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El desastre en la planta de Fukushima (Japón) ha abierto un gran debate mundial sobre la energía nuclear - Foto: Gonzalo Déniz

Por: Vicent Boix – abril 7 de 2011

Las noticias desde la central nuclear japonesa que inquieta a todo el planeta ya no ocupan las primeras páginas en los medios de comunicación. El accidente agotó su vigencia y se ha enfriado de la misma manera en que los operarios, o liquidadores, enfrían los núcleos de los reactores de la central. A pesar de ello, Fukushima sigue siendo un asunto muy serio en el presente y su legado será peor.

Seguramente, en su noticiero preferido la tragedia nuclear se ha reducido en espacio y tiempo, aunque la amenaza radioactiva no ha menguado y sigue surcando vientos y océanos sin entender de patrias, lenguas y banderas. La radiación aumenta fuera de la zona de exclusión, aparece en alimentos y atraviesa el Pacífico para esconderse en la leche estadounidense, aunque inocuamente según dicen. La tranquilidad de millones de personas en Tokio depende de la rosa de los vientos, las aguas marítimas cercanas presentan altos índices de radiactividad y en la propia central el riesgo es tan elevado que limita el trabajo de los liquidadores. Todo ello sucede mientras se intenta controlar la temperatura de cuatro reactores que siguen todavía fuera de control, meses después del terremoto y del tsunami.

Conforme pasan los días, el verbo ‘desconocer’ y sus derivados se hacen más habituales en las noticias referentes a la central: se desconoce la evolución que pueden experimentar los cuatro núcleos dañados y, por tanto, se desconoce el riesgo final; se desconocen las consecuencias del desastre a largo plazo en las personas; se desconocen los daños reales existentes tanto en los núcleos como en los sistemas de contención; y se desconoce, sobre todo, qué nuevo problema puede mañana agudizar este constante dolor de cabeza llamado Fukushima. Recuerden que el inconveniente principal es la fusión de los núcleos, pero, con el paso de los días, se sumó a esto la pérdida de agua en las piscinas donde se almacena el combustible usado y recientemente miles de toneladas de agua con altos índices de radiactividad han sido vertidas directamente al océano. Sobre este aspecto algunos científicos han añadido un ‘desconocimiento’ más porque, contrariamente a las tantas veces cacareada seguridad nuclear, al parecer nadie había contemplado nunca el escenario –ahora real– de evacuación urgente de agua radioactiva de los mares.

En Fukushima se desconoce y se improvisa a mil por hora. Pese a quién pese, desconocimiento e improvisación son conceptos antagónicos a la razón y, por lo tanto, al método científico. Por eso, ante tanto vacío técnico ciertos discursos se transforman en supercherías, por muy catedráticos que sean los oradores. Y, pese a quién pese –y esto sí que les pesa a algunos y algunas–, al final el tiempo acaba dando la razón, una vez más, a los colectivos sociales, especialmente los ecologistas, tantas veces tildados de iletrados y alarmistas.

Aquello que nunca pasaría ha pasado, pasa y pasará. Aquello que era fiable y seguro –energía nuclear, transgénicos, agroquímicos, etc.– acaba siendo un problema para las personas y el medio ambiente. Aquello que era vendido como el milagro de los peces y los panes, con rango de utilidad pública y máxima necesidad, resulta ser en realidad un método de enriquecimiento para que cuatro cínicos se llenen los bolsillos.

Lo cierto es que nos vendieron esta tecnología como la panacea de la seguridad tecnológica. Nos dijeron que los hechos en Chernobil fueron fruto de la burocracia, la desorganización y la decadencia del régimen soviético, pero la realidad es que ha vuelto a pasar en menor medida y no precisamente en Cuba. Además, los hechos han vuelto a ser caprichosos y retorcidos con el crucial tema de la seguridad: falló el sistema eléctrico por un tsunami en el país de los tsunamis, los operarios de la central no disponían de suficientes medidores de radiactividad y se intenta frenar la catástrofe enfriando los núcleos con camiones de bomberos de los de toda la vida. Como se ve: ‘tecnología de punta’ y abundancia en el país capitalista de los tamagotchis y mundialmente conocido por embobarnos con robots inútiles, programados para hacer mil y una pendejadas.

A ello, súmese ahora la falta de información sobre el asunto y el currículum manchado con mentiras y falsos informes de la empresa propietaria de la central de Fukushima. Agréguese el interrogante económico de cuánto costará reparar todo el desaguisado, aunque ya se sabe de qué manera se realizará: nacionalizando los costos de la tragedia, lo que originó que las acciones de la empresa propietaria ascendieran nuevamente, mostrando las contradicciones, las miserias y la falta total de ética de los amos y señores del planeta.

El resultado del cóctel aleja esta energía de esa imagen limpia, segura y económica, situándola en la órbita hedionda de las grandes transnacionales y de sus políticos y tecnólogos cómplices que, con los bolsillos llenos de dinero de las empresas eléctricas y dopados por la sobredosis de prepotencia innata al cargo, quieren que comulguemos con ruedas de molino mientras tachan de ignorante al que se opone a lo nuclear. Y, ojo, no dudarán en seguir con su particular cruzada si Fukushima queda en un gran, duradero, caro y radioactivo susto.

Ojalá todo quede en un sobresalto de dimensiones planetarias, aunque sería estúpido traspapelar en el olvido el aviso que llegó desde Japón. Fukushima nos indica, una vez más, que ha colapsado el sistema económico desarrollista en el que vivimos. Podrá desaparecer su niebla radioactiva, pero volverán a vislumbrarse en toda su magnitud el cambio climático, la crisis en los precios de los alimentos, mil millones de hambrientos, invasiones bélicas por petróleo, deforestación, pérdida de biodiversidad, contaminación atmosférica, desigualdad, ‘tarifazos’, ‘pensionazos’, reformas laborales regresivas, expresidentes untados por transnacionales, crisis ecológica, económica, financiera, energética, agrícola, moral y un largo etcétera que ha hecho de vivir en este siglo un deporte de alto riesgo.

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