Por: Juan Diego García – junio 14 de 2012
El auge de las economías de América Latina en los últimos años se debe primordialmente a los altos precios de las materias primas que demandan los países centrales del sistema capitalista, tanto los tradicionales, como la Unión Europea, Japón y los Estados Unidos, como los emergentes, de manera particular China e India. La actual crisis mundial puede deprimir agudamente esta demanda y, en consecuencia, la aparente exitosa estrategia de las exportaciones como motor del desarrollo conduciría a un callejón sin salida. Solamente aquellos países latinoamericanos que consigan destinar, así sea parcialmente, esas exportaciones hacia su propio mercado interno o, en todo caso, a los mercados locales que van generando el proceso de integración regional, podrán mantener los actuales niveles de crecimiento.
Si las economías centrales, China incluida, disminuyen o anulan la demanda por materias primas y el propio mercado interno no tiene el dinamismo necesario el panorama de estos países no puede ser más oscuro y se verán pronto sometidos a situaciones catastróficas, tal como ha sido tradicional dado su carácter de economías dependientes, es decir, sin dinámica propia. En realidad, las supuestas virtudes de las ‘ventajas comparativas’ no funcionaron nunca en beneficio de quienes optaron por explotar al máximo sus recursos naturales –materias primas–, dejando a las economías centrales la industrialización y la ciencia. Jamás el libre cambio tradicional o su versión moderna del libre comercio, como son los TLC, trajeron el desarrollo al mundo pobre, entre otros motivos, porque las economías centrales que proclaman el libre acceso a los mercados no lo practican en absoluto: quienes primero llevaron a cabo un duro proteccionismo, precisamente para asegurar el desarrollo de su industria, lo condenan hoy en los demás.
Aquellos países que, en los últimos años, se han esforzado por diversificar su tejido económico o cuentan con un cierto desarrollo industrial pueden orientar sus esfuerzos hacia el mercado interno y sobrellevar la crisis. Brasil, en primer lugar, porque tiene desde antes un tejido industrial, aunque su mercado interno permanece lastrado por la falta de una verdadera democratización del ingreso, arrastrando al lado de sus logros innegables enormes bolsas de pobreza. En menor medida, lo mismo ocurre en Argentina. Venezuela sería otra posible excepción, pues su gobierno ha realizado esfuerzos muy significativos en orden a crear un tejido industrial moderno y las infraestructuras correspondientes, al tiempo que hace inversiones considerables en educación y salud, indispensables para aventurarse por los senderos del desarrollo. Pero los gobiernos más proclives a la estrategia exportadora basada en el llamado ‘extractivismo’ –la mayoría en el continente, ya sean progresistas o neoliberales–, no tienen entre sus planes acometer las reformas estructurales necesarias que posibiliten algún tipo de industrialización: una reforma agraria profunda, por ejemplo, o una apuesta sólida por la investigación y la ciencia.
Además, uno de los elementos claves de la estrategia extractivista –los grandes proyectos de minería, monocultivo agroindustrial o la construcción de gigantescas obras de infraestructura– es que genera enormes conflictos sociales y políticos especialmente con las comunidades directamente afectadas enfrentando a los gobiernos con su propia población. El caso más reciente se produjo recientemente en Perú, con el saldo de varios manifestantes muertos y una situación de orden público que ha obligado a decretar el estado de emergencia en varias localidades. Y Perú no es la excepción: casos similares se presentan en Ecuador, Bolivia, Argentina, Chile, Panamá, Brasil, Paraguay, Colombia, México y algunos países de América Central.
En realidad, a los directamente afectados por este tipo de actividades empresariales les sobran motivos para oponerse. En unos casos, se trata del grave impacto sobre el medio ambiente y la población, pues la actividad por sí misma supone daños irreparables e inevitables. En otros casos, cuando la explotación puede realizarse de forma razonable, porque aunque los contratos de explotación suscritos entre el gobierno y las empresas –casi todas extranjeras– incluyan las medidas de seguridad exigibles, se carece de medios adecuados para vigilar y sancionar los incumplimientos. Funcionarios estatales mal pagados y carentes de los recursos necesarios resultan pues incapaces de ejercer controles o son presa fácil del soborno. En una atmósfera de generalizada corrupción, no faltan los gobernantes que ofrecen a las compañías extranjeras todas las ventajas posibles sin considerar el impacto en el medio y la salud de la población, dando un tratamiento más que generoso a la repatriación de ganancias, facilitando el pago mínimo de impuestos y regalías, y permitiendo explotar de la manera más infame a sus trabajadores.
A los promotores entusiastas del extractivismo tampoco les preocupan otras consideraciones de orden más estratégico. Así, la tala indiscriminada de bosques y la destrucción de la rica biodiversidad apenas se menciona. Tampoco les quita el sueño la extensión de cultivos destinados a la exportación de alimentos cuando importantes sectores de su propia población carecen de ellos ni el uso masivo de semillas manipuladas sobre las cuales la ciencia aún no ha determinado su impacto en la economía rural y en la salud de la población. Todas y cada una de estas condiciones se aceptan sin más como un paso necesario, como un costo inevitable a pagar en el camino del ‘progreso’.
Explotar sin medida y agotar los recursos propios –petróleo, gas, minerales, madera, etc.–, en favor de la maquinaria industrial de los países centrales, sin considerar en ningún momento su papel en el propio desarrollo resulta para el país –no para la élite criolla– un mal negocio a todas luces. De mantenerse la estrategia extractivista, el libre comercio y la forma de integración actual en la economía mundial, a estos países les espera un futuro poco halagüeño: en el mejor de los casos podrán mantener cierta dinámica con productos ‘refugio’ –como el oro, bastante apetecido por los especuladores internacionales para asegurar sus ganancias en momentos de crisis– o a través del comercio de las sustancias psicoactivas, cuya demanda crece sin cesar. Ya ni siquiera la exportación de mano de obra barata y las correspondientes remesas de divisas parecen ofrecer el alivio de otros días. En efecto, los envíos empiezan a disminuir y muchos emigrantes regresan, afectados de manera muy directa por el desempleo masivo que se produce ahora en las economías centrales.
El extractivismo puede arrojar datos positivos por algún tiempo, pero ya son muchos los analistas que llaman la atención sobre sus enormes debilidades y los riesgos que supone para estas economías fincar todas sus esperanzas en un modelo como éste, ya fracasado en el pasado tantas veces. En realidad, el único país del llamado Tercer Mundo que superó el atraso, Corea del Sur, hizo precisamente todo lo contrario: primero desarrolló y protegió su tejido industrial, apostó por la ciencia y la investigación, fortaleció de diversas formas su mercado interno y, alcanzado un grado suficiente de desarrollo propio, entonces si apostó por la estrategia exportadora como complemento importante, pero no para exportar materias primas o mano de obra barata sino para vender en el mercado mundial productos de alta tecnología.
Pero claro, para emprender la aventura del desarrollo se necesita una clase burguesa que esté dispuesta a hacerlo, o en todo caso, fuerzas populares que se propongan llevar a cabo todas las tareas que la burguesía criolla jamás fue capaz de realizar. Este sería el reto de los gobiernos progresistas del continente, como paso previo a la realización de su propuesta mayor: superar no sólo el atraso sino el mismo orden social y económico del capitalismo
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