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Por: Juan Diego García – junio 23 de 2011

La violación de derechos humanos en Colombia ha alcanzado tales niveles que hoy ya resulta imposible ocultarla a la opinión pública, a pesar de las campañas gubernamentales y la complicidad de la mayoría de los medios de comunicación.

En realidad, estas violaciones se suceden desde hace décadas y con el gobierno de Uribe Vélez sobrepasaron todo límite, haciendo ya imposible mantener la imagen de este país como un ejemplo de democracia, a pesar de su conflicto interno y de la existencia del narcotráfico. A estas alturas, no es posible dar por buena la versión de las autoridades que explican estas violaciones como comportamientos aislados de algunos militares y otros funcionarios públicos: por lo reiterado y sistemático, es claro que se trata de una estrategia contrainsurgente que incluye la guerra sucia, es decir, métodos ilegales que tipifican el terrorismo de Estado.

Tampoco es posible ignorar que los grupos paramilitares han sido el fruto de la estrategia contrainsurgente adelantada bajo la asesoría directa tanto de los Estados Unidos como de otros ‘gobiernos amigos’ y con la presencia cada vez más activa de todo tipo de mercenarios de la más variopinta procedencia. Que estos grupos se hayan convertido en una rueda suelta y puedan, en un momento dado, contravenir las orientaciones del gobierno no disminuye en manera alguna la grave responsabilidad que le cabe a las autoridades. Igual ocurre con el fenómeno del narcotráfico y su vínculo con el conflicto armado, pues resulta inexplicable que ocurra sin la permisividad política y social de la clase dominante, que por décadas ha permitido el surgimiento y extensión de esta lacra. El resultado no es otro que su firme asentamiento en le tejido social y económico del país, así como su enorme influencia política.

Pero hay un capítulo que apenas se menciona y sobre el cual se ha tendido un pesado manto de silencio. Se trata de la situación lamentable de más de 7.500 presos políticos, hombres y mujeres, sometidos en las cárceles del país a una condición que ofende toda sensibilidad humana y viola las más elementales normas en el tratamiento de prisioneros. De esa cifra, aproximadamente quinientos corresponden a miembros de las organizaciones guerrilleras capturados en combate o en diversos operativos contrainsurgentes. El resto, siete mil, está conformado por activistas sociales y políticos que no tienen vinculación probada con la insurgencia, pero a los cuales se los condena como tales. Hacen parte de una estrategia destinada a golpear apoyos o simpatías, sean reales o potenciales, en aplicación de la conocida táctica de ‘quitar el agua para matar al pez’, es decir, aterrorizar las bases sociales de la insurgencia armada, detener o eliminar a los dirigentes populares, destruir o acorralar a sus organizaciones, acallar sus protestas, provocar el desplazamiento de poblaciones enteras y, como complemento necesario, una política penitenciaria de castigo y venganza, muy en armonía con la misma guerra sucia.

El procedimiento comienza por la detención, por lo común sustentada en acusaciones falsas, ‘indicios creíbles’ –es decir, señalamientos sin prueba alguna–, testigos pagados y delatores de oficio cuyas acusaciones se dan por buenas a pesar de su evidente origen espurio. Además, son comunes las pruebas amañadas sin ningún valor jurídico y las típicas ‘confesiones’, obtenidas bajo todo tipo de torturas que incluyen la amenaza contra familiares y conocidos de la víctima. Todo esto, en contraste con la negligencia a la hora de encausar a quienes, desde el Estado mismo o desde los ámbitos de la extrema derecha, incurren en delitos de enorme gravedad, muchos de ellos tipificados como crímenes de guerra y de lesa humanidad.

Los juicios a los insurgentes y opositores concluyen con condenas que en muchos casos significan la cadena perpetua, aunque esta medida no está considerada en la legislación vigente, algo que de nuevo contrasta con las tenues penas para los cabecillas del paramilitarismo, responsables de miles de asesinatos y otros delitos atroces, o con las condenas generosas a los políticos que han servido de sustento social e institucional al fascismo criollo. Y esto, en el caso extremo de que estos personajes lleguen al banquillo de los acusados.

