Por: Andrés Eduardo Mora Rivera

Cinco mujeres, cinco historias, un propósito común: encontrar a su ser querido desaparecido. Al que salió de casa y nunca volvió, al que regresaba a casa y lo desaparecieron, al que huyendo de la guerra lo atrapó, al que lo llamaron guerrillero, y lo siguieron hasta matarlo. Pero esta no es la historia de la desaparición, sino de la búsqueda, y honrarla es su objetivo, a pesar del tiempo, y de la vida misma.

Las cinco mujeres protagonistas de estos relatos hacen parte de un grupo de 156 personas que buscan en Nariño. Gloria, Flor, María, Teresa y Ruby integran las organizaciones que en conjunto con 14 instancias como la Gobernación de Nariño, el CTI, el Ejército, la Defensoría del Pueblo, la Fiscalía, y la Policía, entre otras, conforman la Mesa Departamental de Trabajo para la Prevención, Asistencia y Atención a Víctimas de la Desaparición de Personas, una instancia creada mediante el Acuerdo número 1425 del 27 de noviembre de 2013, que busca promover acciones en materia de prevención, asistencia y atención a víctimas de la desaparición de Personas, así como de sus familiares del departamento de Nariño.

Según el Portal de Datos de la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD), en Colombia se estima que existen 111.640 personas desaparecidas, y 30.515 personas que buscan a su allegado. En Nariño hay cerca de 3.301 desaparecidos, y en el Putumayo, 3.884. Estas historias son la muestra de la lucha y el anhelo de vida contra la muerte, y el olvido. 

Gloria

Sentada en el sofá de la sala de su casa, Gloria aguardaba que las horas de la noche la arrullaran para conciliar el sueño. Diez meses antes, su hijo, Alexánder, había dibujado con el filo de una piedra una cruz en el suelo, para conjurar el secreto que disipara una nube espesa que amenazaba una lluvia tan delgada como el polvo. Salió de su casa, y nunca más regresó.

Se acercaba la media noche. Sonó el teléfono. Gloria levantó la bocina, pero al otro lado nadie habló. Fue como si la nube de diez meses atrás se hubiera metido en la bocina. Colgó. El aparato volvió a gritar. Gloria volvió a contestar. Aló, aló. Nada. Creyó que el viento no la dejaba escuchar, o que definitivamente no querían hablar. Colgó de nuevo.

El teléfono volvió a timbrar. Esta vez, Gloria despertó a Miguel, su esposo. Él tomó el teléfono, pero no habló, o acaso no pudo hacerlo. De este lado, Gloria miraba que su esposo asentía: una afirmación a medias, porque a Gloria no le bastaba el gesto de su esposo de bajar y subir el rostro para decir que sí. Lo dejó conversar. Extrañamente, ese día se sentía tranquila.

Gloria no aguantó más. Le arrancó el teléfono como si fuera una cinta ancha pegada al antebrazo. Lo primero que escuchó fue música de cantina, acompasada por varios hombres y mujeres de palabras indescifrables que a Gloria poco le interesaban. Ella quería escuchar la única voz que le importaba en ese momento. Sí, era Álex. 

Gloria Achicanoy es una madre buscadora, representante de la Asociación de Víctimas de Desaparición (AVIDES). Foto: José Luis Narváez (2024)

Lo escuchó, le reclamó su ausencia y su partida: “Mijo -le dijo-, venga por favor; mijo, estoy sufriendo por usted. Lo quiero mucho; mijo, me hace falta”. Le contó cuánto había sufrido. Alexánder empezó a llorar, y le cortaron la comunicación. De rodillas rogó a Dios para que llamaran de nuevo. Así sucedió. Esta vez la que contestó fue Margoth, la tercera hija de Gloria. Alexánder le pidió que cuidara a su madre. La llamada terminó: cayó como una piedra pesada que desde ese entonces cuelga de su pecho. 

Alexánder Miguel Tobar Achicanoy de veinte años, trabajaba en la instalación de pisos de madera con sus tíos, de quienes aprendió el oficio. Pidió la bendición, y salió de su casa el 24 de abril de 1997, quince días antes del Día de la Madre de ese año. “El regalo que me dio fue la pérdida de él. El regalo más duro de mi vida. El regalo fatal, porque a mí todo se me derrumbó”.

