Juan Diego García – junio 11 de 2015
El reciente naufragio de una barcaza en el Mediterráneo con la muerte de más de 900 inmigrantes africanos despertó la indignación de la opinión pública mundial. Por su parte, las autoridades de la Unión Europea se rasgan las vestiduras y prometen tomar medidas para evitar que el drama se repita.
Sin embargo, no es la primera vez que esto sucede ni será la última, pues las medidas prometidas no apuntan a las verdaderas causas del problema. En esta ocasión y ante la gravedad de lo acontecido, inclusive, se amenaza con acciones punitivas contra las barcazas y las mafias que las organizan.
El fenómeno de la migración masiva no es nuevo, aunque, sin duda, presenta hoy dimensiones catastróficas. Siempre hubo ‘espaldas mojadas’, pero no en la dimensión actual y siempre hubo inmigrantes de las colonias que buscaban en las antiguas metrópolis una salida a la miseria en que quedaron sus países tras el fin formal del colonialismo. Fueron muchos los que en todo el mundo emigraron a Estados Unidos, muchas veces de manera ilegal, para alcanzar el ‘sueño americano’. Pero, la dimensión de aquellas emigraciones no se puede comparar con la de las actuales, que movilizan en períodos muy cortos a millones de personas de la periferia pobre del planeta al Occidente desarrollado, a Japón y hasta, en menor medida, a las nuevas potencias emergentes como China.
El capitalismo genera estos fenómenos de manera espontánea, agudizados ahora por la estrategia neoliberal. El capitalismo en expansión provoca el desarraigo y obliga a millones de personas a buscar nuevos horizontes sacrificando todo y poniendo en riesgo inclusive su propia vida. Primero fue en Europa y luego en todo el planeta. Es el precio del ‘progreso’ que favorece a unos pocos y sacrifica a millones, a civilizaciones enteras si hace falta. Desplazar a millones de seres humanos, o exterminarlos, no es entonces ajeno a la naturaleza misma del capitalismo.
En efecto, el libre comercio y su versión moderna, el neoliberalismo, han arrasado el tejido industrial y artesanal de muchos países o los somete a dependencias de nuevo tipo en las ‘maquilas’, destruyendo millones de puestos de trabajo pues las empresas locales cierran o se ven impelidas a funcionar como la parte menor de la cadena productiva de una empresa transnacional. La invasión de productos agrícolas subvencionados del Occidente rico, con los cuales tampoco puede competir la agricultura local, arroja a otros tantos millones al desempleo y el desarraigo.
Así, el caso de México resulta paradigmático para América Latina, siendo el primer país del área que ha suscrito un tratado de libre comercio con Estados Unidos y experimenta una de las mayores sangrías de población rural que busca, entonces, el camino del norte como tabla de salvación.
Similares procesos se producen en el resto del continente. El expresidente Clinton reconocía cómo el arroz barato y altamente subvencionado de su país había arruinado a miles de pequeños cultivadores haitianos. Por esto, no sorprende que de esa isla caribeña salgan miles de balseros que huyen hacia Puerto Rico y que también naufragan con frecuencia, y que otros tantos emigren a los Estados Unidos, en donde se aprovecha esta mano de obra barata para disminuir los salarios locales. Igual sucede en Europa. Sin los millones de ‘ilegales’ que recogen las cosechas en Estados Unidos, ¿podría el sector agrícola de ese país tener las fabulosas ganancias que reporta? Y lo que es válido para la recolección de frutas vale para amplios sectores de los servicios y la industria que se nutren de esta mano de obra barata.
La pugna entre las potencias, tradicionales y emergentes, por mercados, suministros baratos de materias primas y zonas de influencia en todo el planeta deviene cada vez con mayor frecuencia en guerras que, a su vez, generan millones de emigrantes y desplazados. En África compiten ferozmente multinacionales que fomentan y financian estas guerras, cuando no son los propios Estados metropolitanos, como Francia o Estados Unidos, quienes intervienen directamente en ellas, como en el caso de Libia.
Millones de afectados prefieren entonces arriesgar sus vidas camino de la Europa rica antes que perderla en alguna guerra étnica o religiosa, siempre vinculada a la explotación de alguna mina o al control de ricos campos petrolíferos. Las actuales guerras en Siria, Pakistán, Yémen, Afganistán o Iraq tienen como trasfondo la competencia de grandes compañías por el petróleo y el gas de la región, y por el control de las rutas del transporte. No sorprende, entonces, que entre los miles que intentan llegar a Europa en improvisadas pateras se encuentren tantos africanos, sirios, libios o iraquíes.
El capitalismo está, pues, en la base del problema y será su desmantelamiento o al menos su regulación, si es posible, la única forma de dar solución al drama humano de la migración masiva. Poco resuelve la caridad, aunque esté inspirada en las mejores intenciones; menos aún las anunciadas medidas policiales de control de fronteras cuando hay tanto empresario ansioso por contratar mano de obra tan barata. Ya se encargará la Policía de regular esos flujos según las necesidades de mano de obra de sus empresarios: expulsar masivamente cuando decae la actividad, hacer la vista gorda cuando se la requiere.
Mientras se practique la guerra económica que supone el libre cambio o la guerra abierta –todavía lejos de las metrópolis– serán millones los desplazados que, aún a riego de sus vidas, buscarán llegar a las economías ricas en las que al menos no hay guerra, a pesar de las duras condiciones de explotación a las que serán sometidos.
El desplazamiento, el desarraigo, la expulsión del suelo natal, la persecución masiva y la guerra son inherentes al sistema capitalista desde sus orígenes. Pero, sin duda, el modelo neoliberal predominante hoy en el planeta lleva esas tendencias propias de la naturaleza del sistema a formas de escandalosa gravedad con costes humanos de enorme dramatismo. Y nada indica que eso vaya a cambiar, al menos a corto plazo.
Habrá nuevas pateras hundidas en el Mediterráneo y habrá otros tantos miles de muertos en la frontera sur de los Estados Unidos, ‘espaldas mojadas’ que arriesguen sus vidas en pos de un sueño quizás irrealizable. Habrá también solemnes promesas oficiales para buscar soluciones humanitarias que nunca se cumplen mientras, en verdad, se construyen nuevos muros, se erigen nuevas barreras de todo tipo y proliferan los ‘comandos ciudadanos’ que en el sur de Estados Unidos cacen a tiros a los inmigrantes u organizan en Europa batidas de ‘limpieza’ contra los recién llegados.
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