Por: Juan Diego García – marzo 3 de 2012
Para hacer frente a una crisis que, al parecer, se agrava en el año que empieza, ningún gobierno en las economías centrales se aparta del modelo neoliberal que es, sin duda, uno de los factores que explican sus catastróficas dimensiones. Tampoco lo hacen las economías de la periferia del sistema, que mantienen estos mismos lineamientos y que cuando se apartan del neoliberalismo, persisten en lo fundamental: en su vocación de exportadoras de materias primas, mano de obra barata y mercancías de escaso valor agregado, aunque son bien conocidas las debilidades de tal estrategia, sobre todo en medio de una crisis económica de las economías centrales.
En efecto, las autoridades de casi todos los países, antes que revisar las políticas que han agudizado de forma tan dramática la crisis actual, optan claramente por mantenerlas y, en muchos casos, por ampliarlas. Nada indica que exista en los centros de poder la menor disposición por enmendar un modelo que les ha dejado tan cuantiosas ganancias, sobre todo porque las clases dominantes en su conjunto –la pandilla de la banca, los fondos de pensiones y demás especuladores de altos vuelos, entre muchos otros– no tienen el menor temor a una posible revuelta social en su contra.
Inútiles resultan las propuestas reformistas de ideólogos burgueses tan destacados como Krugman o Stiglitz. Predican en el desierto quienes llaman la atención sobre los riesgos para el orden social vigente de seguir acumulando tensiones y esto tiene tan poco efecto como el de las recomendaciones científicas sobre los negativos impactos de la actividad económica en el medio ambiente.
Ningún partido burgués se arriesga hoy por reformas de tipo keynesiano, como no sea en una apuesta vigorosa por el llamado ‘keynesianismo de derechas’, impulsando una frenética expansión de la inversión bélica como salida de la crisis, tal como en su día practicó Hitler en Alemania o han hecho los Estados Unidos a lo largo de las últimas décadas. Por su parte, los partidos socialdemócratas, que en otras épocas plantearon avanzar hacia el socialismo mediante reformas paulatinas del sistema, se debaten entre mantener su entusiasmo por el modelo neoliberal keynesiano llamado ‘social-liberalismo’ o regresar de alguna manera a sus tradiciones reformistas. Lo necesitan con urgencia para salir del limbo electoral que hoy padecen.
Por su parte, los movimientos sociales que actúan por fuera de los partidos –y muchas veces en su contra– mantienen, y de forma mayoritaria, un cierto grado de confianza en el sistema y entienden que la democracia es posible dentro del actual orden, siempre y cuando se recuperen los valores clásicos del Estado social de derecho, ahora muy deteriorados, y se combatan a fondo vicios tan detestables como la corrupción generalizada y, sobre todo, que los gobiernos puedan establecer controles razonables en el funcionamiento de la economía. Pero no parece que tales peticiones tengan eco en los grupos minoritarios que detentan el poder real, escasamente preocupados porque calles y plazas se llenen de multitudes protestando por los dramáticos impactos en su vida cotidiana de una crisis que parece ir mucho más allá de los acostumbrados ciclos de auge y recesión propios del capitalismo.
El programa de reformas que propone una buena parte de estos movimientos ciudadanos no rebasa entonces los límites del sistema y, en lo fundamental, coincide con las tradicionales reivindaciones de sindicatos y partidos de izquierda. Como creen en el marco democrático actual, resulta lógico que confíen aún en las instancias parlamentarias, aunque exista plena conciencia sobre la responsabilidad de éstas en la actual encrucifada. Pero, solicitar los cambios a quienes son los responsables directos del estropicio resulta un tanto contradictorio y es bastante ingenuo pedir comedidamente a los centros del poder real –banqueros y especuladores– cordura y moderación en su desaforada tendencia a priorizar el beneficio a cualquier precio.
Aqui reside probablemente una de las mayores limitaciones del actual movimiento de descontento ciudadano, pues no basta con llenarse de razones y sustentar la indignación con todo tipo de razonamientos, por sólidos que resulten, pues la experiencia enseña que es aún más importante disponer de formas adecuadas y eficaces mediante las cuales sea posible alcanzar la satisfacción de esas demandas: no basta con tener razón. Ni las formas más civilizadas de solución de los conflictos sociales pueden desentenderse de las pautas que rigen una dinámica de correlación de fuerzas, además de un hábil manejo del proceso. Por lo general, en la mesa de negociaciones cada cual obtiene aquello que su fuerza le permite respaldar.
