Por: Juan Diego García
El coronavirus pone de manifiesto todas las debilidades del actual orden capitalista. Por supuesto, también muestra su enorme capacidad de acomodarse a las crisis, ahora y en el pasado.
Por eso es más un deseo que una afirmación realista la de aquellos analistas que sostienen que la actual crisis es, ahora sí, la coyuntura que pondrá fin al capitalismo y abrirá las puertas a un nuevo orden universal. En realidad, en ningún aspecto es posible afirmar nada con certeza suficiente y bien puede ser que la pandemia sea superada en unos meses o que se esté a las puertas de algo peor y de impredecibles consecuencias.
La crisis económica, por su parte, sí está asegurada y tan solo se debate quién correrá con la mayor aportación, si las capas asalariadas y la mediana y la pequeña empresa, o las grandes compañías que dominan el orden mundial y sacan del mismo sus ingentes beneficios.
Es evidente que se están pagando las consecuencias de la idea neoliberal según la cual “el Estado no es la solución sino el problema”, como decía Margaret Thatcher, pues la crisis muestra los enormes riesgos de debilitar la función del Estado y favorecer sin medida al mercado.
La crisis del sistema de salud solo es una parte del problema, pero precisamente en los países en los cuales las políticas neoliberales han golpeado con mayor rigor el sistema público de salud, como Colombia, las deficiencias en el tratamiento de la pandemia son mayores, mientras las empresas privadas de salud, tan favorecidas en las décadas recientes, muestran sus profundas limitaciones tanto como lo perverso de su ética empresarial de poner el beneficio del capital por delante del tratamiento de los pacientes. Estados Unidos sobresale en todos estos aspectos, pero el fenómeno también se registra en Europa y, dadas las condiciones de atraso relativo de los países de la periferia del sistema, ese impacto puede llegar a presentar cuadros de inmenso dramatismo tales como los cadáveres abandonados en las calle de Guayaquil o la policía autorizada a disparar sobre quienes no hacen el confinamiento –entre otros motivos porque no tienen hogar donde hacerlo– tal como sucede en Perú o Filipinas. En Chile los Carabineros lo han hecho siempre contra las protestas ciudadanas –también sin pandemia–, e igualmente sin consecuencias penales.
Cuando se supere la pandemia, además del necesario balance de todo lo que enseña esta crisis será necesario debatir cómo impulsar la economía, tanto con los recursos propios como los que se consigan de la solidaridad internacional. La Unión Europea, como era de esperar, está mostrando una imagen lamentable de insolidaridad entre sus socios pues se han abandonado los ideales originales de cooperación y desarrollo entre sus miembros como resultado de las políticas neoliberales.
En realidad, no parece previsible que se produzcan grandes cambios en las actuales orientaciones neoliberales de casi todos los gobiernos, aunque sí se abre un espacio nada desdeñable de acción social y política para conseguir al menos un aminoramiento del neoliberalismo actual y, alentados de un cierto optimismo, conseguir recuperar algunos espacios de lo público, de las funciones del Estado y de limitaciones del actual poder omnímodo del mercado. Por supuesto que mucho más es deseable y necesario, hasta el mismo desmantelamiento del sistema capitalista que proponen algunos pensadores, pero más allá de los deseos está la correlación de fuerzas efectiva que permita hacer de los sueños una realidad.
La emergencia pone de manifiesto las limitaciones del sistema en forma dramática pero no anula su capacidad de reorganizar sus fuerzas y mantener el control social. Es posible que la actual crisis pase factura a gobiernos evidentemente culpables de un impacto tan grave de la pandemia en la vida cotidiana, mandatarios que rayan en el ridículo y la irresponsabilidad, tal como sucede en Estados Unidos, Reino Unido o Filipinas quienes podrían recibir un duro castigo en las urnas y dar paso a gobernantes menos patéticos.
Pero, en todo caso, no parece que por el momento existan fuerzas sociales suficientes que estén en capacidad de introducir cierta racionalidad en el funcionamiento del sistema, de forma que se atenúen algunos de sus efectos más dañinos. El neoliberalismo como ideología básica de casi todos los gobiernos del mundo ha mostrado todas sus miserias e impone, por lo menos, la necesidad de introducir cambios importantes si otros cambios mayores y radicales no son posibles por el momento. Aun así, pone sobre el tapete un debate que puede permitir avances considerables en el futuro.
La pandemia refuerza, sin duda, la necesidad de un Estado fuerte en todo sentido y de un mercado controlado en todo lo que sea posible dentro de las reglas del capitalismo. Una salida de tipo socialdemócrata podría imponerse con matices mayores o menores según cada país, y crearía condiciones para avanzar hacia un orden social en el cual los mecanismos de poder, democráticamente elegidos, impongan los intereses comunes sobre los privados y obliguen al capital a funcionar sobre nuevos principios –si esto es posible–.
Observando el actual cielo limpio de las grandes urbes, fruto sobre todo de la drástica reducción del tráfico rodado, resulta obvio que es indispensable más temprano que tarde inducir –u obligar, si es del caso– a la masiva producción de otro tipo de automotores eléctricos, de hidrógeno, etc. y a la suspensión del actual modelo basado en el petróleo. Pero tal decisión afectaría de lleno a las grandes firmas fabricantes de vehículos y, no menos, a los gigantescos monopolios que controlan la producción y venta de hidrocarburos. No hay limitaciones tecnológicas: pasar a otro tipo de automotores y más aún, superar la civilización del petróleo, el carbón y otros productos contaminantes ya es algo que la ciencia y la técnica permiten. No es un sueño de ilusos sino una imposición de la realidad. En el caso del petróleo, por ejemplo, tal parece que solo quedan existencias para una década y poco más. El cambio es, entonces, obligatorio y solo resta por dilucidar quién asumirá los costes de las nuevas inversiones. Hasta ahora el coste ha recaído sobre todo en el trabajo y en una medida muy reducida sobre el capital.
¿Es posible una solución más equilibrada? Tal parece que lo es si la correlación de fuerzas lo permite, si los asalariados y la mediana y la pequeña empresa consiguen elegir gobiernos que descarguen los costes principales en el gran capital y decidir si es necesario volver a alguna forma de proteccionismo. En realidad no se estaría actuando de manera diferente a los países más ricos del planeta –Estados Unidos y Alemania, sin ir más lejos–. Sería el momento de replantear los proyectos de integración regional –la Unión Europea, por ejemplo– sobre bases diferentes y una lógica que priorice lo social, lo común, sobre los mezquinos intereses del gran capital.
Resulta de interés el papel de China en la gestión interna de la pandemia y en sus medidas de cooperación internacional, no menos que el caso de Cuba por su manejo responsable de la pandemia dentro de la Isla y sus gestos de generosidad enviando personal sanitario y materiales de ayuda a otros países, como Italia, por ejemplo.
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