La búsqueda de Gloria la ha llevado a lugares comunes e insospechados. “Si yo no lo buscaba nadie lo va a buscar”, pensó. Días y noches enteras de desvelo visitó la morgue de la ciudad de Pasto: descubría a los muertos con el anhelo de encontrar a su hijo. Nada. Llena de “dolor, vacío, sufrimiento, angustia” dejó de ir a trabajar; se refundió en las minas de arena, en el relleno sanitario, y en el CTI de la Fiscalía. Viajó a Bogotá “pensando que no era un evento, sino que allá me iban a entregar a mi hijo”. Nada.

Con el dolor nace la fuerza, embalsamada de esperanza. Gloria se aferró a Dios, como lo han hecho casi todas las mujeres que buscan a sus seres queridos. “Él es el que está conmigo. Él es el que me ayuda. Él es el que me guía. Él es el que me da la fortaleza”. Ese valor que solo puede concederlo un Poder Superior, la ha sostenido siempre, como aquella vez que la llamaron de la Fiscalía para comunicarle que habían encontrado una fosa común en La Dorada (Putumayo), y que había alta probabilidad que una de las personas halladas fuera su hijo. Le tomaron muestras de sangre. Luego de tres meses de investigación, y de angustiosa espera para Gloria, antes de recibir la notificación oficial negativa, un diario local ya la había publicado. “Total, que mi hijo no había sido”.

Gloria María Achicanoy López en la actualidad tiene 72 años de edad, 27 buscando a Alexánder. En 2020 se graduó de Primaria, “porque quería aprender a escribir y buscar a mi hijo por el computador; decirle por mis escritos que sigo viva, que lo estoy buscando”. Ahora quiere graduarse de Bachillerato para sentirse orgullosa, y que sus hijos sientan esa misma satisfacción. Gloria es representante de la Asociación de Víctimas de Desaparición (AVIDES), la primera organización de Nariño creada en 2009, y legalizada en 2013, con el propósito de liderar la búsqueda de personas dadas por desaparecidas. Integrar la organización le ha permitido incidir políticamente ante diferentes instancias para encontrar a su hijo, además de vincularse a otras mujeres que coinciden en sentimientos y empeños. 

Su hija Margoth heredó la búsqueda, y hace parte de la Mesa Municipal de Víctimas de la ciudad de Pasto. “Yo no estoy sola en la Asociación -reconoce Gloria-. Ella [Margoth] es la que manda los WhatsApp, manda las informaciones”, pero es Gloria quien convoca a otras mujeres a talleres, capacitaciones y reuniones para contar con herramientas que ayudan a continuar con su propósito. Eso le permite hablar de la Ley 1448 del 10 de junio de 2011, a través de la cual se dictan medidas de atención, asistencia y reparación integral a las víctimas del conflicto armado interno y, entre otros asuntos, reconoce la desaparición como hecho victimizante. “Ahí fue que se desató de que sí habían desaparecidos, porque si ellos se hubieran puesto desde que hubo el primero, qué distinto habría sido: nos hubieran encontrado a nuestros desaparecidos”.

Para subsistir, Gloria vende ropa de segunda en un pequeño local del Mercado El Potrerillo de la ciudad de Pasto, y gracias a eso, pudo hacer el segundo piso de la casa en obra negra que le entregó el Instituto de Crédito Territorial, una entidad colombiana creada en 1939 con el objetivo de construir viviendas de interés social, liquidada y reemplazada en 1991, por el Instituto Nacional de Vivienda de Interés Social y Reforma. También pudo enchapar el piso, y hacer tres habitaciones para cada uno de sus hijos, como siempre había querido.

Alexánder Achicanoy, desaparecido el 24 de abril de 1997.

“Me hace duro. Tengo el dolor, el sufrimiento. No puedo decir que porque ha pasado el tiempo ya lo olvidé. Está pasando el tiempo, pero me hace duro, porque no regresa”. Aunque su “hogar ya no es como antes”, Gloria guarda muchos recuerdos de su hijo y su familia: cuando se acostaban sus tres hijos al pie de la cama para comer crispetas con café. La ocasión en la que llegó de la peluquería, y Alexánder le dijo qué linda que está. Cuando la llevan de paseo, y se olvida por un momento de lo que pasó. Y la felicidad que siente con el nacimiento de su bisnieta.

