Por: Juan Linares – abril 3 de 2011
Ernesto Sábato, el genial escritor argentino próximo a cumplir 100 años, nos recuerda que la palabra testículo tiene el mismo origen que testimonio. En la antigüedad, escribe Sábato, los romanos acostumbraban a poner una mano sobre los testículos en prueba de su palabra, en prueba de que lo que afirmaban era cierto. Era la forma que tenían para refrendar una verdad.
Hoy la verdad, piedra fundacional sobre la cual se asienta el periodismo, pertenece al censo de las palabras sospechosas y está incomprensiblemente emparentada con el negocio y con la ideología política de los medios de comunicación. Es una verdad que necesita de confirmaciones visuales –ver para creer–, una ‘verdad’ basada en miles de mentiras que necesitan ser alimentadas a diario. Una cosa es creer en el periodismo y otra, muy diferente, es creer lo que dicen los periódicos.
Es de tal magnitud la cantidad de falsas noticias que los medios de comunicación prodigan a los usuarios que a la cadena Fox News, de propiedad del magnate ultraderechista australiano Rupert Murdoch –especie de Ciudadano Kane de la era tecnológica–, se le impidió emitir su canal informativo en Canadá, simplemente porque la Constitución de ese país prohíbe la mentira. La secretaria de Estado de EE.UU., Hilary Clinton, fue aún más lejos y admitió que, cuando ella quiere noticias ‘reales’ recurre a Al-Jezeera: una cadena qatarí que financia el propio Emir de Qatar. Es obvio que la secretaria de Estado, que conoce el paño y el sastre, desconfía del rigor, de la fuente, del mensaje y del mensajero.
Nadie ignora que el periodismo sirve en estos días para casi todo. Con él se exalta el patriotismo, el fanatismo, el egoísmo, la religión y el miedo. Es, además, la herramienta de alto impacto que tienen los países centrales para espiar, dominar y controlar. Un arma con la cual se impide que una nación subdesarrollada genere y defienda pensamientos e intereses propios. “En mi país la policía se ocupa de los adversarios, el ejército de los enemigos y el periodismo del pueblo”, advertía hace poco un analista político brasileño.
Los medios de comunicación son actores sociales con intereses económicos y políticos. La opinión pública es diariamente formateada con informaciones y discursos que responden a un determinado fin u objetivo. Esa manipulación les permite, a los medios, pasar la opinión interesada como una noticia reveladora y trivializar los hechos que les son desfavorables.
Así, el periodismo, que antes era una especie de servicio social, hoy defiende el capitalismo globalizado a través de siete grupos multimedia que controlan el 70% de los medios de comunicación mundial. Estas siete corporaciones –Fox News, AOL Time Warner, Disney ABC, Sony, Bertelsmann, Viacom y General Electric– controlan la TV, los satélites, las agencias de noticias, las revistas, las radios, los periódicos, las editoriales, la producción cinematográfica, la conexión a Internet, la distribución de películas, etc. Estos siete fantásticos son los que marcan la agenda de la guerra o de la paz en los países petroleros, les dictan las ‘nuevas ideas’ a nuestros gobernantes e imponen sus valores culturales a nuestros pueblos.
Atacar o simplemente cuestionar los intereses políticos o económicos de cualquiera de estos grupos, de esta verdadera ‘familia’, es visto por la comunidad internacional como una censura a la libertad de prensa y una invitación a la repulsa universal.
La semana anterior, los trabajadores de Artes Gráficas Rioplatenses (AGR), quienes reclaman un reconocimiento gremial desde hace ocho años, bloquearon por doce horas la distribución en Buenos Aires del Diario Clarín, el mayor conglomerado multimedios de América Latina. Ese acto reivindicativo de los obreros gráficos disparó las alarmas entre los miembros de la coalición que dominan el negocio de la información: ‘Una embestida feroz a la libertad de prensa’, ‘un ataque al derecho del pueblo de estar informado’, gritaban al unísono los medios del mundo. Hasta el periódico El Tiempo de Bogotá, adquirido hace un timepo por el Grupo Planeta, se sintió en la obligación de reclamar, en una editorial, al gobierno argentino de haber sido demasiado ‘blandengue’ con los insurrectos.
Son el monopolio y la politización de los medios los que ponen en riesgo la credibilidad del periodismo y la profesión. El primero menoscaba la opinión pluralista y la segunda marca la tendencia ideológica de la lectura.
Las nuevas tecnologías han permitido dinamizar y pluralizar la información. Internet nos ha abierto un canal ilimitado de comunicación: una especie de Aleph donde confluyen todos los puntos y todas las noticias del universo sin pasar por el filtro de los grandes grupos corporativos, asociados generalmente a los centros de poder. En Egipto las redes sociales ya han dado muestra de su innegable poder, convocando a derrocar a un tirano. Wikileaks –¡al fin buenas noticias!– nos muestra la cara oculta de la ‘verdad’, la otra, la que desprecian los medios de comunicación porque, naturalmente, no es negocio decirla.
El reto para los medios tradicionales de información es complejo, casi monumental, deben recuperar lo más valioso que tiene la profesión y el oficio: la credibilidad. No es lo mismo equivocarse que mentir.
La verdad tiene que ver con la libertad y con la democracia.
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