Por: Juan Diego García – octubre 21 de 2009
El golpe militar en Honduras contra el presidente Manuel Zelaya es un intento de romper la cadena de los movimientos populares y nacionalistas del continente ‘por su eslabón más débil’. Los agentes del golpe son los mismos de siempre: los empresarios, los políticos tradicionales, un poder judicial profundamente reaccionario, un tribunal electoral hecho a la medida de los intereses oligárquicos y que ya demoró tres meses en reconocer, a duras penas, el triunfo de Zelaya contra el candidato de la derecha más dura y la cúpula de las iglesias católica y evangélica. Y el instrumento que realiza el trabajo sucio ha sido, igualmente, el acostumbrado: las fuerzas armadas.
No se sabe a ciencia cierta cuál ha sido el papel del Pentágono y de los ‘halcones’ de Washington que, como fieles agentes del poderoso complejo militar-industrial, tienen siempre políticas que no necesariamente coinciden con las ideas del ocupante transitorio de la Casa Blanca. Eso, al menos, se puede deducir de la posición asumida por la prensa conservadora de los Estados Unidos, en particular The Wall Street Journal y The Washington Post que se niegan a calificar el suceso de golpe de Estado, insinúan su necesidad y pretenden excusar a los golpistas. Lo mismo puede decirse de las declaraciones oficiales, con esa indefinición calculada de Obama que impresiona tanto pero no compromete a nada.
La derecha latinoamericana más primitiva celebra abiertamente el golpe. Otros, más sutiles, hacen bueno el alegato de los golpistas ‘en defensa del principio de la no ingerencia’ –como Uribe Vélez, en Bogotá–. Por su parte, la derecha más moderada del continente intentará propiciar diálogos que desemboquen en una solución aceptable, es decir, que congele el avance del proceso social que impulsa Zelaya y, al mismo tiempo, dé una salida al gobierno de facto. Si los golpistas hubiesen cometido menos torpezas sacando ‘legalmente’ al presidente, resulta dudoso que se hubiese producido una condena de características similares a la actual.
El golpe busca impedir que en Honduras se consolide un proceso de reformas que la clase dominante entiende contrario a sus intereses. Sin embargo, afecta en no poca medida al continente entero. Eso explica el rechazo generalizado de todos los gobiernos. Unos, porque entienden que la estrategia del derrocamiento de gobiernos populares y nacionalistas sigue vigente y que las elites criollas y sus apoyos externos están dispuestos a todo sin excluir el golpe militar o la guerra civil. Los más moderados de la ola reformista rechazan el golpe porque temen correr la misma suerte de Zelaya, un reformista tan moderado como ellos. Los demás gobiernos, extraños a cualquier proyecto popular, se distancian del golpe sobre todo por la torpeza enorme de sus realizadores.
Zelaya habría ido ‘demasiado lejos en su populismo chavista’. En efecto, elevó el salario mínimo de los trabajadores, despertando la ira de los empresarios; puso en marcha programas de educación y salud, con médicos cubanos y siguiendo el modelo de Venezuela; y se acercó al proyecto del ALBA, seguramente por simpatía pero también por las ventajas de un petróleo barato que le ha dejado márgenes para financiar los programas sociales. El proyecto de cambiar la Constitución –de la manera más democrática posible– despertó el profundo temor de la elite, porque abriría perspectivas aún más esperanzadoras para las mayorías pobres, tal como ha sucedido en Venezuela, Bolivia y Ecuador. Y, por ese vínculo estrecho con conocidos intereses transnacionales, resulta dudoso que el golpe haya sido una iniciativa en solitario de los oligarcas hondureños sin intervención de terceros.
El golpe es, sin duda, un ataque a Chávez y lo que él representa en términos de reformas populares y nacionalistas. Y es muy probable que la derecha hondureña –y quienes las patrocinan– pensara que, presentándolo como un golpe contra el ‘radicalismo’ y el ‘populismo’, conseguirían dividir la opinión de los gobiernos del área, en principio nada dispuestos a dar su aval a las aventuras militares. Pero el resultado ha sido que la condena se volvió rápidamente universal y arrastró a todos, al punto que hasta ahora ningún gobierno del planeta ha reconocido a los golpistas.
Se produce, entonces, una coincidencia de intereses que enlazan lo local con las estrategias generales del gran capital internacional, temeroso del devenir de los procesos en curso en este hemisferio. Pero la forma tan torpe en que ha sido realizado el golpe impide, desde el comienzo, cualquier manifestación de simpatía hacia sus autores. Por razones obvias, debe destacarse particularmente el rol de los Estados Unidos. Ni es posible que ignoraran las intenciones de la oposición a Zelaya ni, menos aún, que asumieran sin mayor preocupación los cambios políticos en un área como Centroamérica, que debilitan –así sea parcialmente– su influencia y podrían consolidarse de no actuar a tiempo. Más en un país como Honduras, una de las bases más importantes del despliegue estratégico de los Estados Unidos en la región. El proyecto Puebla- Panamá, una estrategia compleja que integra aún más el destino de estos países al dominio de los Estados Unidos, se ve ya muy afectado por los triunfos de gobiernos como el de Nicaragua y El Salvador, no menos que con el avance popular en Honduras. El gobierno de Guatemala tampoco parece gozar de muchas simpatías en los círculos del poder real en Washington: el presidente Colom ya ha sido víctima de una intentona –o varias– para sacarlo del gobierno, la última de las cuales intentó sin éxito vincularlo a un oscuro asesinato.
Hay, entonces, demasiados intereses imperialistas en juego en esta región como para descartar que no tengan vínculos con los militares y la derecha de Honduras, tan dispuesta siempre al golpe militar y a las agresiones contra gobiernos populares, y siempre al servicio de los mandatos de Washington.
Pero si la torpeza y brutalidad de los golpistas no sorprende, sí lo hace, en cambio, la reacción popular. En un proceso ascendente, la movilización popular a favor del regreso de Zelaya llega a su clímax cuando éste intenta ingresar al país, el gobierno de facto lo impide y los militares disparan contra la población. La lánguida manifestación de los partidarios del golpe contrasta mucho con el vigor y la dimensión de la movilización popular. No sólo se produce, entonces, un rechazo universal al gobierno de facto sino que, internamente, la represión no consigue acallar el descontento de amplios sectores de la población. Los pacíficos hondureños han dado una lección de civismo, valentía y arrojo que los golpistas no esperaban.
Las perspectivas son aún muy inciertas. El resultado final de las negociaciones en curso dependerá sobre todo de la capacidad de los partidarios de Zelaya de mantener su movilización y aumentar su nivel de presión. Es muy probable que las matizaciones a la condena del golpismo aparezcan ahora, pero también lo es que Zelaya se mantenga firme y que en unas eventuales elecciones en noviembre, si llegan a realizarse en forma aceptable, consiga resultados que le permitan romper el monopolio del bloque dominante de los poderes Legislativo y Judicial, sin olvidar que allí siguen las fuerzas armadas, las bases militares gringas y el enorme poder económico de los enemigos de la reforma. Los presentes acontecimientos en Honduras no sólo despiertan los viejos fantasmas del militarismo en Latinoamérica, ponen también de presente que muchas cosas han cambiado en el continente: la población pobre se ha tomado en serio la propuesta de la democracia como camino para superar su condición y acceder finalmente a una ciudadanía real. Si la respuesta es otra vez la represión y el golpismo, no debería sorprender que, de nuevo, aparezca la insurgencia como camino legítimo para oponerse a las tiranías.
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