Además de guardar fotografías, unas botas de cuero cafés, la partida de bautizo de Alexánder laminada, una fotocopia del aviso de búsqueda que pegó en los postes de la ciudad, y la canción Mis ojos lloran por ti, de Big Boy, transcrita por él en una hoja que ya es endeble y amarillenta por el tiempo, Gloria aún espera, como siempre, sentada en el sofá de la sala de su casa, por si acaso el teléfono vuelve a sonar.  

Flor

Camuflado entre hilos, agujas y moldes de modistería, se encuentra un neceser hecho a mano con partes de una prenda militar. Flor Alba Carrera es una mujer con dotes de artista para el tejido, la costura, la bisutería, y la búsqueda de su hijo, a quien le heredó el don de ver las cosas del mundo como pretexto para crear obras de arte.

Willan pensó que enlistarse en el Ejército era parte del camino que debía recorrer para aumentar las posibilidades de potenciar su amor por la pintura, pero no fue así. El 16 de febrero de 2004, un año después de haber jurado bandera, Willan Yovany Gómez Carrera fue secuestrado por el Frente 48 de las FARC, en el centro poblado de Teteyé, zona rural del municipio de Puerto Asís, departamento del Putumayo. 

“Desde ese momento la búsqueda ha sido imparable. Todo lo que ha estado a mi alcance lo he hecho”, reconoce Flor Alba. Es verdad: por sus propios medios logró enterarse de muchas cosas que pasaron con su hijo:

Según lo que ella logró averiguar, Willan se enamoró de una guerrillera que conoció durante su cautiverio. Al saber que sería liberado, ambos escaparon. Cuatro días después, el grupo armado decidió detener la persecución. Sin saber que estaban a cinco minutos de llegar a una base militar, los dos enamorados, exhaustos, decidieron pedir posada y alimento en un rancho que encontraron en el camino. Media hora después fueron recapturados. La mujer que los atendió había llamado a la Guerrilla, y la puso al tanto del asunto. A las ocho de la mañana del día siguiente, luego de lo que ellos denominaban un consejo de guerra, los fusilaron. La guerrillera estaba embarazada. Los enterraron juntos.

Flor Alba Carrera encontró en la costura, una forma de aferrarse a la búsqueda de su hijo. Foto: José Luis Narváez (2024)

Flor Alba logró gestionar la exhumación del cuerpo de su hijo. Comenta que en el primer intento por encontrarlo, al equipo de búsqueda le hicieron un atentado, y no pudieron llegar al lugar donde supuestamente estaba Willan.

Flor se entrevistó con uno de los captores que dio indicaciones donde habían sido enterrados, y eso facilitó el segundo intento de localizarlos. Esa vez pudieron llegar, pero no los encontraron. Antes de terminar la infructuosa jornada, un campesino advirtió que estaban buscando en el sitio equivocado. “El caso de él ha sido tan tan tan claro, y a la vez tan oscuro, porque se sabe dónde está, pero no se ha podido rescatarlo. Ese ha sido el problema”, comenta Flor con la resignación de una madre que no se cansa de buscar.

Cinco años después de lo ocurrido con Willan, asesinaron a su esposo. Vivía en el Corregimiento de Llorente del Distrito de Tumaco, en el departamento de Nariño, con más de 12 hectáreas por Km2 de cultivos de coca, según el Informe de Monitoreo de los territorios con presencia de cultivos de coca 2022. Entonces decidió radicarse en Pasto, donde conoció el proceso respaldado por la Defensoría del Pueblo, de un grupo de víctimas en situaciones similares a las de Flor, y que habían decidido organizarse. Así, pudo vincularse a la Asociación de Mujeres Víctimas de Desaparición de Nariño (AMVIDENAR), conformada en su mayoría por madres. “Las que sufrimos estos mismos casos nos entendemos más, porque el problema es que a nuestras familias las aburrimos, o se incomodan al vernos sufrir tanto. En cambio, en la asociación es diferente. Las que sufrimos, y lo damos todo, somos las mamás. Mamá es la que más sufre”, comenta Flor.

Flor guarda los recuerdos de su hijo, como ella lo llama: “un tesoro”. Foto: José Luis Narváez (2024)

Flor espera que, a ella y a todas las mujeres buscadoras, “nos recuerden como esas madres que no nos callamos, y que no importa lo que nos toque pasar, o así nos cueste la vida, y seguir buscando hasta el día en que Dios nos dé la vida. Buscar y buscar hasta ver qué sucede”.

