujo a resultados similares, al menos en este aspecto: la destrucción del Mar de Aral o el accidente nuclear de Chernobil son pruebas dramáticas que no permiten abrigar dudas al respecto.
La industrias en general, la energía nuclear, el automóvil, la agricultura moderna de gran plantación, el comercio masificado de las grandes superficies, ciertas obras de infraestructura de gran impacto y otras actividades similares en el capitalismo aseguran sin duda productos y servicios baratos y en candidades ingentes, pero al mismo tiempo provocan inevitablemente la contaminación del suelo, la polución del aire y del agua, la destrucción de los bosques, el envenenamiento de los alimentos y el deterioro de la salud humana, no menos que la desaparición acelerada de miles de especies animales y vegetales de valor incalculable para la misma supervivencia del planeta, así como la innecesaria aniquilación de pueblos y culturas de incalculable valor.
Si en el mundo rico crece entre la ciudadanía el descontento con un orden que sacrifica la calidad de vida y muestra cada vez con mayor evidencia su carácter insostenible, en la periferia pobre del planeta los retos para salir del atraso y la pobreza por caminos diferentes al industrialismo clásico se imponen en la agenda del desarrollo. La minería a cielo abierto, la explotación de petróleo y gas, la tala de bosques a gran escala, la realización de obras de infraestructura, la producción masiva de alimentos y demás mercancías indispensables para sostener una vida razonablemente digna, todo ello sin seguir los mismos caminos del capitalismo se convierten en el nudo gordiano, en desafíos tanto teóricos como prácticos de cuya solución eficaz depende superar la condición de naciones inviables, de sociedades cloaca, es decir, receptoras de los desechos materiales y culturales del sistema capitalista mundial.
Cuando las naciones que buscan salir del atraso dependen del petróleo, la minería, la oferta de alimentos a gran escala y, en general, de materias primas, quedando convertidas por tanto en suministradoras cautivas del mundo rico, perpetúan necesariamente su carácter de economía deformadas y dependientes, dilapidan sus propios recursos –casi todos no renovables– y destruyen su medio ambiente a cambio de nada. Si los habitantes del mundo rico ven amenazada su calidad de vida y su vida misma por un Fukushima nuclear, no menos le ocurre a los mapuches de Chile cuando se enfrentan a las grandes multinacionales que invaden sus tierras e inundan sus campos para garantizar el ‘progreso’. Desafíos similares enfrentan poblaciones urbanas y rurales de Perú, Ecuador, Brasil o Colombia que hacen frente a los mismos dilemas y no pocas veces deben pagar un alto precio para no ser convertidas en víctimas propiciatorias del ‘progreso’.
Más allá del discurso engañoso de los defensores del capitalismo y, por supuesto, más allá de la visión romántica de socialismos utópicos que idealizan mundos premodernos, se impone la necesidad de formular en las nuevas condiciones las líneas maestras de la teoría de las fuerzas productivas, armonizando las relaciones entre los seres humanos y de éstos con la naturaleza. Seguramente, todo pasa por revertir las actuales relaciones sociales de forma que de objetos devengamos en sujetos y por lograr que el progreso que permiten la ciencia y la técnica no lleve a la humanidad a morir de éxito.
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