Por: Miguel Ángel Beltrán V. * – febrero 8 de 2012
Los medios de comunicación dieron a conocer la semana pasada un nuevo escándalo de corrupción en la Cárcel Nacional Picota, esta vez por cuenta de los empresarios Miguel, Manuel y Guido Nule, procesados por el llamado ‘Carrusel de la Contratación en Bogotá’ y condenados a una penas ínfimas de siete años y medio –en el caso de su socio Mauricio Galofre, la pena fue de sólo seis años y ocho meses– por el delito de peculado por manejo irregular y apropiación de cerca de $70.000 millones en anticipos para la ejecución de tres contratos que le fueron entregados por el Instituto de Desarrollo Urbano (IDU). De acuerdo con la información suministrada por los medios, un registro rutinario realizado por guardias del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (Inpec) puso en evidencia que los empresarios Nule contaban en su ya exclusivo sitio de reclusión con teléfonos celulares, computadores, IPods, una consola de juegos Play Station y hasta más de medio millón de pesos en efectivo, todos ellos artículos prohibidos por la normatividad penitenciaria y carcelaria.
Pocos se han preguntado cómo llegaron estos artefactos allí, cuando la Picota es una cárcel de alta seguridad donde las visitas de los presos son requisadas hasta límites que vulneran la dignidad humana. Como suele suceder en estos casos, hay un escándalo periodístico que, a lo sumo, durará un par de días y, en el mejor de los casos, el director del penal será destituido, pero para luego ser reubicado en otro centro penitenciario. Esto fue lo que sucedió hace precisamente un año con la entonces directora Imelda López, con cuya anuencia los detenidos en el pabellón de la parapolítica celebraron numerosas fiestas, acompañados de reconocidas orquestas musicales. Hoy, la señora López funge como directora de la cárcel de Valledupar, prisión tristemente célebre por las continuas violaciones a los derechos humanos de los reclusos y conocida como La Tramacúa.
En aquella ocasión, cuando cerca de veinte personas ingresaron al pabellón de parapolíticos para celebrarle el cumpleaños al excongresista Juan Carlos Martínez, el entonces ministro del Interior y de Justicia, Germán Vargas Lleras, anunció con su estereotipado tono vehemente que ‘no iba a permitir más desórdenes y que el relajo [en las cárceles] no podía continuar’. Doce meses después, la situación no ha variado ni un milímetro, sólo que esta vez son sus amigos, los empresarios y delincuentes Nule, los protagonistas de estos escándalos, con quienes los une estrechos vínculos sociales y comerciales.
Por su parte, el director del Inpec, general Gustavo Adolfo Ricaurte, advirtió que “los Nule se exponen a perder los beneficios que la Fiscalía y un juez le otorgaron”. En un país donde la justicia realmente se aplicara, no ‘se expondrían’ sino que perderían ipso facto esos beneficios. Cuando a un prisionero regular le es hallado un celular, inmediatamente se le sanciona con una suspensión de visitas por un año, cuando no es trasladado a otro centro penitenciario lejos de su núcleo familiar y de sus amigos.
Lo cierto es que el tratamiento penitenciario en Colombia pone en evidencia las desigualdades de un país atravesado por profundas diferencias sociales: mientras aquellos que tienen poder económico, político o delincuencial reciben trato preferencial en los centros de reclusión, como en el caso de los señores Nule, aquellos que carecen de aquél, la gran mayoría, sobreviven en condiciones que constituyen una afrenta a la dignidad humana. Estos últimos no tienen ningún valor para el Estado colombiano y no reciben el trato de los Nule sino de los ‘nulos’: se les ignora, se les ningunea, se les aísla, se les invisibiliza, se les tortura física y psicológicamente.
Ésta es, justamente, la situación que viven los más de ocho mil presos y prisioneros políticas de la guerra, cuya condición de rebeldes es negada sistemáticamente por el Estado, mientras se violan permanentemente sus derechos fundamentales.
A propósito de estos hechos, cabe recordar que cuando se inició la audiencia de legalización de captura de los empresarios Nule y todavía se discutía cuál sería su lugar de reclusión, llegó la orden hasta el pabellón de alta seguridad de la Picota, donde nos encontrábamos recluidos medio centenar de presos, de que debíamos desalojar inmediatamente sus instalaciones porque allí serían confinados los hermanos Nule. Cincuenta internos seríamos trasladados y hacinados en otros patios o centros penitenciarios para dar comodidad a cuatro presos que requerían “medidas de seguridad excepcionales”.
El director encargado en ese momento, el capitán (r) Aldemar Echeverry, visitó personalmente las instalaciones en compañía de los abogados de los empresarios. Al final de la inspección concluyeron que el lugar no reunía las condiciones de habitabilidad para los señores Nule por los malos olores, las filtraciones de agua, la estrechez de sus celdas y su falta de iluminación. Cuatro delincuentes de cuello blanco no podían estar ahí, pero medio de centenar de presos sí debíamos permanecer en tan indignantes condiciones. En un acto de ‘generosidad’, el mencionado oficial en retiro ofreció la casa fiscal del director, hasta ese momento su lugar de residencia, para que fuese adecuada como sitio de reclusión. En contraste con las celdas de tres por cuatro metros cuadrados que ocupábamos cinco y hasta seis reclusos, los Nule podrían disponer ahora de una casa de ochenta metros cuadrados de superficie con televisor, nevera, sistema de ventilación, cómodas camas y baños privados.
Ahora muchos funcionarios del gobierno se rasgan las vestiduras y salen a denunciar los ‘lujos’ y ‘excesos’ de los Nule, cuando ellos mismos han promovido una política penitenciaria basada en la discriminación y la desigualdad entre la población carcelaria.
La destitución de los directores de turno, los anuncios de liquidación del Inpec o la construcción de nuevos establecimientos carcelarios lejos de resolver el problema carcelario sólo logran agudizarlo. Ejemplo de ello han sido los Establecimientos Reclusorios de Orden Nacional (ERON), cuyo régimen penitenciario, basado en los lineamientos trazados por la Oficina Federal de Prisiones de los Estados Unidos, riñe con los protocolos internacionales para el tratamiento de personas privadas de la libertad, acrecentando la violación de los derechos humanos de los reclusos.
Si estos ERON constituyen, como lo afirma el discurso oficial, la real solución para el hacinamiento de las cárceles colombianas, ¿por qué a la fecha no han sido trasladados a sus instalaciones los Nule o los centenares de políticos acusados de vínculos con grupos paramilitares? No es difícil responder a esta pregunta: estos establecimientos, construidos con dineros del Plan Colombia, vienen siendo utilizados como mecanismo de castigo para los miles de presos políticos y prisioneros de guerra privados de la libertad.
Los medios oficiales de comunicación, que tanto empeño colocan en mostrar el dramático rostro de los compatriotas retenidos por la guerrilla en las selvas colombianas, deberían también mostrar esta otra cara, no menos dolorosa, de la guerra en Colombia y que concita, cada vez más, la necesidad de una solución política al conflicto social y armado colombiano.
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* Profesor asociado del Departamento de Sociología de la Universidad Nacional de Colombia y perseguido político.
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