Flor acudió a instituciones como la Fiscalía, la Cruz Roja Internacional, Justicia y Paz de aquel entonces, la Personería, y los medios de comunicación de radio y prensa, que incluyeron el caso de Flor en su programación, y que Flor los reconoce como una oportunidad y una “luz” para alumbrar la verdad. Pero la agenda mediática es temporal, y se diluye fácilmente. La desaparición “es un caso doloroso porque casi no le prestan atención… En el momento sí, después uno ya se queda solo, porque todo se va enfriando, para mí, y para muchas personas más”.

A pesar de los avances logrados en la búsqueda de la verdad, y todos los esfuerzos que se llevan a cabo por las instituciones, incluyendo la actual Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD), nacida del ‘Acuerdo Final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera’, firmado por el Estado colombiano y las Farc-Ep, el 24 de noviembre de 2016, aún queda mucho por saber, y hacer. La desaparición “es un caso demasiado fuerte, porque pasen los años que pasen, uno no puede cerrar el duelo”.

En casa de Flor están los cuadros que Willan pintó desde que vivían en Puerto Guzmán, Putumayo. Incluso, la pintura que Willan vendió a un restaurante, y que Flor logró recuperar después de lo sucedido. Las cosas que para unos pueden ser recuerdos, prendas desgastadas o cosas viejas, para las mujeres buscadoras, resultan ser formas de traerlos al presente. “Así sea un papelito, un pedacito que sea de ellos, para nosotras es un tesoro”.

María

Luz María Cuarán sostiene entre sus manos una tela con dibujos hechos por su nieto, su hija, su yerno, y su tío, alusivos a lo que han tenido que afrontar ella y su familia. Lo que parecería a simple vista el dibujo de un niño, en realidad representan escenas con tinta roja simulando la sangre, mucha tinta roja. 

Entre los pueblos dibujados está Orito (Putumayo). Está en perspectiva, sin colorear. Uno más sostiene lo que se entiende como una pistola, apuntando a un cuerpo estirado.

En el borde izquierdo, abajo, alrededor de las casas pintadas con techo verde, azul y amarillo, se lee: “Tigre… La Dorada… San Miguel… Las Brisas”. Dibujaron una palmera que parece que estuviera enraizada con sangre. En medio de la mancha roja hay una persona cerca de un mutilado, y uno más abriendo los brazos. Se lee dos veces: “tristesa… tristesa”.

Lo único más rojo que la sangre es un corazón con las palabras amor y paz escritas dentro. A su lado se lee: “Placer”, un Corregimiento del Valle del Guamuez, ubicado en el Bajo Putumayo con la violencia incrustada en sus raíces. Están pintadas cinco casas, una de ellas de torre alta. Debajo, una persona dibujada con un arma, y a su lado, una más con la mancha roja debajo de su cuello, con un brazo sin cuerpo también con la mancha roja. En el telón se lee el título: “Representación de los desaparecidos… del desplazamiento forzado… de La Hormiga”.

En la parte superior derecha, en cambio, hay un hombre dibujado como agricultor, junto a lo que podría ser su compañera. Está arando la tierra, dibujado un cultivo, y el mismo tipo de palmera del otro dibujo, y una casa delante de unas montañas, con un sol que sale tras ellas. El dibujo está sostenido por la frase: “Todo lo que teníamos nada lo podemos recuperar, empesando por nuestros seres queridos”.

“Estos son algunos pueblos de los cuales salimos desplazados, desaparición, humillados y solos”. Más abajo continúa el mensaje: “Exigimos que los entreguen a los desaparecidos o saber algo de ellos”.

Entre los nombres de los desaparecidos, otra mancha roja. En medio del rojo está escrito con mayúsculas: “ESPACIO VACÍO”, y más abajo: “DOLOR”, y en la esquina derecha: “NO MAS RECLUTAMIENTOS”.

María Cuarán hace parte de la Asociación de Víctimas por la Paz y el Desarrollo (ASVIPAD), como apoyo a su búsqueda, y a la de otras mujeres. Foto: José Luis Narváez (2024)

De alguna manera, el telar compone la vida misma de María, y de 35 mujeres más. Antes de 2001, ella tenía su finca, con cultivos y ganado. “No tenía que comprar ni un huevo”. Un día llegaron a su casa “unos hombres en una camioneta”, preguntaron por su esposo, que necesitaban hacerle unas preguntas, y se lo llevaron. Aseguraron que regresaría. Han pasado 24 años de aquel suceso. Después llegaron de nuevo, y la sacaron al patio, asegurando que “trabaja con la guerrilla”, que tenía que entregarles “plata y armas”. Buscaron por toda la casa, pero no encontraron nada. “Cuando uno debe el delito lo acepta, pero sin deber el delito uno no puede aceptar las cosas”.