Llama la atención que cuando se producen las condenas por los crímenes de la extrema derecha casi siempre se trata de excepciones, de casos aislados en un cuadro de impunidad que supera el 90% de los procesos penales, tal como han consignado diversos organismos internacionales. Cuando se trata de la derecha, son permitidas las típicas maniobras dilatorias en los procesos por un aparato de justicia tan eficiente si se trata de juzgar insurgentes y opositores, de suerte que muchos delitos prescriben. Sólo el valor cívico de algunos jueces ha permitido someter a la justicia algunos militares incursos en procesos que no prescriben y que duermen el sueño de los justos por décadas. Tal ha sido el caso de los oficiales responsables de la captura de civiles inocentes y de guerrilleros heridos en la toma y destrucción del Palacio de Justica y cuya suerte se desconoce hasta hoy.

Por supuesto, cuando se afecta a la derecha y al paramilitarismo se castiga siempre a los autores materiales. Los responsables políticos, los inductores y principales beneficiarios de la violencia oficial y paramilitar siguen protegidos por el anonimato que les permite su enorme poder. Cuando alguno de los implicados en estos juicios ha intentado irse de la lengua, el sistema siempre encuentra la manera más eficaz de acallarlo, por ejemplo, con una rápida extradición a los Estados Unidos.

Las condiciones de encarcelamiento de insurgentes y opositores alcanzan la más refinada crueldad. Las prisiones son lugares inhóspitos y horribles que, si no tienen ninguna función de reinserción social para los presos comunes, resultan máquinas de destrucción física y psicológica para los presos políticos. Para ellos, éste es un sistema de castigo y crueldad sin límites, que contraviene toda idea civilizada del tratamiento a seres humanos. El hacinamiento, una alimentación intencionadamente deficitaria, la absoluta falta de atención médica, el aislamiento de la familia, la represión permanente y la brutalidad, a través de un refinado sistema de castigos, son el pan de cada día.

Sin embargo, no ha faltado en este contexto el funcionario de justicia honrado, que denuncie tanto abuso y corrobore las permanentes quejas de presos, familiares y organizaciones de derechos humanos. Y, una vez más, tales atropellos contrastan con la condiciones de verdadero lujo de las que gozan los pocos paramilitares, militares o políticos que han sido condenados. Al escándalo reciente que produjo un informe de la revista Semana sobre los ‘resort’ en los cuales pagan sus condenas los militares responsables de crímenes atroces deben agregarse denuncias similares en relación a los ‘parapolíticos’ en prisión, rodeados de todo tipo de comodidades y privilegios escandalosos: una afrenta más a las víctimas de sus crímenes y expresión aberrante de la aplicación de la justicia.

Tramacúa es el nombre popular de la cárcel de Valledupar, convertida hoy en el símbolo atroz del sistema carcelario colombiano. El término, en el lenguaje del Caribe, significa enorme o desproporcionado, y con toda la razón: allí se extreman todos los horrores a los que se somete en particular a los presos políticos en Colombia. En esta prisión se ha producido hace poco una masiva protesta, reprimida con especial dureza y apenas registrada por la prensa local. El saldo de decenas de heridos y represaliados consigue, sin embargo, romper el silencio al menos dentro del país y favorece que el parlamento colombiano haya acogido favorablemente las denuncias airadas de condenados, familiares y organizaciones de solidaridad con los presos políticos, y exija también el cierre inmediato de lo que ya se conoce como el Guantánamo o el Abu Ghraib de Colombia.

Si es verdad que el gobierno de Santos intenta caminar hacia la paz y si el intercambio de guerrilleros presos por militares y policías capturados en combate por la guerrilla resulta innegociable para las autoridades, sería un gesto positivo no sólo aplicar con todo rigor la Ley a los paramilitares, a los narcotraficantes, a los políticos implicados y a sus propios funcionarios, civiles y militares, poniendo fin a la impunidad reinante y a las condiciones de lujo de que gozan los pocos que han sido condenados, al tiempo que revisar a fondo el sistema de juzgamiento –seguramente, muchos miles saldrían en libertad inmediatamente si se revisan los procedimientos penales mediante los cuales han sido condenados guerrilleros reales o supuestos– y, por motivos obvios, terminar de una vez por todas con un sistema de prisiones que se ha convertido en una arma más en la guerra sucia contra la insurgencia.

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