El asunto adquiere mayor relevancia para los grupos que manifiestan una abierta hostilidad y desconfianza hacia la acción política y sostienen que los cambios pueden alcanzarse sin considerar siquiera el control del poder. Su reto consiste en demostrar cómo es posible coronar con éxito la iniciativa, indicar cuál es el camino y cuál el método. No basta con encontrar el candidato valiente que se ofrezca a poner el cascabel al gato, es indispensable tener clara la manera eficaz de conseguirlo.
Es éste, sin duda, uno de los dilemas mayores del actual movimiento de protesta ciudadana en su conjunto. En efecto, quienes aún confían en una salida dentro del orden actual deben armarse previamente de instrumentos políticos confiables, no de los actuales partidos políticos ni menos aún unos parlamentos castrados e inútiles. De lo contrario, en ausencia de una fuerza popular contundente y organizada que utilice derroteros realmente nuevos, el sistema sobrevive reordenando sus instituciones políticas y económicas, tal como ya ha sucedido en otras ocasiones. No será la primera vez que el capitalismo consiga sortear sus contradicciones saliendo airoso, aunque el coste material y humano resulte inmenso.
Los reformistas podrían encontrar una solución a su dilema volviendo a depositar su confianza en partidos renovados. No por azar algunos partidos socialistas europeos, en particular en Francia y Alemania, cambian ahora de discurso y aspiran a convertirse en voceros del actual descontento. No les resultará fácil, ciertamente, habida cuenta de su directa responsabilidad en el avance y consolidación del modelo neoliberal, pero pensar que el capitalismo ha llegado a su fin simplemente porque las condiciones objetivas lo hacen necesario es desconocer el papel decisivo que juegan la conciencia y la organización de las fuerzas sociales partidarias del cambio. La experiencia enseña que, a falta de un grado suficiente de madurez política y de organización de las fuerzas que lo opositan, el capitalismo tiene todas las de ganar. El sistema ha demostrado en varias ocasiones que es capaz de asimilar toxinas y reaparecer de entre las cenizas, como el Ave Fénix.
Más complejo es el reto para quienes no se contentan con la reforma del sistema y proponen su desmantelamiento radical. Con independencia de los debates que suscite su programa de cambios, empezando por la necesaria reestructuración de los procesos de producción y consumo, reaparece siempre la cuestión de cómo organizar la protesta y sobre todo cómo resolver el problema de las formas de lucha para doblegar la enorme resistencia de los capitalistas. Para empezar, la neutralización del aparato estatal y sus medios de represión y control: ¿Basta con proclamar la vocación pacífica del movimiento para garantizar una salida sin violentas resistencias por parte de los afectados? ¿Existe la posibilidad real de una transición pacífica en caso de conseguir una movilización social de dimensiones tan considerables que el sistema colapse? No está claro en el discurso de los revolucionarios la manera como proponen transformar las relaciones sociales sin sostener una batalla muy dura con el poder, entendido éste no sólo como gobierno y administración política sino como el control efectivo de los resortes de la economía, la cultura y, naturalmente, el monopolio de la violencia, garante último del orden.
Se puede considerar que el diagnóstico de reformistas y radicales sobre la situación es suficiente en líneas generales. Se puede afirmar, igualmente, que unos y otros ofrecen un programa de cambios realistas y a todas luces necesarios. Permanece, sin embargo, sin resolver la incógnita sobre una estrategia para llevar al actual movimiento contestatario hacia sus objetivos, es decir, el problema clave de la organización adecuada y de las formas eficaces de lucha. Su ventaja es la de siempre en los procesos de cambio: sólo la práctica social resuelve estas incógnitas, nada está prescrito y las soluciones son siempre el resultado de la infinita creatividad de las masas.
Mientras tanto, y al parecer sin mayores temores por los riesgos que entraña la dinámica social para un capitalismo que pierde legitimidad cada día que pasa y se muestra cada vez menos capaz de asegurar el bienestar de las mayorías, la clase dominante se entrega a la desidia y el despilfarro, se envanece en una indolencia supina y avanza rauda y veloz, probablemenmte, hacia el abismo.
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