Entonces llegó desplazada a la ciudad de Pasto con sus hijos a la casa de su madre. Pensó que era por una semana, pero “hasta ahora que no se cumplen esos ocho días”. Llegó, como suele ocurrir, “sin ropa, sin nada, todo me quitaron, todo me sacaron”.  

La búsqueda se aferra a los recuerdos, como una forma de mantener presentes a sus seres queridos dados por desaparecidos. Foto: José Luis Narváez (2024).

Quedó con sus cuatro hijos, tres de ellos aún pequeños. José Emilio, el mayor, se hizo responsable del hogar. Acostumbrado al campo, decidió irse con su novia a Taminango, un municipio del Norte de Nariño. “El 25 de diciembre me lo mataron, los mismos paramilitares”, el mismo año en el que desapareció su esposo. José lo había advertido: “Mamá, yo me encontré a esos paramilitares que estaban en El Placer. Me saludaron, pero no me dijeron nada”. “Esos son malos”, le dijo María a su hijo. 

En las versiones que se rindieron en Puerto Asís (Putumayo) se enteró que lo habían seguido para matarlo, “que no lo dejaban porque era guerrillero”. María les reclamó: “Ustedes me mataron a mi hijo. Necesito que me comprueben que era guerrillero. Necesito evidencias”. Argumentaron que fue un error, que los perdonara. Pero para ella, es algo que “nunca podrá perdonar”.

A Javier Omar Calderón Cuarán, su otro hijo, lo mataron en La Hormiga. Un domingo se fue al pueblo, y más tarde le avisaron a María que lo habían encontrado muerto, también, presuntamente, “porque era guerrillero”. María busca el cuerpo de su hijo desde 1996.

En 1997 desapareció su tío, Ángel Curán; en 2001, su esposo, Omar Emilio Calderón Rosero, y en 2007, su yerno, John Jairo Torres. Poco tiempo para soportar tantas pérdidas.

María hace parte de la Asociación de Víctimas por la Paz y el Desarrollo (ASVIPAD), “para seguir buscando con mis compañeras en unión por todos los desaparecidos”. Gracias a eso, María ha podido ayudar a otras personas que pasan por lo mismo, las orienta y les da ánimo para que continúen con la búsqueda.

En lo que dura un disparo, María pasó de tenerlo todo a no tener nada. Pasó de una finca a una habitación, y de vivir del campo a subsistir como pudo. Los hijos que le quedan aún esperan a su padre, y aunque ya tienen sus propias familias, aún lo esperan. “Es un tormento para todos, un dolor profundo y es un dolor que uno nunca puede olvidar. Ese dolor cuando se muera se olvida”.

Teresa

Resignación es una palabra cruel cuando se trata de un ser querido desaparecido, pero aún así, se amalgama con la esperanza que jamás se ha perdido. “Yo me he resignado con la ayuda de Diosito. Me aconsejan: ya no sufra más por su hijo”, comenta Teresa, después de 26 años de buscar a su hijo, Aldri Ali García Ortega.

El 24 de abril de 1997 que Aldri desapareció, como siempre, salió gritando a los amigos el apodo que les había puesto. De La Pastusita -como le decía a su madre- también se despidió, con el humor y el amor que lo caracteriza. “Él era bien chistoso, era bien de ambiente, y le gustaba trabajar mucho”.

Como suele ocurrir en estos casos, Teresa enfermó. El dolor del alma se somatiza en el cuerpo y en la mente. Asistió a terapias psicológicas que le sirvieron para atenuar la pena; aprendió a bordar, a pintar, hace gimnasia pasiva, y está vinculada a los programas de Adulto Mayor. “Eso me ayuda bastante porque es una terapia. He ocupado mi mente con eso”.

Teresa hace parte de la Asociación de Víctimas de Desaparición de Nariño (AVIDES). Como a todas las compañeras, hacer parte de la organización le sirve como terapia, como compañía, y como apoyo. “Me ha servido porque me reúno con mis compañeras, dialogamos, nos reímos, comemos, y estamos tranquilas”. Compartir los mismos sentimientos, angustias y esperanzas con otras personas facilita el duelo, y también la búsqueda, “aunque el dolor de madre nunca sale del corazón”.

Teresa Ortega comparte la esperanza con la resignación. Espera a su hijo hace 27 años. Foto: José Luis Narváez (2024)

Su esposo, José Cecilio, y su segundo hijo, Edimer José, la han acompañado a lo largo de este tiempo, con apoyo a la búsqueda, y consuelo a su dolor. “Mi hijo me sabe comprender. El esposo lo mismo. Me dice: él ya está en el cielo, tenemos que resignarnos”. Esa resignación ha significado bienestar para ella, y para su familia. “He sentido un poquito de paz, y he salido adelante”, dice Teresa, aunque hasta ahora no lo han encontrado, y “no se sabe nada de él”.

Teresa de Jesús Ortega Delgado encontró en Dios el “valor y la fortaleza para seguir adelante”, para ella misma, y por su otro hijo. Teresa también hace parte de un grupo de oración, va a misa, y reza el rosario con frecuencia.

En su casa, justo a la izquierda de la entrada principal, en una esquina, alumbrado tenuemente, y adornado por un jarrón de vidrio con astromelias amarillas, tiene un altar con un mosaico conformado por un cuadro del Corazón de Jesús; estampas de San Damián; el Señor de Buga, y un reloj detenido a las 3:20, con el fondo del Corazón de María. Está la imagen de la Virgen de Las Mercedes, Patrona de Pasto; la Virgen del Rosario de Las Lajas; figuras en cerámica de La Virgen de El Carmen, la Sagrada Familia, y un Cristo en madera crucificado. Detrás de todo, casi desapercibido, la foto de Aldri cuando tenía 23 años, tomada meses antes de desaparecer.

Teresa en la oración encontró la fuerza y la esperanza de su búsqueda. Foto: José Luis Narváez (2024).

Además de rogarle a Dios, les pide más empeño a las autoridades encargadas de la búsqueda: “que hagan algo por nosotros, porque todas las veces lo mismo: ‘que estamos en la búsqueda’, pero hasta ahora no ha pasado nada. Queremos saber de nuestros hijos, si están vivos o muertos, lo que sea, pero saber algo. No quisiera morirme antes de saber de mi hijo”. 

Ruby

Por cuarta ocasión, madre y esposa, Clara y Rubiela, se internan en el monte sin saber que estaban en medio de un combate entre el ELN y alguno de los grupos que compiten por el control territorial. Los sonidos de la guerra las aturden, pero ellas no se detienen. Buscan a Robert, el Cabo Segundo que prestaba su servicio en la Estación de Policía en el municipio de Los Andes (Sotomayor), un municipio de Nariño disputado por las FARC, el ELN, y los paramilitares.

Al igual que las tres veces anteriores, en la búsqueda de Robert, encontraron a miembros del Frente Comuneros del Sur del ELN que lo secuestraron, pero no pudieron verlo. Además de recibir amenazas e improperios, enojados, los insurgentes les prohibieron regresar. Esa fue la última vez que Ruby y Clara estuvieron en Sotomayor. “Decían que sí lo tenían, pero no lo dejaban ver”.

Luego del 27 de mayo de 2003, cuando a Robert Hernán Guaquez Nupán lo bajaron de la camioneta que lo llevaría de Los Andes (Sotomayor) a Pasto para asistir a una cita médica, todo cambió para Ruby, la madre de sus dos hijos. “Antes del secuestro era todo bien. Vivíamos en familia, tenía su trabajo, lo íbamos a visitar en ocasiones especiales”. Días de la Madre, Días del Padre, Navidad, pero “cuando pasaron los hechos las cosas cambiaron para nosotros. Fue un cambio drástico”. Incluso dejaron de fiarle en la tienda, Ruby casi pierde la casa, le cobraron deudas que ni siquiera sabía que existían. Si tan solo supieran con certeza las razones del secuestro.

Ruby contempla sus recuerdos como el refugio y la esperanza de su búsqueda. Foto: José Luis Narváez (2024).

Sin los ingresos de Robert, Rubiela o Ruby, como mejor la conocen, empezó a trabajar de manera informal para asegurar que se pusiera la mesa que ahora estaba incompleta. Vendía empanadas los domingos, hizo un curso de peluquería, pintó cuadros, aprendió a elaborar manillas, artesanías… “lo que fuera”. Mientras tanto, su búsqueda continuó. Ruby, junto con Clara, dispusieron su empeño en la incesante búsqueda: una vaca para pagar el rescate o, incluso, vender la casa, pero los reclamos iban mucho más allá: pedían a cambio de Robert al Comandante de la Policía, pero era algo improbable. “La guerrilla dijo que ellos no lo hacían por dinero, que era por otras cosas, que ellos por dinero no”.

Clara quiere encontrar a su único hijo, mientras Ruby se hizo la promesa de buscarlo hasta saber la verdad. “No fue solamente una parte de mi vida. Fue el primer amor, el padre de mis hijos. Tengo que encontrarlo, saber la verdad. Ese día que Dios se acuerde de mí”. 

La memoria de Ruby y Robert se adhirió a varios álbumes de fotografías que retratan la historia de su amor, su paso por varios municipios de Nariño, como Cumbal, El Charco, y Tumaco. Imágenes de Robert cuando entrenaba Taekwondo; imágenes con mensajes románticos escritos detrás de promesas cumplidas, y otras tantas que no se logran todavía cumplir.

Ruby guarda los recuerdos de su amor, en una colección de fotografías. Foto: José Luis Narváez (2024).

Ruby hace parte de la Asociación de Víctimas de la Policía de Nariño (AVIPONAR). Integrar la organización le sirve como consuelo colectivo, es como repartir el peso de la pérdida: “cada una tiene su parte de historia, así sea diferente, pero pasamos por la misma situación, de lo que nos ha tocado vivir, la crueldad de la guerra”.

Sin embargo, Ruby exige “más apoyo, porque no es solamente reunirnos en una mesa, o salir a una marcha, o reunirnos con grupos de víctimas. Se necesita un compromiso de la Unidad de Búsqueda con Fiscalía, que se busque de verdad, y que se sepa de una vez por todas, porque son muchas, y cada día son más los desaparecidos”.

Su hija y su hijo crecieron. Además del centenar de fotografías, la placa que lo nombra con el número 69589, el prendedor con su apellido, y una diminuta medalla que fue entregada en uno de tantos eventos de reparación simbólica, también guardan la zozobra que desean que un día se diluya. Su hijo reclama, en tono de resentimiento, la incapacidad de la Policía Nacional para encontrar a su padre, y su hija compuso un rap que habla del dolor y la fuerza de enfrentar la búsqueda junto a su madre, a quien ambos admiran.

En la actualidad, madre y esposa, Clara y Ruby, esperan que las negociaciones del Gobierno actual con el ELN despierten una nueva rendija de esperanza. De lograr algún avance, el caso de Robert puede reabrirse para encontrar la verdad. No es tarea fácil, ellas lo saben, pero siguen adelante sin detenerse.

Las cinco mujeres protagonistas de estos relatos son la representación de la fe, la esperanza y el amor. Luchan contra el olvido, buscan la verdad. Los relatos quedan inconclusos, no solo por la búsqueda interminable, sino por la obligación histórica con las víctimas. Un buen propósito para pagar esa deuda fue la promulgación de la Ley 2264 del 18 de junio de 2024, creada para reconocer el rol de las mujeres buscadoras como constructoras de paz: un buen intento para resignificar lo que estas mujeres hacen cada día, sin importar los miedos, la injusticia o, incluso, la muerte.

No son pocas las madres buscadoras

Los relatos se construyeron a partir de entrevistas dirigidas a las protagonistas de las historias, en el marco del proyecto de investigación titulado: “Historias de vida y fortalecimiento psicosocial a mujeres pertenecientes a la Mesa Departamental de Trabajo para la prevención, asistencia y atención a víctimas de desaparición de personas”, en la ciudad de Pasto (Nariño, Colombia). Así mismo, las fotografías fueron logradas a través de un ejercicio de co-creación con las mujeres participantes, gracias a la beca otorgada por la Asociación Consejo de Redacción : ‘CdR/LabPeriodismo que investiga la memoria del conflicto armado en Colombia’, apoyado por el Servicio Civil para la Paz de Agiamondo.

Créditos:

Minería de datos: Nataly Insuasti Sánchez, Annie del Carmen Gordillo Castillo.

Diseño fotográfico: Juan Guillermo Pinzón Escandón

* Esta nota fue publicada originalmente por Consejo de Redacción, pero fue editada especialmente para el Turbión

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